La soledad de Eliecito (un relato)

in #spanish6 years ago

        Ante la inmensa reja corrediza de entrada al estacionamiento de la casa los recibió un vigilante uniformado, contratado para tal ocasión, y debieron presentarse y mostrar el carnet que los acreditaba como profesores de la Universidad del Norte. 

-Son las órdenes- dijo el vigilante con acento guapachoso. 

El vigilante miró los carnets y luego a la cara de cada uno de los profesores con aires de perspicacia policial; leyó en voz alta los nombres y los apellidos mientras abría la reja corrediza lo suficiente como para darle paso a una persona de contextura normal; devolvió los carnets como si entregara los pases para un club muy selecto y dijo con exagerada cordialidad: 

-Bienvenidos y que la pasen de lo mejor. 

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Por un camino de unos diez metros, trazado con lajas irregulares sobre la grama verdísima y podada se enfilaron hacia la casa rodeada por un amplio corredor donde una vistosa variedad de helechos y móviles sonoros eran apenas mecidos por la suave brisa de aquella hora. En busca del patio trasero, doblaron por el corredor hacia la izquierda y luego de recorrer unos quince metros, doblaron a la derecha y ya desde allí avistaron parte del grupo de personas concentradas en aquella parte de la casa, cuya imponencia llevaba embelesado a Eliécer Montenegro, quien por primera vez la visitaba, pero sabía muy bien que se debía a la prosperidad de la fábrica de alimentos concentrados para animales del esposo de la profesora Elisa Caballero, pues el sueldo y las bonificaciones de ella si acaso alcanzaban para algunos remiendos. Casi incorporados al gentío (ochenta personas calculó Eliécer Montenegro) avistó a la izquierda, a la sombra de un guayacán floreado, una mesa, firmemente asentada sobre un piso de adoquines rojos y flanqueada por dos mesoneros de expresión servicial, sobre la cual estaba dispuesta con esmero tal variedad de quesos y productos de charcutería y panes y vinos, que si no se despertaba el hambre, al menos se alborotaba el antojo. Eliécer se prometió no olvidarla, aunque trataran de impedírselo los más venerables intereses académicos. Pero ya Israel Díaz y él formaban parte del auditorio que se esforzaba por escuchar las palabras del decano, que salían ampliadas por las dos columnas de cornetas negras, semejantes a dos tótems de azabache, puestas a los dos extremos de la mesa vestida con un mantel blanco de ribetes verde oliva: la ocupaban el decano, en el centro, los profesores consejeros y el director y subdirector de escuela; del intenso sol de un sábado sin una nube en el cielo de San José de Tucupío, los protegían las ramas tupidas y entramadas de dos veras muy juntas. Cualquier advenedizo hubiese tenido la pronta impresión de que los miembros de esa ilustre facultad llevaban consigo en toda ocasión un inquebrantable espíritu ecologista y una constante preocupación por la buena salud del planeta. 

