EL RETORNO.
-¡ Pedro Marilicán!- gritó el gendarme desde el portón de salida de la cárcel de Coyhaique. Me levanté apresurado de mi improvisado puesto en el patio y al trote, esquivando a mis impasibles compañeros, me dirigí hacia el enorme vano abierto.
-Tienes visita- me dijo sin mirarme e indicando hacia un segundo patio más pequeño que se usaba para este menester. Corrí con los nervios encendidos hasta mi esposa que sostenía a mi pequeña hija en sus brazos. Nos abrazamos durante un largo rato, absorbí su olor, su frescura, sentí sus delicadas formas y todavía no terminaba de besar a mi pequeña cuando me empezó a recitar frases que seguramente estaba reteniendo hacía rato:
-El abogado dice que está todo listo y presentado, pero que el Juez no ha visto aún la causa y se esperan noticias para el Jueves. La señora que iba manejando el otro vehículo reconoció su error y la muerte de su acompañante quedará como accidental. A ti te restituirán tus derechos y te devolverán los documentos una vez declarado el sobreseimiento. Con tu taxi aún no pasa nada, el seguro no pagará nada mientras no quedes libre de responsabilidades.-
Respiró y dio una sonora carcajada de alegría. Al fin buenas noticias después de tres largos meses de reclusión. Me quedaban tres días más y saldría a enfrentar la vida con lo que me quedaba. No era un futuro muy halagüeño pero la cercanía de la libertad me hizo sollozar de felicidad. Sin dejar de abrazarnos cantamos en voz baja, nos dijimos algunas insensateces, hablamos de todo y el tiempo se nos pasó volando. Por primera vez nos despedimos con calma, aunque el llanto de la pequeña se hizo presente de todas formas.
Me dirigí a mi celda pausadamente. Ignoré la habitual actividad de intercambio de cigarrillos por pequeñeces varias que se sucedían antes de cerrar las rejas de las celdas. Me tiré sobre mi camastro y me puse a pensar con intensidad.
-Así que buenas noticias- era Don Gino Bonetti el que me hablaba, lo cual me sorprendió por que era habitualmente parco y taciturno. Había sido socio de una empresa inculpada en estafa al Fisco.
-Si, salgo en tres días- le respondí.
Lo observé mientras mordía su cigarrillo, porque había determinación en sus gestos. La experiencia le había significado cinco meses en la cárcel y su vida estaba arruinada. El resentimiento era su guía ahora. Acababan de comunicarle que su participación en el delito que le imputaban era mínima y que el sobreseimiento llegaría pronto. Su esposa lo había abandonado y su hermosa casa de Santiago estaba embargada puesto que se las habían ingeniado para ponerla en el inventario de la empresa. Saldría con lo puesto y una furia helada e implacable.
-Si tienes algún problema comunícate conmigo- me dijo extendiéndome una elegante tarjeta.
Pasaron tres días y lo vi irse. Fue recibido por un ex empleado que le era inusitadamente fiel y su única visita durante esos meses. Delgado, un poco encorvado, rostro enjuto y ojos ansiosos que contrastaba con la apostura de Don Gino que siempre vestía ambos impecables, borsalino y gafas oscuras que sumados a su estatura de modelo, contextura atlética y abundante pelo rubio se transformaba en el centro de cualquier estancia.
-¿Tenemos vehículo aún, Rodrigo?- Le preguntó a su lugarteniente.
-No, Don Gino. Se lo llevaron también.
-Ajá, Caminemos entonces.- Y escuché enseguida el ruido del portón.
Diez días después llegué a mi casa. Mi alegría duró hasta inmediatamente después de los saludos de los míos. Había sólo deudas y el hambre empezaba a asomarse. Eché de menos la mesa de centro y una cómoda. No quise preguntar, obviamente estaban empeñadas. Mi círculo de amistades era tan poco pudiente como yo y no me podrían ayudar en demasía. Marqué, entonces, el número que aparecía en la tarjeta de Don Gino.
Me presenté con mi mejor traje a la oficina de Gino Bonetti en la céntrica calle Condell a las ocho de la mañana. Una hermosa secretaria me hizo pasar a un aposento no menos elegante. Citófono, computador y varios diplomas colgados en el muro hablaban de una prosperidad exageradamente rápida. No tenía agallas para hacer preguntas así que presté oídos a las instrucciones que ya venían:
-Pedro, hombre, te estaba esperando, vámonos inmediatamente.
