Madurar

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Durante cuatro eternos días, Gabriel solo pudo pensar en una cosa, no llegar a sobrevivir para ver a sus hijos crecer.

Junior tenía diez, y Dorian apenas había cumplido los ocho. La idea de no verlos convertirse en hombres le produjo un auténtico terror, convirtiendo la situación en la que se encontraba, en algo insignificante.

Durante una semana al año, Gabriel siempre se dedicaba un tiempo para él mismo. Elegía algún lugar del mundo al que ir y planificaba todo. Se aseguraba de elegir solo lugares alejados de las ciudades, prefería los parques, las montañas e incluso, algunas islas. En este período podía despejar su mente, regresar con una perspectiva más amplia, y así trabajar en nuevas ideas.

Muchas de las grandes innovaciones que su compañía ha tenido, se han debido a estos días alejado de todo.

Ahora, en el consumo de las ultimas energías de su cuerpo, Gabriel solo podía pensar en sus dos pequeños espartanos. Aun cuando el hambre el producía una bola de fuego en el estómago, que ardía dolorosamente y se extendía por su cuerpo. Aun con los golpes y moretones que la caída le produjo. Aun con su pierna rota, estallando en un agonizante dolor. Aun con el recuerdo de su guía, Mario, quien le había parecido un buen hombre, muriendo en sus brazos a causa de la misma caída que él sufrió. Aun con todo eso, Gabriel sonreía al pensar en sus hijos.

En esos momentos, rodeado por la extensa selva amazónica, con la humedad deshidratándolo a cada hora, a causa de la constante sudoración, cubierto de lodo seco hasta los oídos, con su ropa hecha jirones, con los árboles cerniéndose sobre él, como si buscarán atraparlo aquí para siempre, y los sonidos de la fauna salvaje… Ese hombre hubiera dado todo por esos niños, habría renunciado a su compañía en ese instante si con eso podía verlos nuevamente.

Gabriel se había aferrado a esa idea. Eso es lo que lo ha mantenido en esa posición, y con esperanza. Ya había pasado un día desde que lanzó la bengala desde este punto, el único lugar donde Mario le dijo que una bengala pudiera atravesar las espesas copas de los árboles.

Veinticuatro horas en la misma posición se había sentido como una eternidad, pero le pareció lo más inteligente, tampoco quería forzar su pierna y empeorar su estado.

Una de las cosas que realmente lo mantenía alerta y, por lo tanto, consciente, eran los depredadores. Sabía que aquí había animales lo suficientemente peligrosos como para temer por su vida. Lo último que quería era ser sorprendido mientras dormía.

Sus pensamientos divagaban de un escenario a otro. Gabriel recordó cosas en las que no había pensado en mucho tiempo, recuerdos de su niñez. Revivió el duro proceso de divorcio con Selena. Una amalgama de emociones se concentraba en su mente, cada una salía a la luz de a momentos, a veces, dos de ellas lo hacían, sintiendo felicidad y tristeza a la vez, al pensar en su vida.

A la hora treinta, cuando la noche estaba cerca de caer sobre él con su frío, porque como hacía frío en la selva de noche, y negro manto, Gabriel escuchó lo que parecían los rotores de un helicóptero.

Momentos después, la fuerza de un viento artificial, creado por potentes motores, movía frenéticamente las copas de los árboles, junto con el sonido casi ensordecedor de la máquina que salvaría si vida.

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