Como si hubiese caído allí en el placentero vuelo de un sueño o como si alguien le hubiese subido el volumen a un radio en medio de la sala de espera de un consultorio médico, Eliécer Montenegro comenzó a oír la voz del decano, del decano eterno, como solían llamarlo a sus espaldas; le llegó a los oídos, como dos nubes de mosquitos agitados, la voz de ese hombre ya encorvado, calvo, de cuero cabelludo brillante y pecoso, y lentes sostenidos por una nariz que daba la impresión de ser escalonada por las arrugas de la piel que cubrían el tabique desigual, tal vez por alguna fractura; era la voz de ese hombre que había hecho de su vida un decanato o, mejor dicho, el decanato de la Facultad de Agricultura Tropical de la Universidad del Norte, para lo cual se había formado y pulido en el arte de la politiquería universitaria, en nada diferente a la que lleva a ególatras descocados, mediante el voto popular y por el encanto del carisma, a ser alcaldes o gobernadores o presidentes de la república; era la voz del único decano que había conocido en la facultad en la cual estaba por cumplir dieciocho años de servicio; era el decano eterno, para quien un concurso de credenciales o un ascenso en el escalafón docente era lo mismo que comprometer su vida, su prestigio, su pacífica gloria personal y nada podía estar por encima de su omnipotencia, de su dominio, de los votos necesarios para mantenerse allí, sobre cuerpos y almas que preferían cederle ese espacio que su espíritu o sus vísceras necesitaban para imponerse a ellos y …¿cuántos años de edad tenía el decano?, ¿cuántos años pretendía estar sobre ellos como un perro callejero que domina a otro en una pelea por el hueso de un muslo de pollo o un pedazo de costilla de res tirado en la calle? El decano debía ser eterno, sin discusión, absoluto otorgante de cargos, prebendas, nombramientos y cuanto estuviese en el margen, y más allá, de sus atribuciones; pero el decano ahora, cuyas palabras se atropellaban por los huecos de las cornetas que parecían tótems de ébano, despotricaba del presidente de la república, acusándolo de llevar consigo “todos los defectos del autoritarismo que tanto ha socavado las acuosas bases de nuestra ciudadanía, de esas bases menoscabadas por las promesas de padres redentores y derrochadores del erario público, corrompidas por los afanes de parecer mejor que los demás, de abusar con autoridad constitucional y sin ella, con títulos y demás, de las peticiones sin escrúpulos y de las obligaciones sin responsabilidad, de las manipulaciones supuestamente orientadas por el sentido del progreso y el desarrollo económico y social”. Hablaba el decano, detrás de los lentes que no podían ocultar esa nariz que daba la impresión de ser escalonada; hablaba con palabras forjadas en la manipulación y en el descaro de contradecir la realidad inmediata, palpable, única e indiscutible, pero claro que hablaba como cualquier vocero de cualquier causa salvadora, única, verdadera, indiscutible como una biblia en manos de un pastor evangélico, hablaba como el militante de un partido enquistado en el poder, aunque no ostentara ninguna prenda de color simo, pero comportándose ni más ni menos que todos aquellos envanecidos por lucir una franela y una gorra del color del partido de gobierno, de color simo. Despotricaba de los simos, en un tono que a Eliécer Montenegro le parecía como escuchar el frenazo brusco de muchos carros al mismo tiempo, pero ya no le extrañaba el silencio reverente del auditorio porque las conveniencias personales, por minúsculas que fuesen, seguían siendo eso: conveniencias personales. Hablaba el decano como si su vida fuese infinita, al igual que su mandato, y seguía hablando como si uno fuese caminado por un matorral solitario y a oscuras, hablando para espantar a vivos y muertos y al mismo tiempo para mantenerlos atentos con una especie de letanía que gana adeptos pero nos aleja de nuestro íngrimo, solitario y débil corazón. Hablaba el decano como si estuviese en lo más alto de un cerro y tratara de mantener a sus pies el aliento y la voluntad de las gentes, los árboles y los animales de la ciudad; hablaba y hablaba y se envanecía de su gestión, y agradecía la diligencia de sus colaboradores y la buena fortuna de ser él, el único capaz de llevar en su bolsillo el parecer de tantos seres humanos inteligentes, conscientes, cabales e iba desvaneciéndose con su palabras y ya nadie lo veía y menos lo escuchaba, y nadie se atrevería a contradecirlo y ninguno de los allí presentes, ni hombre ni mujer, quería ni pretendía arrostrarle sus errores y hablaba con la fuerza de un río e iba desfalleciendo como un perro cansado de perseguir el carro indiferente de su amo. 

Sin importar lo dicho, o tal vez porque todos los presentes sabían ese discurso de memoria por haberlo oído durante tantos años, al terminar el decano su riada retórica, sin aliento y con dos hilos de baba blanquecina bajándole desde la comisura de los labios hasta la barbilla fruncida, explotaron los aplausos como los fuegos artificiales en un estadio de béisbol cuando el equipo de casa gana el campeonato. Muchos se apresuraron a estrecharle la mano y darle una palmada eufórica en el hombro, y susurrarle frases de admiración al oído. Pero la verdadera ceremonia comenzó cuando cuatro mesoneros salieron desde el extremo derecho del patio con las bandejas atiborradas de vasos de güisqui de dieciocho años, y hombres y mujeres se les abalanzaron como hormigas a un caramelo. Eliécer Montenegro prefirió la ruta de la mesa de quesos, embutidos, jamones y vinos, y no le fue fácil llegar a ella porque, sin duda, no había sido el único seducido por sus ofertas al paladar. Empujando cortésmente a unos y otros, sin dejar de pedir permiso con voz suave y gentil, pudo al fin disponer sobre una servilleta de papel lonjas de jamón serrano, lomo embuchado, queso azul, roquefort, salchichón y algunas rebanadas de pan, y también logró hacerse de una copa de vino tinto hasta el borde; y como un niño que se aísla del bullicio para disfrutar el botín de una piñata, Eliécer Montenegro se fue hasta una mecedora esquinada en el amplio corredor que rodeaba la casa, muy cerca de la puerta principal.   

