Melodía de tiempo entrecortado - (Cuento original). @Wilins
Había despertado, por decirlo así, en un momento del día cuya hora no lograba precisar. Tuve la extraña sensación de haber dormido por largo tiempo, incluso, cuando quise extender mis piernas para cambiar de posición en la cama mi cuerpo se mostró prácticamente rebelde. Era como si le hiciera caso omiso a las órdenes de mi cerebro, como si me estuviera moviendo por dentro y la carne siguiera estática, inmóvil. Un olor a flores se metía lánguido por mi nariz. Una que otra vez estornudé. Entonces, afiliado con el miedo, no quise abrir mis ojos. Me sobresaltaba el solo imaginar que una vez abiertos los párpados no pudiese mirar nada. Que no tuviera vista. Me daba terror descubrir que estaba muerto, que yacía en la cama con un hueco en la frente, o que un hombre uniformado me estuviera subrayando en el piso los contornos del cuerpo… dibujándome como una figura de papel en el suelo. Ya veía yo el croquis de tiza: el brazo estirado, el otro a medio doblar casi pegando con la pierna izquierda, la contusión en la espalda y la gente silenciosa, meditabunda. Todos preguntándose qué pudo haber sucedido, quién entro y a qué hora. El hombre uniformado hablando del calibre de la pistola o una señora, con las manos en la cabeza, diciendo que lo vio todo, que un hombre o una mujer entraba en la casa y que a través de la ventana se veía la sombra levantar una y otra vez el brazo. El cuchillo subía y bajaba. Este tipo debe tener por lo menos quince huecos en el cuerpo. Así que la idea de estar fallecido, con el pecho agujereado, me negó las ganas de querer revelarme postrado entre las bolsas donde guardan a los muertos.
Si bien no quería abrir mis sentidos y explorar la razón de mi estado, era obvio que debía organizar mis ideas y hacer un recuento de las horas pasadas, o de los días pasados, para hilvanar los hechos y armar el rompecabezas. Intenté, aún con los ojos bien cerrados, tranquilizarme. Debía dominar por entero mis nervios. Estaba yo emprendiendo la labor detectivesca de mi propio crimen y así comenzaría la retrospectiva:
El día anterior, o ese mismo, no podría saberlo —pasadas las diez de la noche— me encontraba en el bar Los Secretos. Una hora antes, estoy seguro de ello, había tenido una discusión con Emma y salí de la casa con los demonios en la cabeza. Ella se asoma en la ventana y grita cualquier cantidad de cosas de las que sólo rescato lo que dice de la niña: eso de que la enviará con los abuelos y no volveré a verla. Grita lo que se le viene al cerebro… así es Emma. Desde siempre tuvo ese problema, no sabe lo que dice cuando está en esos momentos. Así que no presto mayor atención a lo que vocifera. Sigo caminando, mientras termino de abrocharme la camisa y dejo atrás todos los gritos y las cosas, todo eso que es la casa.
Recuerdo que un compañero de trabajo me había dicho días antes que en aquel bar la atención era excelente; no lo pensé demasiado. Una vez que peleé con Emma, tomé la camisa, me la puse saliendo de la casa y me dirigí hacia el sitio. Hubiese querido ir en el carro pero dejé las llaves en la mesa de noche. Buscarlas significa volver y volver significa... Caminé prolongadamente mientras esperaba por un taxi. No recuerdo la cara del tipo ni cuánto cobró por llevarme al lugar. Debería recordarlo. Sólo esto me viene a la cabeza: entro al carro, le doy un billete al chofer, éste arranca y comienza a silbar la tonada de una canción que a su vez escucha en la radio. Entre el silbido pronuncia una o dos palabras: yo le pregunto qué ha dicho y, mirándome por el retrovisor, dice: “Nada, varón… nada”. (Ojos café, normales, ojos normales) Le da vuelta a la perilla del volumen, baja el vidrio de su puerta y enciende un cigarro. Si no fuera porque tengo en la mente la imagen de mi entrada al bar, sugeriría a este hombre como mi primer sospechoso. Recosté mi cabeza en el asiento, subí la manga de mi mano izquierda y vi la hora: faltaba un cuarto para las diez. Revisé en las funciones del reloj y activé la alarma de las cinco y media de la madrugada. He aquí la primera de mis pistas espaciotemporales: el bar abre de jueves