Familia y sangre | Relato |
Familia y sangre
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Agustín abrió la puerta del local y, tal como le habían informado, él estaba sentado en una de las mesas, la más alejada a la entrada. Ambos se observaron mutuamente por un instante y comenzó a caminar hasta su mesa. Jon hizo un ademán con los labios señalando la silla, invitándolo a sentarse. Agustín pensó en estrecharle la mano, pero abandonó aquella idea rápidamente.
—Barbosa —le saludó Jon, un hombre joven, entre sus 30 años, de rasgos asiáticos, muy gesticulador con una mirada siempre alerta.
—Lee —respondió Agustín, un hombre de tez pálida, del doble de la edad que Jon, con un rostro arrugado y mirada ojerosa, quien además, en otro tiempo, había adoptado el papel de tutor del joven —. No pareces sorprendido de verme.
—No lo estoy —afirmó él.
La camarera intervino en la plática de los dos para dejar dos tasas de café y se marchó. Agustín, con un rostro inexpresivo, observó la humareda proveniente de una de las oscuras bebidas y aspiró el aroma.
—Entonces sabías que vendríamos —comentó Agustín mientras apuntaba la pequeña pistola, que tenía en su mano izquierda, hacia el vientre del que alguna vez fue su compañero.
—Sabía que enviarían a alguien a por mí, sí. Todavía tengo un par de amigos en la organización —repuso Jon —. Pero no sabía que serías tú, viejo amigo —aseguró, sonriendo —. Aunque debo admitir que lo supuse —concluyó, al tiempo que enseñaba a Agustín el cañón del arma que sostenía, oculta bajo el sombrero, por sobre la mesa.
—¿En serio quieres que termine así, hijo? —preguntó y tomó un sorbo de café —. Sabías que tus acciones te condenarían. No podrás escapar de la organización. Ni siquiera podrás escapar de mí —afirmó mientras se pasaba los dedos por la sien para aliviar la jaqueca que comenzaba a agobiarle.
Agustín miró a Jon directamente a los ojos, como intentando escarbar en la mirada del que en otrora fue su pupilo. En una milésima de segundo vio otra vez al escuálido niño de la calle que intentó robarle el reloj, vio al adolescente que creció superando todas sus expectativas, «siempre el más ágil, el más fuerte y el más inteligente» y se sintió orgullo de ello. Finalmente vio al hombre que se manchó las manos con la sangre de su familia, la organización, y huyó sin más. No importaba que tan bueno fuera, o cuánto lo quisiera, eso había sido algo imperdonable «¿o no?» se lo cuestionó por un momento.
—Jon —dijo, ahora frunciendo el ceño —, te lo pido, desiste de esta locura y vuelve a casa. Desde arriba me han dado la orden de matarte, pero sé que podré conseguir que te indulten; me escucharán, me lo deben —expresó y estiró su mano hacia él. «Acepta, hijo. No me obligues a hacer esto» pensó. Jon le apartó con un manotazo.
—¿Cuál fue una de las primeras cosas que me enseñaste, Agustín Barbosa? —preguntó el joven —. Te lo recordaré: me dijiste que no temiera a la muerte porque, aunque nadie puede evitarla, los que la aceptamos vivimos una vida más provechosa, sin miedo, porque sabemos que lo hermoso de la vida está en que es fugaz —tomó un trago de café y le devolvió una mirada fría a su mentor.
—Bien —dijo Agustín al tiempo que pensó «si esa es tu decisión, que así sea» —. Jon Lee, asesinaste a sangre fría a uno de tus hermanos de la organización, ahora, como lo reclaman las antiguas leyes, esta exige tu vida como sentencia. ¿Hay algo que quieras decir antes de morir?
—Ese perro no era mi hermano —respondió, sin un atisbo de inseguridad o miedo —. Él mató a mi verdadera familia. Desearía que su sufrimiento no hubiese acabado tan pronto.
El comentario sonó como una blasfemia a los oídos de Agustín, sin embargo intentó ignorarla. La adrenalina comenzó a invadir su cuerpo, estaba decidido, Jon faltó para con la organización, ya no había nada que hacer, solo jalar el gatillo.
Sonó un disparo y el pequeño local se llenó de ruido; ipso facto se escuchó otro, el resto de comensales en el lugar comenzó a huir; luego dos más y el suelo y la mesa empezaban a teñirse de rojo.
XXX
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