Ángel
Desperté de la nada, un poco aturdida y desorientada. Intentaba enfocar mi vista para que la iluminación repentina dejara de cegarme y poder adaptarme al nuevo cambio visual. Pero no hubo nunca un cambio. La habitación se encontraba completamente en blanco; las paredes, cortinas, incluso las sábanas que decoraban el único lecho del aposento. Curioso. Podía reconocer inmediatamente aquél lugar como la habitación de mis padres, pero a su vez no era. Como si de la noche a la mañana hubiese sufrido una plena metamorfosis. Además de eso, no recordaba haberme dormido allí. Estaba completamente sola, atrapada e inmersa en aquella ola de blancura. Estaba sola, excepto por una niña que me veía al fondo de la habitación. Como si alguien la hubiese pellizcado, comenzó a llorar y ocultó su rostro detrás de sus diminutas y delicadas manos. Había un aura angelical en la pequeña criatura, que no me hizo dudar que realmente proviniera de los cielos y seguro se hallaba perdida. ¿Qué podría estar haciendo en aquella habitación, que no era su habitación, ni la habitación de sus padres, porque ya no era igual?
—¿Por qué lloras, pequeña?
Me atreví a dirigirle la palabra, porque no aguantaba un rato más verla tan afligida.
—Sólo estoy triste —comentó jadeante con una voz aguda, que me hacía pensar que rondaba por los seis años, o menos.
—¡Oye! No lo estés… ¿Por qué?
No dijo absolutamente nada y, en cambio, comenzó a llorar nuevamente. Desesperada, no sabía qué hacer para poder calmar la cascada que emanaban sus ojos.
—¿Quieres que haga algo para ti? —pregunté, esperando captar su atención. Dejó de gimotear y me observó con sus ojitos, asintiendo—. ¿Qué quieres que haga?
—Canta para mí.
Le pregunté qué canción sería de su preferencia, pero sólo se encogió de hombros. Me quedé un rato, sentada en la cama, pensante. Y de la nada los versos de una canción que me llenaban de alegría cruzaron mi mente. Sin pensarlo, las palabras comenzaron a salir de mí, entonadas con mi voz soprano para complacer al pequeño ángel frente a mí.
—Creo ver la lluvia caer. En mi ventana te veo, pero no está lloviendo. No es más que un reflejo de mi pensamiento, hoy te echo de menos… —no tenía idea del porqué aquella canción de Alex Ubago había invadido mis pensamientos, pero yo simplemente había cerrado los ojos y dejé que la canción tomara dominio de mi—. Yo sólo quiero hacerte saber, amiga, estés donde estés que si te falta el aliento yo te lo daré. Y si te sientes sola, háblame que te estaré escuchando, aunque no te pueda ver…
Iba a continuar con la canción, pero me vi interrumpida por un peso repentino. Abrí los ojos para darme cuenta que la pequeña niña me abrazaba con toda las fuerzas del mundo. Aquello me trasmitió demasiados sentimientos que no supe cómo expresar: alegría, nostalgia, no sabía qué sentir. No sabía de qué se trataba ni quien era ella, pero me sentí plena al escuchar su “gracias” en susurro antes de despertarme, esta vez de verdad.
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Nunca olvidaré el sueño de ese día, el cual me había impactado demasiado que, inmediatamente al despertar, había corrido en busca de mi madre para darle todos los detalles y preguntarle qué podría significar. Estaba confundida, no entendía absolutamente nada. No quería olvidar ese sueño, pero tampoco sabía si darle tanta importancia.
Transcurrieron quizá dos días después de lo sucedido cuando mi madre me despertó con una terrible noticia: mi abuela había fallecido. Inmediatamente tuve que cambiarme mis pijamas y armas un bolso, porque debíamos viajar para su velorio y entierro. Unas 6 horas, más o menos, hasta llegar a ella y darle su último adiós.
Al llegar al lugar noté algunas personas que nunca había visto, conocí familiares que no sabía que tenía, hasta que por fin me pude encontrar con las personas habituales a mi entorno familiar. Al fondo estaba ella, dentro de su ataúd, a quién nunca me atrevía ver por última vez. Sorprendentemente, desde esa mañana no había derramado ni una lagrima, no porque no me afectara, pero cada quien conlleva su luto de su manera. En eso, una de mis tías, cuyo rostro estaba rojo de tanto llorar se acercó a nosotros y nos abrazó, compartiendo nuestro dolor. Habló poco con mis padres, no hacía falta decir mucho para saber cómo se sentía, cómo nos sentíamos todos. Finalmente me vió y me dijo:
—¡Cómo te llamó tu abuela! —ladeé la cabeza confundida—. El sábado, no dejaba de repetir tu nombre. Quería que estuvieras allí con ella. Cómo le gustaba tu voz. ¡Ay! Ojalá hubieses estado. ¡Cómo te llamó!
Fue en ese momento cuando rompí en llanto y toda la dureza que había demostrado se desplomó por completo. Respiré hondo, tratando de controlarlo, pero las lágrimas brotaban sin permiso. Porque en ese momento, sólo pude recordar lo real que se sintió el abrazo, del ángel con que soñé dos días después de que mi abuela llamara por mí. Y a partir de allí lo supe: los ángeles existen, los buenos, son siempre aquellos familiares que partieron y ahora velan por nosotros. Y me sentí completa y con menos culpabilidad. Porque, después de todo, sí le di mi último adiós. Y desde entonces la estaría escuchando, aunque ya no la pudiese ver.
¡Wow! De nuevo las emociones te conectan con el relato, @reveur @engranaje @cervantes @provenezuela @cooperacion
Realmente gracias por el apoyo porque a veces se pasan cosas por alto.
Tú también me has apoyado, esto es así.
Esa es la idea, para así crecer como comunidad.
Hermoso, desde la sabiduría de una niña, los lazos del amor son eternos
que belleza ese sentimiento que describes, me hiciste llorar y recordar el amor de abuela, recordé la ultima vez que hable con mi abuela y todo lo que me hace falta.