Conocer y querer a Venezuela
CONOCER Y AMAR A VENEZUELA
Por: Antonio Pérez Esclarín ([email protected])
@pesclarin www.antonioperezesclarin.com
Venezuela, repitámoslo con convicción y fuerza sobre todo en estos días, es un país privilegiado, lleno de encantos y prodigios, que Dios lo debió crear en una tarde en que andaba especialmente feliz. Cuando en 1498, Cristóbal Colón llegó a tierras venezolanas, quedó tan impresionado con su belleza que creyó que había llegado al Paraíso Terrenal. Sus ojos ardidos de tanta luz y tanto verdor trataban en vano de captar toda la hermosura. Y de su asombro y admiración, brotó el primer nombre de Venezuela: Tierra de Gracia.
El nombre definitivo, Venezuela, hija del agua, nació del asombro de los hombres de Ojeda, en especial del italiano Américo Vespucio, ante el paisaje de esos palafitos a la entrada del lago de Maracaibo, que temblaban en el agua como garzas de madera.
Realmente, Venezuela tiene enormes potencialidades, y no sólo cuenta con inmensas riquezas de materias primas: petróleo, hierro, oro, aluminio, pesca, productos agrícolas y ganaderos…, sino que es imposible imaginar un país más hermoso. Cuenta con un sol inapagable, playas exquisitas de aguas cristalinas sobre lechos de coral (Morrocoy, Los Roques, Mochima, Playa Colorada, Araya, Margarita, Choroní,, Adícora, Cata, Villa Marina…); ríos majestuosos que van culebreando entre selvas infinitas; desiertos y medanales que día y noche avanzan sin descanso con sus pies movedizos de arena; llanuras inmensas pobladas de historias, corocoras y garzas, donde los horizontes, como las estrellas, se van alejando a medida que uno los persigue; árboles frondosos que parecen sostener el cielo con sus brazos; lagos y lagunas encantadas, pobladas de leyendas y de magia; tepuyes, castillos de los dioses, que levantan sus frentes para asomarse al espectáculo increíble de la Gran Sabana; raudales y cataratas que van susurrando con sus labios de agua el amanecer de la creación; islas paradisíacas que parecen estrellas caídas en el inmenso cielo azul de nuestros mares; una enorme serranía habitada por el frailejón, el silencio y la soledad; pueblitos montañeros que se acurrucan en torno a su iglesia protectora y se trepan a las raíces de la niebla y del frío; una colosal montaña que agita su blanca bandera contra el cielo; en marzo y abril, Venezuela llamea en los brazos de su araguaneyes; todas las tardes Dios se despide de nosotros en los crepúsculos de Lara y en los atardeceres de Juan Griego y acuna nuestros sueños con el guiño sublime del relámpago del Catatumbo. Pero la riqueza y belleza más importante de Venezuela es su gente. Y la tarea de la educación es cuidar y alimentar esa riqueza, pues, en definitiva, educar es hacer mejores personas, para tener un mejor país.