Historia. 3 Rosas: Capítulo 8
Todos deben disculparse.
Rosa Paula llegó a la hacienda en un taxi, Joaquín estaba en la entrada de su casa con una rubia impresionante a su lado, no le gustó verla llegar sola, sabiendo que se había marchado por la tarde con su hermana y el novio de esta, pensó que la pareja se había marchado a un hotel y la habían dejado sola.
La joven bajó del taxi después de pagarle al chofer, comenzó a caminar hasta la puerta de la gran casa, unos 100m, que le parecieron muy largos. Se abrazó a sí misma, estaba molesta pero tenía ganas de llorar, se preguntaba por qué las cosas no podían ser fáciles como hasta hace unas semanas. Joaquín la interceptó junto a su acompañante, la jovencita se asustó al verlo, no esperaba encontrarse a nadie. –¡Dios! Que susto me has dado, no vuelvas a acercarte así –le reclamó la muchacha.
–Estás pasando por el frente de mi casa, eres tú quien se acerca –respondió mirándola fijamente a los ojos sin quitar el brazo de la cintura de la rubia–. ¿Por qué regresaste sola? ¿Dónde están tus acompañantes?
–Se quedaron cenando, yo no tenía ganas de acompañarlos, así que regresé –mirando a la rubia que acompañaba a su primo–. No quise ser mal tercio… como ahora –y reanudó su camino.
–¿No me presentas a tu amiga? –preguntó la mujer y Rosa Paula se giró.
–No hace falta –respondió la joven con mucha firmeza–. Mi nombre es Rosa Paula, su prima –se giró y continuó su camino.
Joaquín entró con su amiga a su casa y le pidió que lo esperara, no tardaría. Salió y le dio alcance a la jovencita, tomándola por el brazo. –¿Qué tienes tú con el muñequito de los Andrade? –Rosa Paula lo miró sorprendida, no entendía por qué todo el mundo se había confabulado justo ese día para molestarla, increparla y hacerla sentir una niña pequeña que debe darle explicaciones a todos–. Te vi esta tarde agarrada de la mano con él.
Ella se soltó bruscamente del agarre. –No tengo por qué darte explicaciones, lo que yo haga con Mario es asunto mío, así como lo que tú hagas con tu amiguita es asunto tuyo –levantó su cabeza y con altivez continuó–. Ahora si me permites, quiero llegar a mi casa y hacer que este día de mierda se termine de una buena vez –y lo dejó con la palabra en la boca.
Joaquín entró a su casa de mal humor, le dijo a la rubia que lo esperaba que la llevaría a su casa, la mujer se sorprendió por el repentino cambio en el joven y luego de una discusión se marchó por sus propios medios.
Cuando Rosa Elena regresó a casa, subió a la habitación de su hermana menor, había escuchado la versión de Alejandro y quería escuchar la de Rosa Paula, pero ésta fingió estar dormida para librarse de dar explicaciones.
Por la mañana Joaquín vio a Mario llegar a la gran casa, se acercó a Él. –Quiero que te alejes de La Rosita –le dijo muy serio.
Mario sonrió levemente. –¿Qué pasa, peón? ¿Te gusta tu prima?
–No quiero que un ser tan despreciable como tú se burle de ella.
–¡Uuuuyyyy! –se burló riendo–. Que delicado se ha vuelto el peón.
Joaquín enfureció y lo agarró por la camisa con el firme propósito de iniciar una pelea, pero Eleazar salió de la casa para detenerlo. Con un grito ambos hombres se separaron y se sintieron tan pequeños como una hormiga. El viejo dueño de El Rosal se hacía respetar solo con su presencia, y se imponía con su voz. Eleazar le dijo a Joaquín que entrara en la casa y lo esperara en el estudio. Esperó a que el joven pasara a su lado, sin tocarlo o mirarlo, en vez de eso miraba con odio a Mario y éste comprendió que jamás tendría el permiso del viejo de enamorar a su hija menor.
Una vez en el estudio, Eleazar le agradeció a Joaquín que defendiera y protegiera a su hija, no soportaba la presencia del joven capataz más allá de lo que el trabajo requería. Habían tenido un altercado hacía unos años que los había distanciado como tío y sobrino. El viejo Eleazar podía ser la persona más fría del mundo si se lo proponía, y así sucedía con Joaquín. Se sentó detrás de su escritorio y le entregó una carpeta con unos documentos que el joven revisó enseguida. Era el documento de compra de las reses de Agustín Goncalves. –Gestionaré el traslado de las reses de inmediato, señor.
–No esperaba menos –Joaquín rio para sus adentros, esa frase viniendo de Eleazar era todo un cumplido–. Pero antes de que te pongas a ello –se levantó de su asiento y fue directo a la puerta. Llamó a su hija mayor, la joven había regresado a la gran casa a pedido de su padre y no tenía idea de por qué la requería con urgencia. Rosa María entró al estudio y vio a Joaquín, su rostro sonriente se tornó amargo y lo miró con odio. Joaquín no dijo nada, tampoco sabía por qué el viejo había llamado a su hija a esa reunión–. Supe de la discusión que ustedes dos tuvieron ayer por culpa de este documento –dijo Eleazar señalando la carpeta que tenía Joaquín en su mano–. Y creo que Rosa María te debe una disculpa –la joven no podía creer lo que había dicho su padre, creía que había escuchado mal, pero el hombre lo repitió para que quedara claro–. Espero que te disculpes con Joaquín.
–Tienes que estar jugando, no voy a disculparme con este… peón.
–Joaquín –le costó mucho decir su nombre–. No es un peón, es el capataz de la hacienda… Y yo creo que he criado bien a mis hijas como para exigirles que hagan lo correcto.
–Pero papá, yo no tengo por qué disculparme con… éste –evitando llamarlo peón.