a domingo y yo trabajo de lunes a viernes. No hace falta mucha matemática para deducirlo: jueves, mi día es el jueves. Llevaba la voz de Emma, todas sus palabras, en mis oídos… La escuchaba gritar que me degollaría, que iba a deshacerme por dentro y que echaría mis restos en la vasija del perro, que ya se lo imaginaba… ya me lo imagino, dice… se ríe. El perro comiendo y comiendo y tu hija mirando. “Tú vas a morir como un estúpido”. Enfurezco y le sostengo la mano, la aprieto fuerte y busco con la mirada la posición de la niña. Emma cae y yo sospecho que la pequeña nos escucha y le digo que se calle, que pare de decir esas cosas, que lo haga por su hija. Me mira como si con los ojos quisiera destruirme, como si pudiera pegarme de un tirón contra la tierra mirándome únicamente, como si con esa mirada pudiera arrancarme la mano de su brazo y tirarme al suelo… Sus ojos están temblando, se siente doblegada en el piso, más pequeña que yo, más débil, más mujer… pero sus ojos son una cosa distinta: se encuentran con los míos, los de ella lagriman de rabia, los míos están secos y titilantes. “Baja la mirada”. Le digo. Pero ella sigue enfrentada a mí. “Baja la mirada, no quiero que me veas”. Ella allí, igual, desafiante. Entonces ya no puedo contenerme, levanto la mano y… Una voz… el chofer me saca de la escena: “¿Varón? Llegamos”.
Bajé del carro, recorrí la acera que lleva a la entrada y abrí una puerta marrón. No recuerdo con exactitud la cantidad de mesas. Mi memoria habla vagamente de seis o siete. En una de ellas estaba Federico, mi compañero de trabajo, hablando con una par de mujeres. Desde allá me hizo señas, con las manos en alto, para que me acercara. No era un momento para conversar; pero no podía ser descortés. Nunca lo he sido. Alzó la mano y pidió una bebida al mesonero, con la misma avisó que era mía. Siempre que lo veo, me resulta imposible no hacerlo, pienso en todo lo que se cuenta de él en la empresa, de eso que según habla de mí. Lo veo y llegan las voces de mis otros compañeros. A veces, cuando habla con alguien, me posiciono tras cualquier muro o en algún marco y lo miro, lo detallo, le defino los ojos, la boca e intento colocar en sus labios todas las palabras, todo eso que dicen. Me coloco tras un muro e intento insertar en él todas las frases: “Quién es este tipo, y este carajo quién es, quién se ha creído éste, de dónde salió este tipo, o este men, o este hijo de puta”. Vacío todo el discurso en sus labios, intento imaginarlo y aún así siento que no encajan en él. Las dos mujeres estaban sentadas y no pude conocer sus estaturas. Alguna de las dos me miraba discretamente y se sonreía cruzando las piernas. Enseguida noté que era la que Federico estaba pretendiendo. Lo llamé aparte, con la excusa de ir al baño, y se lo hice saber para que no hubiera problemas. Entonces él añadió que las dos tipas eran compañeras del trabajo y que no tenía preferencia por ninguna, que la que viniera le caía bien. Eso me calmó. Al volver, estaban cuatro bebidas en la mesa, de las cuales dos estaban por la mitad y las restantes yacían completas. Hablando de la compañía, de marcas de autos, de antiguas y presentes parejas, bebimos hasta que cerraron el lugar. “¿Y tú tienes mujer?”. Tú quieres que yo hable de Emma, que yo hable de la niña, que te hable de lo que es la casa con ellas. Antes de que yo pudiera preparar una respuesta Federico dice que no, que estoy tan solo como llegué. Me mira y hace un guiño con el ojo izquierdo. Después de allí una de las dos mujeres dijo que fuéramos a su casa, que allá tenía vino y podíamos acabar con la noche que aún parecía corta. Yo estaba seguro de que era una mala idea pero el solo hecho de volver a casa y verle la cara a Emma, de encontrármela embriagada… alguien preguntó si traje carro: dije que no. Paramos un taxi y cuando abrí la puerta creí que era el mismo que me había llevado al bar. Me sentí extrañamente angustiado y nunca miré hacia el frente, dejé que Federico se encargara de decir hacia dónde íbamos y cuánto costaba la carrera. Dejé que él hablara con el chofer. Mantuve, desde la entrada del bar hasta el sitio, la quijada rozando mi pecho.
