El canto de una puta (Segunda parte)
VII
Cuando los Nacionalistas cerraron la universidad y atacaron Daresh, temí por la vida de mi hijo. Es fundamental saber cuándo debes romper una promesa y sabía que no había tiempos para pensar en lo dicho a mi abuela: él tenía que estar conmigo.
Sólo habían dos orfanatos en la región y la búsqueda debía ser lo más rápida posible. Me embarqué en un viaje al Sur, casi escapando de mi tío Charbel y superando distintos obstáculos. En esa época, todos estábamos muy polarizados: si eras cristiano, no podías viajar con los musulmanes y viceversa. Para obtener beneficios de ambos grupos, cargaba con mi crucifijo y un hiyab.
Llegué al primer orfanato y todo estaba intacto: aún no había sido atacado. Pero sólo cargaban con las hembras. El día anterior, habían atacado el orfanato de los niños.
Ellos mismos me llevaron y al llegar, no pude pasar por alto el humo subiendo a las nubes, elevándose como una ofrenda ante Dios. No había nadie y las edificaciones se encontraban en ruinas.
Los Nacionalistas me dejaron sin hijo.
VIII
—Dices estar contra nuestro enemigo pero eso no te hace nuestra amiga. ¿Por qué Chamseddine confiaría en ti?
—El padre de mi hijo era un refugiado en Deressa. Mi hijo fue tragado por la tierra. No tengo nada más que perder y mi odio hacia los Nacionalistas es grande.
—Eso no es lo que escribías en el periódico de Charbel.
—Mi tío Charbel creía buscar la paz mediante las palabras y los libros; creí en eso. Pero la vida me enseñó otra cosa.
—¿Qué quieres hacer ahora?
—Enseñarle al enemigo lo que la vida me enseñó.
Sin saber que se equivocada y que mucho le quedaba por aprender de la vida, Nawal cerró el trato en un edificio tocado también por la guerra, a oscuras y sin ver por completo el rostro de su nuevo aliado.
Fichará al líder de los cristianos, su odio crecerá cada día y cuando la señal sea recibida, lo matará. Irá a prisión por eso. Será el peor error de su vida y no lo sabrá hasta el último minuto de ella.
Llega con su maletín y es invitada a salir por los guardias. Los rechaza. Ve la hora. “Siempre” lleva m, le dice a su pupilo, el hijo del líder de los cristianos. Se quita con cautela los zapatos y toma el maletín: su actuación está por comenzar.
Sale de la habitación, baja las escaleras, se percata que nadie la siga, camina por un pasillo, acelera su paso y saca el arma del maletín. Todo con cautela. Se detiene en el patio, frente al hombre que le ha quitado tanto; dispara dos veces y le enseña lo que la vida le enseñó.
IX
Comencé a cantar casi por inercia, sólo para darme cuenta que bajaba el volumen del quejido producido en la habitación contigua. Cantar me ayudaba a callar mis propios miedos, me hacía pensar en mi promesa. Cantar me ayudaba a sentirme cerca de mi hijo.
Al poco tiempo, me sacaron de la habitación y volvieron a colocar la bolsa blanca en mi cabeza. Mientras dos hombres me tomaban por los hombros y me dirigían hacia el lugar que había sido preparado para mí, mi canto comenzó a elevarse y sonar aún más fuerte.
Me sentaron en medio de la habitación con la cara destapada, al mismo tiempo que un hombre –fuerte, alto, con el pelo casi completamente rapado– me observaba desde todos los ángulos, como preparando por donde comenzar.
Ni imaginaba lo que venía.
Al rato, sólo me dejo tirada en el suelo, con unos pantalones que debía subir y un mensaje claro: Canta ahora.
X
—...Número 72. Fue ella quien asesinó al jefe de la liga cristiana y se lo hicieron pagar bien caro. Le hicieron de todo para que confesara. Al final, ella seguía de pie y los miraba; nunca vi algo como eso. Nunca rezó: era inflexible. —Después de un suspiro largo, continua—: La enviaron a Abu Tarek.
Jeanne sacude su cabeza, nunca había escuchado el nombre.
—¿Quién?
—Abu Tarek... ¿Sabe qué? A veces es mejor quizás no saberlo todo
—Quiero saber de todas formas. Continúe.
—Abu Tarek... Era un especialista en tortura. La violó muchas veces, para acabar con ella antes de que saliera y que dejara de cantar. Obligatoriamente, cayó embarazada.
XI
Fue inútil: el embarazo seguiría a pesar de los múltiples golpes que se propinaría Nawal.
Nueve meses después, las esposas que la sujetan son abiertas. No en señal de libertad, sino para que pueda aferrarse mejor de la camilla al momento de dar a luz en prisión. El cabello que le habían cortado al llegar a la prisión, ya había crecido y Nawal parecía volver a ser la misma de hace tanto tiempo, cuando fue madre por primera vez.
Tiene la cara sudada, el crucifijo en su cuello y los ojos que se niegan a ver al bebé que llora. Su bebé.
Son gemelos. Los llamaría Jeanne y Simon.
XII
Tres puntos aparecen ante su vista.
Tres puntos en el talón que sólo pueden significar una cosa.
Definitivamente, ya no es el mismo cuerpo chiquito, rosado y llorón. Ahora es un hombre y lo desconoce.
Con suma cautela y como descuidando de su propia vista, Nawal comienza a salir del agua. A medida que se acerca a la escalera, sus movimientos intentan ser más rápidos y desesperados. Después de tantos años, va a poder cumplir su promesa. En el fondo, siente un pequeño alivio por saber que no fue víctima de la guerra civil libanesa y no se arrepiente ni un segundo de haber matado por él. Cada uno de sus pasos, la llevan más cerca de su hijo, quien está rodeado de otros hombres y organizados en un círculo, conversan sin parar.
Se detiene justo detrás de los tres puntos en el talón y constantemente, corrobora que la marca siga allí y no sólo sea una mala jugada de su cabeza.
Pasan algunos segundos y se percatan de su presencia: ¿Podemos ayudarla, señora?, pregunta el hombre dispuesto frente a quien lleva la marca de los puntos. Su plan fue interrumpido y su hijo voltea antes de que ella esté preparada.
La observa.
Él no la reconoce.
Ella sí.
¿Cómo olvidarlo?
Es Abu Tarek.
Alexmar Uzcátegui, enero de 2018.