Nos encaminamos al Banco La Unión por la misma calle Condell. Tenía ya una cita con el agente y no nos hicieron esperar para atendernos. Sin tener idea de lo que sucedería, con una sonrisa y caminando un paso detrás de él lo seguí a la mesa de atención del agente.
-Don Gino, dígame qué se le ofrece, de un tiempo a esta parte habíamos dejado de verlo- le dijo un afable, cincuentón y calvo funcionario, y tecleó en su computador los datos de Gino Bonetti._-Soy todo oídos.- concluyó.
-Necesito un préstamo...significativo- inició Don Gino.
Continuó explicando que quería formar una empresa constructora y requería trescientos millones de pesos(aprx. 550.000 dl.). El funcionario revisó los papeles que le traía, tecleó nuevamente su computador, llamó por su citófono, se quedó pensativo un momento y dijo finalmente:
-Los avales y antecedentes están bien, pero los bienes no son suficientes, es necesario que nos garantice valores por el monto del préstamo, Don Gino. ¿Los tiene?.
-Sí, los tengo, y consisten en maquinarias como retroexcavadoras, cargadores y camiones tolva actualmente en funcionamiento.
El agente masticó escudriñándonos torvamente y fijó una hora, ese mismo día, para una visita de un inspector bancario que comprobaría la existencia de los valores. Noté que la amabilidad inicial se había endurecido un poco. A las once de la mañana estaría en la oficina el dichoso inspector.
Salimos del Banco para dirigirnos, unas pocas cuadras más allá, inopinadamente a una compraventa de automóviles. Don Gino, en silencio y con su ya acostumbrado aire resuelto, caminaba deglutiendo ideas. Yo no podía aún articular palabra que valiera la pena. Ingresamos al negocio, amplio, luminoso, de limpieza clínica donde nos esperaba una mujer que no parecía real. Vendedora sagaz, nos catalogó en un segundo, e hizo uso de su belleza y perfumada voz para decirnos que tenía listo el vehículo solicitado por teléfono.
-Es una camioneta Nissan, de 2600 cc. , dirección hidráulica, aire acondicionado,doble tracción, doble cabina, radio Sony y GPS incorporado a tablero comunicador. Color lavanda con vivos azules, Winche de 30 mts., estanque auxiliar y dos neumáticos de repuesto, tiene combustión a gas y bencina compatibles.- Se detuvo para respirar y terminó con un “ Son dieciocho millones de pesos al contado”.
-Me parece excelente, pero me gustaría probar esta maravilla un rato. - Dijo sonriente mi patrón, haciendo ensombrecer el pintado rostro de nuestra anfitriona. Sin embargo, con una media sonrisa nos dijo:
-Por supuesto, y por ser a Ud. Don Gino, la puede sacar unos momentos.
Me hizo una seña con la ceja y procedí a sacar el milagro ingenieril hacia la calle. Una vez arriba, en contra de lo que esperaba Don Gino me ordenó ir a la oficina.
-Son casi las once, me aclaró.
En la oficina ya nos esperaba un rollizo inspector. Patillas canosas, ojos pequeños y vivaces, una sonrisa burlona que parecía dibujada en su cara, parka de calidad y calzado todo terreno que con una misteriosa carpeta bajo el brazo conformaban una alegoría a la seguridad bancaria.
-Soy Lisandro Barría, inspector clase uno. Linda camioneta- dijo al subirse.
-¿Cree Usted.?- dijo Don Gino y enseguida me indicó una dirección en el Barrio Seco, hacia el Oriente de Coyhaique.
Sin traslucir mi preocupación por la devolución de la camioneta, enfilé hacia las supuestas maquinarias a las que llegamos en pocos minutos.
No me sorprendió ver a Rodrigo, su fiel acompañante que salió desde un cerco de lata que rodeaba un sitio inmenso y se acercó al vehículo:
-Las maquinarias no están aquí, Don Gino, se fueron ayer en la tarde hacia Mañihuales para participar en la pavimentación de la carretera. Las arrendó la empresa Marín y Cía. Aquí están las facturas- dijo rápidamente y alargó unos documentos. Don Gino los recibió con ceño adusto y se los pasó al inspector Lisandro que a su vez dijo con su eterna sonrisa:
-Pues, vamos a verlas a Mañihuales-
Ante mi sorpresa, Don Gino me hizo un gesto firme con la mano extendida indicando hacia el norte. Verifiqué el indicador de combustible y haciendo esfuerzos para no mostrar mi temor creciente, conduje hacia la salida de la ciudad. Mi patrón no daba muestras de desesperación y el inspector se acomodó para el viaje que duraría una hora.
