El barbero

   

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    Al principio él no quería ser barbero. Su padre le había obligado: «es un negocio familiar» le dijo aquella vez que le enseñó cómo debía cortar. Aún recordaba lo que decía siempre: «Pon firme la mano con la que sostienes la hojilla y tendrás un corte preciso, al ras». Al final resultó que era excelente en este negocio familiar.

    —Era muy bueno para el trabajo. Gracias a mi perfecta técnica y rapidez para cortar, cada noche mi padre me conseguía más clientes —afirmó —. Si el cortaba a 20 personas por semana yo cortaba a 40 —aseguró, orgulloso de su labor y lo que había logrado —. Así que, como podrás imaginarte, el negocio se hizo más prospero llegó más dinero y empezamos a vivir realmente bien.

    «Era el orgullo de mi familia —recordó —. Como decía papá: nunca una barbería en el mundo había visto tal bonanza, y la sonrisa de mamá cada vez que llevábamos el pan a la mesa valía cada minuto de esfuerzo»

    Mientras parloteaba afilaba las hoja de la navaja «un buen trabajo siempre resulta mejor si quien lo realiza se entiende con sus instrumentos», esa era otra lección paternal, así que él siempre se tomaba su tiempo para pulir las herramientas que utilizaba casi a diario.

    —¿Sabes que pasó después? —le dijo al pálido chico pelirrojo que lo escuchaba atentamente en la silla de clientes —. Pues, mi padre murió. Le dio un infarto y falleció ipso facto; ahí todo empezó a irse al carajo —gruñó y dio un golpe leve pero estruendoso a la mesa.

    »Mi madre no soportó perder a mi padre, nunca volvió a ser la misma y falleció dos años después, enferma tanto en cuerpo como en mente. JAJA, yo hablando de enfermos —comentó con una carcajada amarga —, qué cosa tan... irónica.

    »El hecho es que, por un tiempo, traté de hacer las cosas bien, lo que dirían ustedes "normal", aunque para mí la normalidad es esto. Pero estoy solo y el dinero está terminándose, de algo tengo que vivir. Así que decidí reabrir la barbería. Si papá se hubiese enterado alguna vez de que la cerré me habría dado una paliza.

    Mientras se disponía a trabajar y se amarraba los cordones de la bata observó al muchacho, era evidente el miedo en sus ojos.

    —¿Qué edad tienes, chico? —no sabía por qué había preguntado eso, era obvio que no podría responderle con la mordaza en la boca.

    Se acercó a la silla de clientes y el joven comenzó a retorcerse tratando de liberarse de las esposas, aunque solo conseguía magullarse los tobillos y muñecas «este lo que no tiene de inteligente le sobra de cobarde».

    —Escúchame, niño. Bamboleándote de acá para allá no te librarás de nada. Yo te aconsejaría que no gastes energías. Será más rápido para ti y para mí... o tendré que partirte las piernas y brazos con un martillo —aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.

    »¿Por qué tanto miedo? ¿Es que nunca te han hecho un corte en una barbería? Mira, si te estás quieto prometo que todo terminará pronto. Pero si te mueves mucho podrías hacer que me equivoque y créeme que el resultado no te gustará.

    Lo siguiente que hizo fue amarrar la cabeza del pelirrojo con unas correas a la silla—«si no ves será mejor para ti» —, e inmediatamente le hizo un corte sobre el área abdominal. Un segundo después escuchó un grito ahogado de la boca del chico.

    —Pongo firme la mano con la que sostengo la hojilla, padre —susurró... y la sangre comenzó a brotar a borbotones. Metió las manos y las sacó de nuevo. De entre ellas emergió una masa goteante de sangre —. Es un buen hígado. Serán unos 90000 verdes fácilmente —murmuró y lo acomodó cuidadosamente en una hielera antes de continuar.

   

XXX

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