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Estaban acostados en la única cama que había en el cuarto, una matrimonial que apenas dejaba espacio para la mesita con el televisor blanco y negro y una caja de cartón sobre la cual estaba doblada toda la ropa de ambos. Él apoyaba la cabeza sobre el hombro derecho de ella, que ocasionalmente le acariciaba las sienes y las mejillas y le decía “mi bebé, mi niño lindo”; Eliécer, a sus cinco años, sentía a plenitud, con una lucidez sin fronteras, esos pocos momentos de modesta felicidad. Ahí estaban Maryorí Montenegro, una esplendorosa y fresca trigueña de veintiún años, y su único hijo para entonces, un sábado por la noche viendo un programa de concursos en la televisión; afuera el mundo parecía rugir, celebrando con euforia la dicha de la joven madre y su hijo en un cuartucho de una casa de vecindad en el barrio 5 de Julio de San José de Tucupío, tal vez un centro radiante de la infinita y sencilla alegría de vivir; a Eliécer le parecía que el mundo bramaba, pero era el viento que estremecía y alborotaba la laminas de cinc del techo; era el viento anticipando la lluvia que pronto largarían cerradas nubes más negras que la misma noche, pero Eliécer no sentía miedo porque estaba junto a ella, envuelto en el aire de su joven y maternal cariño; en ese momento nada podría pasarle, nada podría amenazarlo porque era ella la única y elemental fuerza que necesitaba para sentir la familiaridad del mundo, del mundo que junto a ella anulaba cualquier peligro, calmaba cualquier dolor y alejaba los torvos seres de su imaginación; él la sentía como un inmenso escudo, como un castillo (como los de algunas películas que pasaban en la televisión) al que nadie podía entrar con malas intenciones, un castillo cuya atenta vigilancia nadie podría burlar. Y comenzaron a caer pesadas y dispersas gotas de lluvia sobre el techo de cinc, pero en ese momento no lo asustaban: estaba con ella. Y antes de que se desatara el aguacero, tocaron a la puerta y se oyó la voz de Josefina Blanco: “Maryorí, allá afuera te está buscando un tipo”. Maryorí Montenegro se levantó de la cama y con la misma salió del cuarto, al tiempo que decía “ya vengo Eli, ya vengo”; al rato regresó y se puso ropa de salir. “Voy a salir un rato con un amigo, mi niño bello, quédate tranquilito viendo la televisión, te voy a dejar la luz prendida”. Y en ese momento, primero el rayo alumbró el mundo y luego un trueno lo estremeció. “Mami va a llover duro y me da miedo”. “Tranquilo Eli, no te va a pasar nada. Dios cuida a los niños buenos como tú, a los niños como tú, que les gusta ir al colegio”. 

Maryorí besó en la frente a Eli, su único hijo para entonces, y se fue; él quedó solo en el cuartucho, en ese cuartucho donde su pequeña felicidad se había ido como esas hojas arrancadas por el viento a la mata de mamón del patio y se las llevaba quién sabe a dónde; aunque no tenía frío se arropó hasta los pómulos para seguir viendo la televisión. Se soltó el aguacero, como piedras se oían las gotas de lluvia contra el techo de cinc, rayos y truenos se sucedían; Eli dijo varias veces en voz baja, lo suficiente como para que lo escuchara el ángel de la guarda: “Ojalá no le pase nada a mi mami; la otra vez llovió tan duro que el agua se llevó carros y gentes en algunos barrios, eso me lo leyó la señora Josefina de un periódico”. Ya sólo se oía el ensordecedor estruendo de la lluvia contra el techo de cinc, ya no se oía la voz exaltada del animador del programa de concursos de la televisión y Eli sintió que debajo de la cama algo se movía, algo sin forma definida o con la forma que el miedo se antojara darle, creyó que la puerta se venía abajo y un ser horrendo entraría y le arrancaría los pies y le dejaría en las piernas una baba verdosa y fétida, ya las paredes se estaban agrietando; Eli cerró los ojos, apretó los párpados, ya entraba la lluvia y también el viento frío y el barro negro del patio se le venía encima “y mami no está y mami se fue, si ella no se hubiera ido, nada de esto estaría pasando”. Aflojó los párpados y tal como la lluvia, se desató el llanto, las lágrimas salobres le llegaron a los labios y gritó y gritó y gritó, se abrió la puerta violentamente, otro grito se le atascó en la garganta y los ojos desorbitados parecían saltarle de la cara y caer el piso, pero no fue un ser deforme y malévolo quien entró: era Josefina Blanco. 

