La belleza no se dice
¿Qué hay detrás de los hombres y las mujeres que hablan tanto? ¿Qué se escucha tras el aturdimiento que producen sus voces cuando, atropelladamente, insurgen con el sólo deseo de conquistar el espacio donde se abriga el silencio? ¿Por qué asfixiar al silencio con palabras que no llevan en sí la fiebre de la pasión desbordada? ¿Qué hay detrás de las palabras que dicen, dicen y dicen y no dicen nada? John Keats, poeta romántico inglés, asegura que, detrás de toda esa escandalosa bola de voces que rueda hay un poeta que ha renunciado al conocimiento, ha hecho a un lado un pesado equipaje de erudiciones y se ha concentrado en sólo cantar. Un poeta, dice el poeta inglés, es un obsesionado por la belleza, pero la belleza no se dice, la belleza se vive en la mirada que, más bien, nos dice a nosotros. Me pregunto, ¿cómo nos mirarán los ojos de la belleza? ¿Cómo eso que reconocemos como bello nos mira desde su silencio bello? Hay tanto ruido de voces inconexas que cuesta escuchar lo que dice la mirada de lo bello.
Quizás lo verdaderamente bello no se dice, no, no es esa la idea que quiero reflejar. Quizás lo bello sólo se dice desde el silencio que supura deseos en la mirada. Quizás lo bello sólo debe quedar para ser acariciado por la voz transparente de la contemplación, sólo deba quedar para que lo bese esa delicada conjunción semántica de la luz que alumbra desde adentro. Entonces aquí entiendo que me he equivocado, que debí seguir el consejo de Armando Rojas Guardia cuando me dijo una vez: “No la expongas en tus textos a la opinión mundana que lo único que hará será desacralizarla. ¿Acaso no te causa espanto escuchar sobre ella un comentario indigno como cuando alguien escupe dentro de un templo?” No lo escuché y supongo ahora que el manoseo impune de tantas miradas y comentarios terminaron por terminarlo todo. Yo te sumé al escándalo de las voces que lo deshilachan todo.
Cuando te expuse también expuse al ruiseñor que canta en tu cuerpo. Su canto se multiplicó en todos los oídos y dejó de ser único aunque lo siga siendo. Diría Virgilio Piñera que ahora es la descripción de un canto y esta sonrisa a medias que se dibuja en mi rostro termina doliendo. A Keats también le pasó y yo lo sabía y no tuve cuidado. Cuando Keats cantaba acerca de paladear un sorbo del vino refrescado en la calidez del sexo de la amada, junto a él, otros paladearon la dulzura de su líquido matando poco a poco la posibilidad de desaparecer un día con ella en la penumbra del bosque. Él quería la oscuridad para los dos y, al decirlo, le sembró velas en las manos a todo aquel que lo leía. El sabor de su sexo flotó irresponsablemente por la boca de muchos, por la boca de tantos y se terminó escapando de sus manos.
Cuando escribí sobre el beso que perfectamente se brindan el final de tu espalda y el nacimiento de tus nalgas, expuse sus labios a cuanto labio pasó por allí. Dejó de ser mío para ser de todos y al ser de todos perdía, al mismo tiempo, la posibilidad de ser único. Entonces, como Keats, ahora quiero desaparecer lejos, desvanecerme y olvidar por completo. Alejarme de los hombres que sienten para no sentir. Alejarme del temblor que me recuerda tu vientre sometido a mi lengua y que ahora sólo agita algunas hojas de un árbol triste. Alejarme de la belleza por cuanto no pude conservar sus ojos brillantes. Al igual que a Keats, sólo me queda volar lejos hacia ti, pero no en la carroza de Baco y sus leopardos, sino en las alas invisibles de la poesía que nunca debí desnudar al albedrío de las voces que giran como bola de ruidos sobre los espacios simples del silencio.