(No sé qué fue lo que me llevó a pensar que era el mismo carro, incluso, el mismo chofer. Ojos café, no sé... normales).
Bajamos del taxi, la mujer abrió la puerta de su casa mientras Federico pagaba. Había que subir unas escaleras pequeñas, tres o cuatro escalones poco inclinados. Alcé la mirada para contemplar el lugar. Un árbol tapaba una de las dos habitaciones que podían observarse desde el frente, la otra tenía la luz encendida. Una vez que entramos a la casa, Silvia —la mujer que me cruzaba las piernas en el bar—, señaló hacia una esquina, dirigiendo mi mirada con su dedo índice hasta hacerme notar un sofá marrón de grandes cojines cuadrados. Me senté mientras ella habló algo de subir al primer piso. Encendí un cigarro y reposé mi pierna derecha sobré la izquierda. Estuve mirando los cuadros en las paredes, los helechos en las esquinas, el suelo blanco de granito. Pasaron unos pocos segundos, mientras fumaba. Nunca sabré a dónde fue Federico con la otra mujer. En aquel momento no me interesaba saberlo.
Recuerdo que se oyó una voz masculina en el primer piso. Luego escuché que alguien bajaba por las escaleras. No creí que fuera Silvia, las pisadas eran firmes y emitían sonidos secos. Eran las pisadas de alguien pesado. Pudo haber sido Federico, pero no lo fue... El hombre caminó con paso lento hasta llegar a la puerta y justo cuando se disponía a abrirla, me miró de reojo. Creo que me evidenció el humo del cigarro. La mirada del tipo se metía de lleno en la mía. (Ojos hundidos, mandíbula cuadrada, orejas grandes, desproporcionadas, sobresalen del rostro casi en ángulo recto). “Charly”, me dijo, soltando el pomo de la puerta y caminando con sigilo hacia mí. Las interrogantes se metían en ráfagas a mi cabeza, no podía ordenar los pensamientos, era como si estuviese a punto de colapsar ¿Dónde estaría la mujer con que entré a esa casa? Di una calada a mi cigarro, la última, y lo froté contra el cenicero. Le dije cualquier nombre y extendí mi mano. Sentí su palma robusta apretar la mía. Yo no olvido unos ojos, puedo no recordar rostros, nombres de calles, números de teléfonos pero ojos nunca olvido, las miradas se guardan en mi memoria. Hice toda una labor de regresión hasta dar con la identidad del hombre. Me remonté horas atrás y me encontré saliendo de una casa, alguien gritaba cosas, no recuerdo qué decía. Cerré la puerta y tomé un taxi después de caminar un poco.
— Es una bella casa ¿No?
— Sí —dije, bajando la mirada.
—Debo subir un momento —Dijo, metiendo la mano en el bolsillo de mi camisa y sacando dos cigarros de la caja. Pensé en tomarlo por el cuello y pedirle que los regresara a mi bolsillo pero no lo hice. Entonces debió notar que tuve miedo.
Le escuché subir por las escaleras y silbar no sé cuál tonada. Entonces sí recordé quién era el hombre. Ese mismo silbido fue el del taxista con que fui al bar y que nos trasladó a esa casa. Tuve un extraño presentimiento y deseé salir de aquel sitio. Corrí, tan fuerte como pude, hacia la puerta e intentando darle vueltas al pomo, sin ningún éxito, noté que estaba cerrada. Él tuvo que haberla trancado. Me hizo creer que se iba cuando en realidad me estaba encerrando en aquel lugar. Resolví empujar la puerta hasta tumbarla y justo cuando iba a hacerlo escuché un grito que venía del primer piso. Era un grito de mujer, era Silvia. Subí las escaleras y me encontré en un pasillo con dos alternativas: izquierda o derecha. No recuerdo en qué dirección fui, sólo sé que fue la acertada. Al fondo había una puerta de madera, pegué el oído en ella pero no se escuchaban más que susurros. Seguro Federico y la otra mujer ya estaban muertos o quizás todo esto fue una treta de él para matarme o para matar a Silvia por interesarse en mí, o del hombre del taxi por no sé cuál razón, no sé, no podría saberlo. Derrumbé la puerta de un golpe con el brazo, caí en el piso y choqué la frente contra el borde de una cama, enseguida la sangre comenzó a correr por mi rostro y se metía en mis ojos y ya no podía ver nada. Pasé mi mano derecha por la herida y la froté luego contra el pantalón. Emma siempre me lo había dicho: “Morirás como un estúpido”. Cerré mis ojos para intentar sacar toda la sangre y luego los abrí. Segundos antes de que quedara inconciente se abrió la puerta y vi entrar a Emma, luego a Federico y la mujer que lo acompañaba en el bar, estaban todos. No tuve tiempo de pensar mayores cosas. No podía verlos perfectamente, pero sabía que eran ellos. Le hicieron alguna seña al taxista y éste cogió mi cabeza y la pegó varias veces contra el mismo borde la cama. Sentí cómo se reventaba mi cráneo y perdí la conciencia.
