Era una tarde soleada y tranquila en el pequeño pueblo, donde la única tienda de mascotas servía como un lugar de encuentros mágicos entre niños emocionados y animales adorables.

El dueño del lugar, el señor Ramírez, siempre disfrutaba viendo cómo las familias se llevaban a casa una nueva mascota, ya fuera un cachorro travieso o un pez dorado que brillaba bajo la luz del acuario.

Justo cuando estaba acomodando un estante lleno de jaulas, una pequeña niña de unos ocho años entró a la tienda. Tenía dos coletas perfectamente atadas con lazos rosados y un vestido amarillo que parecía brillar con la luz del sol. Su sonrisa era tan dulce que parecía derretir incluso al más gruñón de los clientes.

—¡Hola, señor! —saludó la niña mientras se acercaba al mostrador con pasos pequeños pero decididos—. ¡Hoy quiero comprar un conejo!

El señor Ramírez, encantado por la energía de la niña, se inclinó hacia el mostrador y comenzó a mostrarle los conejos disponibles.
—Claro que sí, pequeña. Tenemos muchos. Mira este —dijo mientras señalaba un conejo gris de orejas largas que parecía sacado de un cuento de hadas—. Es gris, con ojitos tristes y orejas tan largas que parece que escucha todo lo que pasa en el mundo. ¿No es adorable?

La niña ladeó la cabeza y sonrió, pero no dijo nada.
—Bueno, si no te convence, ¿qué te parece este otro? —continuó el señor Ramírez, señalando a un conejo blanco como la nieve, con un pelaje esponjoso que parecía una nube lista para abrazar—. Este es súper suave, ideal para acurrucarte con él mientras lees cuentos o ves la tele.

La pequeña observó atentamente ambos conejos. Parecía estar considerando muy seriamente su decisión. Pero entonces, con una expresión inocente, soltó la bomba:
—No creo que a mi pitón le importe mucho cuál elija.