Uno más
Debía encontrarse rondando los 45 años. Vestía una camisa negra y un bluyín, que aunque alguna vez pudo haber sido de un azul vivo, hoy se encontraba raído y sin color alguno. Una cicatriz larga recorría gran parte de su mejilla derecha y unos pocos cabellos negros enmarcaban sus ojeras profundas. Permanecía estático en la silla con los brazos caídos a los lados y sus labios en una línea recta perfecta. Hablaba lentamente, arrastrando las palabras y sin inmutarse.
—Lo maté porque ya me tenía arrecho. Siempre fue un bobo, y en el barrio, o matas o te matan.
Las cárceles en Venezuela son una arista que no escapa de la crisis actual. En todo el país apenas se cuenta con 33 centros penitenciarios y con capacidad para albergar –en total– a 19 mil reclusos; para el año 2015, según el Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP) ya se habían rozado los 49 mil 664 privados de libertad.
Hoy, Fabio Mota, era uno de ellos.
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Es una tarde calurosa y Fabio lo sabe. La parte trasera de su cuello expide un sudor molesto y para nada lo ayudan las llamaradas de la cocina, encargadas de ablandar unos frijoles negros. Toda la casa se encuentra sumida en un vapor blancuzco característico de los días calientes: el techo de zinc se calienta por la exposición constante al sol y se hace insoportable la estadía en el lugar.
Pronto llegará su hijo, Israel, arrastrando los pies y cansado del trabajo, sin dirigir una palabra y yendo directo a la cocina. Nadie le advirtió que la vida no era fácil pero que habían alternativas, que no todo era la droga o cargar bloques, cemento y batir mezclas, que podría ser mejor si estudiaba, que pensar no daba dinero, pero que era mucho más satisfactorio; nadie le contó sobre soñar, sobre creer ni sobre pensar. Tampoco, nadie le advirtió que no fuera a su propia casa porque allí iba a morir.
Cinco en punto: ya están listas las caraotas. Fabio se sienta en la mesa y ve llegar a Israel cabizbajo, sirviéndose en un plato hondo y sentándose a su lado, probando bocado antes que él tenga la oportunidad de decir algo.
Y es la gota que derrama un vaso que no se sabía lleno.
Y sucede lo típico: Tú nunca has servido para nada y eres un aprovechado. No has sido un buen padre. Sabes que no eres mi hijo. Mantenido y Drogadicto.
Se hieren sensibilidades estando rodeados de peligros.
Y sucede lo atípico: Fabio toma el cuchillo más cercano, aún sucio de los aliños que había cortado temprano y no duda en pasarlo de extremo a extremo sobre el cuello sudado de Israel. La sangre sale a borbotones y uno aún está asimilando lo que acaba de suceder.
Fuente
Hace miles de años, Esaú perdió su primogenitura y hoy, Israel pierde la vida. Por un plato de frijoles.
El primero, narra la Biblia, fue robado por su hermano. El segundo, anuncian los periódicos, fue asesinado por su papá.
Y murió, sin soñar, ni creer, ni pensar.
Como un trabajo encomendado que ya ha sido terminado, Fabio coloca el cuchillo sobre la encimera y se limpia las manos con su mismo pantalón. Ve como la vida abandona los ojos de su hijo y el concreto se tiñe con una gran mancha oscura. Sale de la cocina arrastrando los pies decidido a descansar, en el camino se encuentra a su otro hijo.
—Voy a dormir mientras llega la policía; es que acabo de matar a Israel.
Alexmar Uzcátegui, enero de 2018.
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Tan descarnado como la pobreza, la ausencia de esperanza, la infelicidad por decreto. Y sólo es uno más.
Así es, cada día nos hacemos un poco más insensibles ante la desgracia y sufrimiento ajeno.
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Me gustó ese relato. Es de género fronterizo.
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