–Sí tienes.
–Don Eleazar –interrumpió Joaquín–. No hace falta que la señorita se disculpe.
–Sí hace falta –lo interrumpió esta vez el hombre–. Y lo hará.
–Pero papá…
–Eduqué bien a mis hijas… ¿O no es así, Rosa María? –la joven miró furiosa a su padre, y con mucho odio a Joaquín, no entendía por qué su padre la humillaba de esa manera. –Estoy esperando a que hagas lo correcto.
Rosa María respiró profundo varias veces para darse valor. –Me disculpo por mi comportamiento de ayer –dijo finalmente la joven. Pero su mirada seguía siendo de furia total.
Joaquín dejó de mirarla, en todo momento estuvo serio y no vio motivo alguno para disfrutar de lo que la joven pensaba era una humillación. –Como le dije, Don Eleazar –mirando al hombre–. No hace falta que la señorita se disculpe… Ahora, si me disculpa usted, debo trabajar en el traslado de las reses –Eleazar asintió y Joaquín salió del estudio dejando solos a padre e hija. La joven no perdió tiempo para reclamarle a su padre la humillación sufrida, estaba completamente alterada y no entendía por qué su padre se había empeñado en aquella disculpa. Eleazar se jactaba de ser un hombre correcto y de que sus hijas seguían su camino y sus enseñanzas, para él, Rosa Paula ya se estaba descarrilando y lo último que quería era que otra de sus Rosas hiciera lo mismo. Le explicó sus razones para aquel proceder pero la joven no pareció convencerse y salió furiosa del estudio.
Mario continuaba caminando por los alrededores de la gran casa esperando a que la menor de Las Rosas saliera, era la única forma que tenía para verla, estando el viejo en la casa, sabía que en todo momento le negarían la entrada o la presencia de la jovencita. Vio como una Hilux 4x4 se acercaba a la casa, reconoció al chofer justo cuando bajó del vehículo. Alejandro Zamora, el hermano de Juan José, del que todo el mundo decía que no era hijo de Juan Andrés. Como era de esperar, el joven fue bien recibido en la gran casa, no sabía qué era lo que buscaba, pensó que estaría allí por su cuñada, pero se equivocaba.
Alejandro esperó en el salón, estaba desesperándose, vio salir a Joaquín del estudio y salir por la puerta principal, minutos después vio salir muy furiosa a la mayor de las hermanas pero ésta en vez de salir, subió las escaleras. Se giró hacia las grandes ventanas que daban al jardín frontal. Eleazar se dio cuenta de su presencia y llegó al salón. –¿Te puedo ayudar en algo? –preguntó al reconocer al joven. Alejandro giró sorprendido por la voz grave del hombre. –Buenos días, señor –dijo nervioso, no esperaba encontrar al patriarca en la casa–. Yo… yo vine a disculparme con su hija –Eleazar frunció el ceño y el gesto puso más nervioso al joven–. Anoche… fui un… No me comporté como un caballero –dijo finalmente.
–¿Es que acaso tú…? –no terminó la pregunta, pero su tono evidenciaba enfado.
–¡Oh, no señor! No es lo que usted piensa –cuando se disponía a explicarle a Eleazar lo sucedido, Rosa Paula entró en el salón.
–¿Qué haces aquí? –preguntó la joven.
Eleazar se sorprendió, cuando el joven había dicho que venía a disculparse con su hija, no pensó en la menor de ellas. –¿Acaso este muchacho ha abusado de ti? –preguntó furioso mirando de uno a otro.
Alejandro negó con la cabeza de manera desesperada, lo último que quería era enfurecer a Eleazar. –No papá, él no abusó de mi… Fue un imbécil, sí, pero no abusó –respondió muy tranquila la jovencita. –
Vine a disculparme por eso –mirándola a los ojos–. Tienes razón, me comporté como un imbécil… No es por justificarme pero… no estoy pasando por un buen momento.
–Sí, bueno… yo tampoco estoy pasando por mi mejor momento –dijo Rosa Paula mirando a su padre–. Pero es lo que hay.
–¿Podemos hablar? –la jovencita se encogió de hombros–. ¿Señor? –le preguntó a Eleazar como esperando su aprobación.
–Estaré en el estudio –besando a su hija en la mejilla–. Si te hace algo solo tienes que gritar.
–Tranquilo, sé defenderme –Eleazar salió y dejó a los dos jóvenes en el salón para que hablaran en privado–. Tú dirás –la joven se cruzó de brazos y esperó a que Alejandro hablara.
–Como dije, vine a disculparme… No debí decirte todo eso que te dije anoche –se sentó en el sofá y apoyó los codos en sus rodillas–. Hace una semana terminé una relación de diez años –comenzó a contarle sin mirarla–. Por eso he estado como un zombie –sonrió de manera triste, al recordar cómo lo había llamado la noche anterior–. No es de tu incumbencia, pero ella me engañaba con otro –Rosa Paula no supo qué decir. La verdad no quería enterarse de la vida privada de nadie ni de los pormenores de la relación del joven–. Como te dije, no soy un hombre de una noche de pasión, creí que mi hermano y Rosa Elena me habían organizado una cita a ciegas.
–Creo que tu hermano y mi hermana solo querían animarnos un poco y subirnos la autoestima.
–Sí, eso me lo explicaron después –dijo levantándose–. No soy un imbécil como te hice creer ayer… ¿Me disculpas? –extendiéndole la mano. Rosa Paula esperó unos segundos como midiendo la sinceridad del joven, y finalmente la estrechó aceptando una amistad que no se había dicho. El joven era bien parecido y, aunque no buscara ningún compromiso con el género masculino, creía que podían llegar a ser buenos amigos. Siempre que ambos fueran sinceros.