Josefina Blanco sabía que la lluvia de noche asustaba a Eliecito: estaba pendiente de él apenas Maryorí Montenegro salió de la casa, muy cerca de la puerta de la pieza donde Eliecito “estaba más cagado que palo de gallinero, ese muchacho pendejo, tan cobarde, tan culillúo, tan miedoso, ni que yo lo hubiera parío, pero total ese carajito no tiene la culpa de que la mamá sea tan pepa caliente y se va porai con el primero que venga y deja al pobre pendejo del carajito solo en esa pieza sin más nadie que el mismo Dios pa que lo cuide. Para él no es lo mismo que llueva de día que llueva de noche: cuando es de día él se revuelca en el patio, en el barro del patio, porque la lluvia de día es buena, es amable, pero cuando es de noche se alborotan los fantasmas, le sale la mano pelúa de debajo de la cama y quién sabe qué otras vainas más le pasan por la cabeza y tengo yo que salir a rescatar a ese carajito que no tiene la culpa de que la mamá sea tan puta, al fin y al cabo es una carajita y él no tiene la culpa porque ese carajito vale lo que pesa en oro”. Entra a la pieza y lo carga, lo besa en la frente y en las mejillas y le dice: “No seas pendejo, no seas tan cagón, tú sabes que no te va a pasar nada, yo estoy contigo y no la brincona de la mamá tuya, yo estoy aquí Eliecito, mi muchachito, mi bordón, mi nieto, mi hijo, mi carajito”. Y Eliecito se queda tranquilo, ya no llora más, se siente protegido, se siente cuidado, se siente querido por esa mujer que no es nada cariñosa, ni tierna, pero igual lo quiere, igual lo consiente, igual lo abraza y lo trata como si no hubiese más nadie importante en este mundo; ella lo quiere a su manera, aunque es muy retrechera y sangre de chinche como dicen todos los que viven en su casa, pero lo quiere a su manera. Lo lleva a la cocina y lo sienta en la sillita de cuero y madera que le compró un día que fue a Barquisimeto, chiquita, como para él, y le dice con voz entre arrecha y cariñosa: “Cómete esta arepa Eliecito, esta arepa con queso blanco rallado y mantequilla y aquí tienes un vaso de papelón con limón, porque esa mamá tuya no te da ni agua y que Dios la perdone, pero ella no sabe lo que hace, es demasiado muchacha para darse cuenta de que la vida es mucho más que un hombre y una discoteca y una cerveza bien fría. No importa Eliecito, tú eres más bueno que la hostia y ya va escampar, ya se va la lluvia, y tú como eres más pendejo que nadie y te cagas y te asustas con los rayos y los truenos y con la lluvia contra el techo, quédate conmigo esta noche mi muchachito y aunque no te parí te quiero más que el carajo y esa es una vaina que no se la puedo decir a nadie, pero tú eres el carajito que yo más quiero en este mundo, porque la mamá tuya no me deja otra cosa que hacer contigo y te veo con esa cara de perro abandonado; cómete la arepa Eliecito y tómate el papelón con limón y te quedas conmigo, cómete la arepa Eliecito y deja el miedo, cómete la arepa y tómate el vaso de papelón con limón y quédate conmigo hasta mañana”. Eliecito se come la arepa y se toma el vaso de papelón con limón como si no hubiese nada mejor en el mundo, y a Eliecito le da sueño o ya tenía sueño, pero no podía dormir y Eliecito corre a los brazos de Josefina Blanco y se queda dormido sobre sus piernas y ella lo abraza y lo besa y le hace cariño y Eliecito vuelve a saber lo que es el cariño y vuelve a saber lo que es la felicidad. Ahora el mundo es un potrero donde nace sólo el gamelote y los mangos se desperdigan como si el cielo los lloviera: una nube de azul grisáceo se posa en la cabeza apaciguada de Eliecito.   