Mientras manejaba, pensé que no me gustaría ser sorprendido, recién salido de la cárcel, en una camioneta robada y acompañado de otro excarcelado. El paisaje de los campos recién segados, los ríos clarísimos y el enorme macizo del cerro Mano Negra que en otra oportunidad yo apreciaría, en este momento no me importaban mayormente. El crujido de los amortiguadores y los saltos por el camino ripiado terminaron pronto, porque llegamos antes de lo previsto a un pequeño campo en las afueras del pueblo. Apareció entonces, desde el interior de una casa rústica un individuo de boina que me pareció vagamente conocido , se instaló bajo la tranquera y dijo de sopetón:
-Las maquinarias se han ido al Río Viviana, a la segunda etapa de la obra y no vuelven hasta dos meses más, Don Gino.
Apreté con fuerza el manubrio de la camioneta al escuchar la frase del inspector Lisandro:
-Bueno, vamos a ver esas máquinas al Río Viviana.-
-Perfecto, continuemos hasta que las encontremos, es Ud. muy amable, inspector.- dijo sin inmutarse Gino Bonetti, y enseguida agregó:
-Pero antes, almorcemos, ya es hora. Aquí cerca está el restaurante de la Tía María.
No me imaginaba la salida del problema. Lo más probable era que no existieran tales máquinas y Lisandro Barría solamente esperaba que se lo confesáramos. Si llegaba a suceder de esa manera, la imagen del retorno a la cárcel me aterrorizaba. Así meditaba mientras nos preparaban una cazuela muy campesina y nos daban un aperitivo de enguindado de un año. La tía María era ampliamente conocida en el rubro y ella personalmente dirigía la cocina por su aprecio a Gino.
En tanto que yo apenas probaba la gruesa presa de vacuno y mordisqueaba sin ganas la papa y el choclo, mi patrón y el inspector devoraban sus platos y libaban con un blanquillo de buena calidad conversando de pesca y mujeres. A la hora del postre, empezaron a aparecer lapsos tensos en la conversación, y cuando se presentó la postrera agüita de hierbas, Don Gino se paró de la mesa y se paseó por toda la estancia mientras el Inspector revolvía tranquilamente su humeante brebaje. Gino lo miraba en cada vuelta, se detenía como para decir algo y reanudaba su impaciente paseo. El Inspector solamente miraba su taza sin abandonar su sonrisa. De pronto se detuvo frente al inspector, se inclinó hasta tener su cara a la misma altura, endureció su rostro y golpeando fuertemente una mano sobre la otra le dijo al mismo tiempo:
-Bueno, Sr. Inspector. ¡CUÁNTO!
Lisandro Barría sonrió aún más, dejó su taza sobre la mesa, con calma se limpió la boca y empezó a reírse en un tono bajo que fue creciendo hasta transformarse en carcajadas satánicas que resonaban en el recinto preocupando a los demás comensales. Tranquilizó paulatinamente sus risotadas hasta quedar totalmente serio y miró ferozmente a Gino diciéndole con voz aguardentosa:
-Quince millones.
Gino Bonetti dio un suspiro de alivio y dijo alegremente:
-Trato hecho. ¿Cuándo recibiré el préstamo?
-El Próximo Jueves a más tardar. Pero antes debemos firmar todos estos documentos. Contestó con su calma de siempre el inspector Lisandro abriendo su carpeta.
-Sus quince estarán el mismo día.- agregó Gino excitado.
-Yo le diré cuándo y cómo.- Concluyó el inspector
Volvimos inmediatamente a Coyhaique. Hicimos el camino lentamente recreándonos con los salmones que saltan al atardecer, los ñires que enrojecen el paisaje y los cisnes que se guardan a la orilla de los ríos. Ya eran grandes amigos y no tocaban el tema del préstamo.
Pasamos al local de compraventas de vehículos en el que nos aguardaba una ojerosa vendedora y dos policías de civil. Gino entró con prestancia, anunció su deseo de adquirir inmediatamente la camioneta y les entregó un cheque con fecha para el próximo jueves. Acto seguido exigió mi presencia para el otro día temprano porque había mucho que hacer.