Entonces fue así… parece que abriré los ojos y estaré en ningún sitio. Parece que estaré en blanco, con un trozo de madera encima y algunas flores avejentadas. Parece que estará mi huesa en cualquier hoyo, o quizás esté aún en aquella casa y el policía mirando mi cuerpo y con la mano en la quijada se estará preguntando cómo, por qué y cuándo… quién o qué… y Silvia y el taxista y quién sabe cuántos más allí, llorando. Diciendo que no saben nada, que lo último que vieron fue esto y lo otro y de repente… ¡Zas! ahí estaba yo, convulsionando y botando sangre por la boca y por los ojos. El policía: “¿Epiléptico?”. Emma: “No lo sé… creo que puede ser… digo, es sólo una opción”, el hombre uniformado hablando de la herida:
— Tiene contusiones en todo en todas partes —Se coloca el guante quirúrgico y examina el cuerpo—, pero es obvio que las del cráneo provocaron la muerte. Tiene varias, una sobre la otra, en la zona occipital.
Esa señora, con las manos en la cabeza, diciendo que lo vio todo, que un hombre o una mujer entraba en la casa y que a través de la ventana se veía la sombra levantar una y otra vez el brazo. Parece que sí, que estoy muerto, que mi nombre es cosa de recuerdos, es cuestión de pensar en el pasado y mi niña seguro es la única que está extrañándome. ¿Y ese sonido? ¿Esa melodía de tiempo entrecortado? ¿Y si aún estuviera en aquella casa, y si sólo estoy despertando de la inconciencia? Abro los ojos y estoy en mi cuarto: el ventilador del techo dando vueltas y el sol que se mete por la ventana. Estoy tocándome la piel y corroborando que siento, que estoy vivo. Me levanto de la cama, me miro al espejo y con una sonrisa celebro que existo. Estoy mirándome y se escucha la puerta del cuarto que se abre. Es Emma: en la mano izquierda trae un cigarro encendido y en la otra una botella, de no sé qué licor, por la mitad. Me mira y comienza a decir eso… dice que los perros y mis miembros en la calle, y que algún día, algún día me verá destrozado. Emma se tambalea. La niña puede estar detrás de la puerta escuchándonos. La empujo y le grito, le aguanto la mano y ella se arrodilla. Le estoy pidiendo que se calle. Se cae al suelo. Yo me pongo cualquier pantalón y agarro una camisa del closet. En mi reloj eran las nueve y algo de la noche. Salí de la casa con los demonios en la cabeza. Ella se asoma en la ventana y grita cualquier cantidad de cosas de las que sólo rescato lo que dice de la niña: eso de que la enviará con los abuelos y no volveré a verla. Grita lo que se le viene al cerebro… así es Emma. No presto mayor atención a lo que vocifera. Sigo caminando, mientras termino de abrocharme la camisa y dejo atrás todos los gritos y las cosas, todo eso que es la casa.
Recuerdo que un compañero de trabajo me había dicho días antes que en aquel bar la atención era excelente; no lo pensé demasiado. Una vez que peleé con Emma, tomé la camisa, me la puse saliendo de la casa y me dirigí hacia el sitio. Hubiese querido ir en el carro pero dejé las llaves en la mesa de noche. Buscarlas significa volver y volver significa... Caminé prolongadamente mientras esperaba por un taxi. No recuerdo la cara del tipo ni cuánto cobró por llevarme al lugar. Debería recordarlo
hola saludos muy bueno