El trabajo y el (no) sentido de la vida
Con los temas por los que me intereso, me pasa como a los mujeriegos: me deslumbro, los abordo, voy por ellos y cuando los poseo, entro en un estado de aburrimiento profundo. Quedo con la sensación de que en el fondo todo se trata de gentes tratando de pagar los costos asociados al estado de estar vivos, ya saben, casa, comida, actividades reproductivas, medicina. Algunos lo consiguen en trabajos rutinarios, lineales, insignificantes, bien o mal pagados; otros se hacen generadores de grandes proyectos e ideas: iluminadores, cuestionadores, deslumbrantes; porque aunque no lo parezca, sigue siendo una forma de facturar.
El segundo paradigma suele ser mucho más movilizante, claro, porque ya que estamos en la fiesta sin que hayamos pedido invitación, mejor darle una vuelta de tuerca al asunto. Por lo menos nos asegura algo de distracción antes de que se apaguen las luces y el último cierra la puerta.
Hace un tiempo mi búsqueda era conseguir una forma de ganarme el plato de sopa sin tener que gastar todo la suela de mis neuronas en pálidos horarios de oficina. Pero razones más razones menos, me fui dando cuenta que incluso ejerciendo la actividad de mis sueños, de trabajar hay que trabajar igual. Y aunque perezosa no soy (gracias a eso he podido negociar condiciones laborales más o menos decentes) no le encuentro ningún sentido al trabajo más que el de pertenencia a la comunidad de hormigas. O de abejas. Ahora que aprendí algo de trade en criptomonedas, sólo espero pegarme de aquí a un año una buena apuesta y vivir una vida acotada a las funciones orgánicas ineludibles y a una cuota de serotonina razonable cada tanto para no caer en letargo.
Y de ahí en adelante esperar la ineludible muerte sentada en el patio de alguna casa rural, vientito corriendo por la cara, canto de pajaritos, mucho verde y azul envolviendo todo. Así se caiga el mundo.