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Volvió al patio trasero con un poco de vino en la copa, la mirada poseída por una melancolía sin sosiego; quería escaparse de los recuerdos, pero ya en su memoria no había barreras ni muros de contención, las oleadas dispersas, algunas veces, y otras de dramática continuidad, así lo confirmó en ese momento, habían llegado para quedarse por el resto de sus días. Ahora le tocaba volver a la realidad supuestamente festiva de ese día a sus cuarenta y cinco años: aún hombres y mujeres revoloteaban y se apiñaban en torno al decano, al decano eterno, al hombre cuyas palabras eran indiscutibles. Eliécer se encaminó hacia un grupo animado por la chispa y la cordialidad de Israel Díaz, quien, por cierto, era uno de los pocos profesores de la Facultad ajeno a las lisonjas y a la sumisión al decano, pero con la suficiente habilidad de trato como para no indisponerse con él. También formaba parte de ese grupo la profesora Isabel Arias y ahora se le pareció más a la enfermera del Hospital Civil, quizás porque llevaba el cabello suelto como ella, como él la recordaba, o tal vez fue porque recién, mientras comía sentado en la mecedora esquinada en el corredor de la casa, el pasado se le encimó como un ventarrón en campo abierto. ¿De verdad se parecía a la enfermera del Hospital Civil o sólo se trataba de un ardid de la memoria? No halló respuesta convincente. Se detuvo a unos cinco metros del grupo entusiasmado por la chispa de Israel Díaz; le entraron ganas de marcharse, pero salir de la casa sin despedirse de nadie, a escondidas, era una indelicadeza que no podía permitirse. Ahora se sentía peor, tal como estaba, sumergido en esa íntima contradicción. Y de ella, de una incipiente angustia, lo rescató el llamado jocoso de Israel Díaz. 

-Ven acá Eliécer, a ver si se te quita esa cara de lo más buena para dar un pésame. 

Eliécer se acercó al grupo, con risa desganada y dispuesto a tolerar cuantas bromas pudieran hacerle a costa de la expresión de su cara. Sin embargo, lo dejaron quieto, se limitaron a ofrecerle un trago de güisqui, que rechazó; sólo un rato después fue por otra copa de vino tinto y regresó pronto a escuchar las ocurrencias y anécdotas que prodigaba Israel Díaz: el profesor Terán (ya jubilado, jamás faltaba a reuniones o jolgorios convocados por el decano), Zulay Rivero (jefa del Departamento de Ingeniería) y Maira Brito (jefa de la División de Recursos Humanos de la facultad), completaban el auditorio de Israel Díaz. Aunque fingía escuchar al entusiasta y ya alicorado colega, Eliécer se fijaba discretamente en Isabel Arias, no por sentir un atractivo repentino o el despertar de la impresión de la primera vez que la vio; procuraba encontrar a través de esos ojos de sensualidad sosegada su rutinaria vida conyugal, y a través de esos ojos vivos, como a la expectativa de sensaciones y placeres por descubrir, pudo darse cuenta del tiempo que su corazón era un astro muerto recorriendo los infinitos, desolados y estériles espacios de una vida en común circunscrita a los deberes, responsabilidades y apariencias. No es que antes no lo hubiese entrevisto, no es que antes no le hubiese pasado por la cabeza esa imagen de su vida conyugal: ahora la veía a través de los ojos sugestivos de Isabel Arias, de esa joven colega, orgullosa de su celibato y de sus treinta años, sin responsabilidades con hijos ni hombre alguno. No rehuyó las imágenes y pensamientos relativos a ese omnipresente aspecto de su vida: permaneció sentado con sus compañeros de trabajo, compartiendo una mesa, escuchando a ratos con verdadero interés cuanto allí se conversaba, y otros ratos volvía hacia sí mismo, por ese camino de innumerables veredas y atajos, por ese camino donde los linderos del tiempo y su transcurso se corresponden con otros ámbitos y leyes del espíritu.  


   

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Que relato tan genial, el personaje me atrapó.
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