El planeta les procuró frutos dulces. Con la danza de sus vientres concibieron nuevas criaturas en este astro de permutaciones constantes. Sus descendientes crecieron como espigas. Cuales sarmientos se extendieron por los almijares, sembrando, cosechando, propagando el vino. Preñaron sistemáticamente los campos con cereales y productos acres pero esenciales como el café, el temor, las dudas, los problemas...

Mas, un día que las lunas, las innumerables lunas, ya habían pintado sus cabellos con el pincel del tiempo hubo un dilatado eclipse en la constelación de Géminis. La ausencia de luz ahogó los latidos del animal esférico que dejó de brillar y cayó con las alas marchitas al suelo. Entonces para el hombre también se apagaron las estrellas en el cielo y a la medianoche un rugido turbador retronó en la tierra.

El hombre tomó al animal esférico entre sus manos y lo puso en su pecho. Luego caminó sin dirección, sin destino alguno anduvo yendo hacia ninguna parte. Sobre los oteros, con la mirada desvanecida atalayó la vacía inmensidad del oriente. Rodó desvencijado por las dunas del desierto. Se hizo girones al rozar zarzas y ortigas. Tanteó a ciegas el viento buscando consuelo en la íntima oscuridad para proseguir su peregrinar incierto. Anduvo tanto, tanto, que las piedras sangraban al contacto con sus huellas, pero aun así no se detuvo sino para elegir atajos que lo llevaran a la antigua encrucijada del cielo mientras maldecía a las sombras homicidas que habían extinguido la substancia del animal esférico.

Entonces el hombre lloró por vez primera, sus lágrimas impetuosas cubrieron las distancias, crearon lagunas rosadas que se llenaron de sal y se convirtieron en océanos. El hombre hizo una balsa para viajar por su llanto aguas arriba hasta involucrarse con las nubes y ascendió más todavía hasta llegar a la bóveda donde sorprendió al demiurgo de la eternidad jugando despreocupadamente a los dados con basiliscos pendencieros.

—Tú me diste la luz y ahora la has apagado dejando a mi alma en la nostalgia ciega. Quiero que me la regreses y te serviré en la Tierra para siempre. —Le expresó el hombre al demiurgo del cosmos que recogió sus cubos y las monedas amontonadas sobre una mesa de ébano.

—Yo te conferiré de nuevo la luz —le profirió el Espíritu al hombre— pero cada noche la guardarás en tu pecho protegiéndola del soplo frío de los sueños y pesadillas y tú morirás por ella.

Por el mar de su fe navegó el hombre de regreso y volvió a ver brillar su estrella. Desde ese tiempo enterrado en las arenas insondables el hombre vive con su animal esférico compartiendo un único cuerpo como demonio de luz y ángel de sombras.

_{Páginas del "Bestiario de Oxford". En: Ann Payne: "Medieval Beasts".
London: The British Library, 1990. (Fotografía de @chretien).}