Vértigo
Volar me marea. Simplemente no me gusta. Aun así, aprender a hacerlo salvó mi vida.
Si eres parte de la tribu, debes ser un jinete. Los jinetes protegen. Pero nadie sabía que yo sufría de vértigo. Un jinete con miedo a volar…vaya desgracia.
Lo extraño es que solo sentía ese miedo cuando volaba. Una vez lo hice, cuando fue el momento de experimentar el vuelo, allí es donde nos muestran lo que, como jinetes de dagón, podemos hacer. Cuando estaba en el aire me sentí tan mal que estuve inmóvil, abracé el cuello de ese gran dagón con fuerza y no me solté hasta que aterrizamos.
Pero no tuve el valor para decirle a mi padre. Después de todo, yo sería el siguiente jinete de la familia.
El único con quien podía hablar libremente era con Guidor, mi dagón. Todo futuro jinete es criado con un dagón. Ambos nacen al mismo tiempo, y comparten el mismo ciclo de vida… Es uno de los regalos que la Gran Madre le dio a nuestra tribu hace mucho tiempo.
Desde los cinco años él podía volar, pero yo debía esperar a cumplir once para hacer nuestro primer vuelo juntos. El tiempo pasó y el día fue acercándose cada vez más. La ansiedad de apoderaba de mí.
Un día sin previo a aviso, mientras exploraba a lomos de Guidor, el muy listo tomó un camino diferente. Terminamos en un punto alto, con una bajada empinada de varios metros. Al ver sus ojos violetas supe lo que tenía en mente. Al principio me negué, pero, por alguna razón, la insistencia de Guidor me hizo querer intentarlo.
Me tomé mi tiempo para prepararme.
Guidor se puso en dos patas y agitó las alas un poco. Volvió a posar las cuatro en el suelo rocoso. Sentí sus músculos tensarse. Luego saltó.
Apenas dio el salto, mi estómago se revolvió. Me agarré fuertemente de la montura, mejor dicho, me adherí a ella, abrazándola tan fuerte que los músculos me dolieron. Tenía los ojos cerrados, no quería ver nada. El zumbido del aire al elevarnos penetró en mis oídos. Escuché a Guidor rugir al viento. Sentí que iba a vomitar. No podía hacerlo, tenía que bajar. Tenía que decirle a Guidor que me bajara ya.
Y luego, todo fue calma.
Abrí los ojos un poco. El viento ya no era un zumbido en mis oídos, sino un leve soplido. El aire se sentía fresco y limpio, más que en la superficie. Lentamente me levanté de la montura, haciendo un gran esfuerzo por no mirar abajo, en ningún momento dejé de temblar.
Guidor voló pasivamente. Solo tenía extendidas sus alas, dejando que el viento nos mantuviera en el aire. Las agitaba de vez en cuando. Eso no se sentió como volar era más, como si flotara entre las nubes. La calma que sentí fue adictiva. Por muy extraño que suene, no sentí deseos de volver a tierra.
Aún no tuve el valor para mirar hacia abajo. Creo que tampoco necesitaba hacerlo, todo lo que debía ver lo tenía justo al frente. Las cadenas montañosas que se extendían por kilómetros, cuyos picos más altos los cubrían un manto de blancas nubes. Los frondosos bosques, llenos de vida. Por esto valía la pena volar, por esto era necesario que me hiciera un jinete.
Lo siguientes días nos seguimos escabullendo, nos meteríamos en problemas si me veían volando antes de la ceremonia. Poco a poco fui disfrutando más estar en el aire que el suelo.
Les comenté que aprender a volar me salvo la vida, así fue. Pero esa es una historia para otro momento.
Esto me recordó a El vuelo del Dragón de Anne Mccaffrey. Me gustaría saber que pasa luego.