Cuatro niños mirando el arco iris (relato comentado)

in #spanish7 years ago

      Maurice Brazil Prendergast, Arco Iris

En un tiempo, cuando la fe comenzó a agonizar, reinó el “ver para creer”; ya sólo impera el “ver para tener” (o para desear o envidiar, cuando el tener es imposible). La sociedad visiva que muchos predijeron es la realidad de hoy. Falta tiempo para que los ojos se harten de datos, imágenes, realidades virtuales, símbolos, aventuras violentas, comics escatológicos, paisajes extraterrestres, bondadosos seguimientos de la vida animal, celebraciones anticipadas de las maravillas de la robótica, minuciosas reseñas de las deidades de Hollywood… Hay para todos los gustos, edades, ansiedades, pretensiones y ambiciones. Hay un principio de principios: la información es poder. 

Nunca antes los ojos tuvieron tanto en qué fijarse, tanto en qué pasar las horas y tanto para llenar cualquier vacío. No hay treguas para el silencio ni el dulce hacer nada. Quien pierde el tiempo, no sólo deja de ganar dinero: es sospechosamente inactivo, improductivo y poco importante. Hay mucho por ver, mucho por conocer, mucho por obtener, como para detenerse en aquello (lo que sea) que no tenga finalidad o guarde un propósito. Nuestra obligación, según el decir popular, es “estar en algo”: atributo imprescindible para “ser alguien”. Confesar la debilidad de no mostrar interés por participar en la incesante competencia de sobresalir, así sea con las armas, significa apartarse de los mandamientos de la tribu, del credo global. O somos clientes o “somos nadie”. Tal vez podemos prescindir de virtudes e ideas propias (de esas necias antiguallas), pero no puede faltarnos el estar informados y el afán de lucir informados. Nadie puede cometer la indelicadeza de desaprovechar cuanto hay en el mercado para nuestros sentidos. Acaso queda la alternativa del error (o el fracaso) o, simplemente, algo (digamos que no sabemos qué) que reclama su lugar, su ser parte de nosotros. 

Mejor no abundar en lo que sobra; mejor seguir la razón que me animó desde el principio. Me hago partidario de no seguir la trayectoria de negaciones entrelazadas. 

Viene al caso lo que me refirió un hombre de unos cuarenta años, con quien conversé durante horas en la barra de una tasca, hasta que ambos, borrachos, encontramos más agrado en el silencio. 

Dijo (y trataré de ser fiel a su confesión) que una vez, cansado de su familia y su trabajo (mejor decir, su vida), manejó su carro hasta la playa de un pueblo cercano a la ciudad donde vivía, aunque de buenas a primeras no tenía intención de dirigirse allí; pero, después de dos cervezas y dando vueltas por los suburbios, le pareció el mejor lugar para aplacar su obstinación. Rodó casi dos horas, mientras procuraba encontrar la mejor manera de cambiar su cotidianidad, cada vez más intolerable, sobre todo cuando comenzó a agravarse su situación económica. Nunca, aseguró por si acaso, había tanteado la posibilidad de acudir a un psiquiatra o encontrar alivio en cualquiera de las religiones o en grupos de meditación o llamados talleres de superación personal. Insistió en que no se sentía dado a compartir su miseria con varios desconocidos, bajo la supervisión de alguien que cobrara para encaminarlo hacia la felicidad durante veinte o treinta horas: desconfiaba de esos ejercicios de bondad tan deliberados, por parecerle hipócritas. 

Aceptemos que mi fugaz amigo (sólo departimos en aquella ocasión) no es agua tan mansa par las corrientes de la época y sigamos con él aquel sábado de preguntas, cervezas y ansiada soledad. 

Siguiendo su relato, imaginémoslo solitario en el malecón alborotado, de vez en cuando metiendo ojo a alguna muchacha en bikini, con su lata de cerveza en una mano y un cigarrillo en otra, su mirada tratando de fijarse en el mar y sus pensamientos inquietos. El alcohol ya ha entrado en su sangre y comienza a sentirse “prendido”, pero no eufórico; más bien tranquilo, dispuesto a compartir una mesa con alguien y entablar una conversa pausada, y no como las que ya le hastían con sus colegas y vecinos, cargadas de ánimo competitivo y muy elaborados prejuicios. 

En verdad, no halla qué hacer; después de todo, no le resulta fácil conseguir la tranquilidad, ni siquiera ese estado de indiferencia que procura, incluso, la ebriedad más ligera. Pero no está dispuesto a sofocarse y comienza a caminar entre los bañistas, y se deja llevar por la curiosidad de oír sus alegres conversaciones y sus juegos. Pone cuidado a los pregones de los vendedores de cuanta cosa hay, yendo y viniendo por la playa. Lamenta no haber llevado traje de baño o, por lo menos, unos pantalones cortos. Toma una y otra cerveza, y cuando se cansa de deambular por la playa, decide sentarse en el tinglado de un quiosco donde venden cerveza y comida. No hay mucha tranquilidad allí: los jugadores de caballos gritan de rabia o alegría, según el mandato de la suerte; entre una carrera y otra, el dueño del negocio satisface su pésimo gusto musical a todo volumen; los niños de una mesa vecina molestan con sus malacrianzas y sus antojos. Mi amigo, a pesar de tan impropio ambiente para quien busca sosiego, decide dejarse llevar por las circunstancias y se acomoda en su silla. De vez en cuando mira el mar y deja que algunas fantasías personales se explayen. 

Comienza a lloviznar, aunque el cielo está parcialmente nublado. Algunos bañistas recogen sus cosas y se retiran; la mayoría prefiere seguir disfrutando del mar que comienza a picarse. Mi amigo comienza a molestarse porque más gente se suma a los jugadores de caballos; en particular, unos adolescentes borrachos que se esmeran en hacer notoria su vulgaridad. Paga lo que debe, al tiempo que recuerda un pequeño restaurante ubicado en una de las zonas menos concurrida del pueblo. Da por seguro que allí reencontrará la tranquilidad. 

En el restaurante, para su sorpresa, queda una sola mesa desocupada; una de las tres colocadas en la acera. Pide una cerveza y algo de comer. Se resigna a soportar el gentío, el bullicio y la ligera llovizna de la que no alcanza a protegerlo la sombrilla de la mesa. Al menos le contenta el haberse librado, por unas horas, de responsabilidades y obligaciones. Y cuando su fuga comenzaba a formar parte del tedio que contaminaba cuanto tuviese que ver con su vida, sucedió lo que impulsaba sus palabras de nuestra única conversación. 

Cuatro niños se sentaron muy cerca de mí, en el borde de la acera. Una niña, la mayor de todos, como de ocho años; otra niña y un varón, ambos como de cinco o seis años; y otro varón mucho más pequeño, pero que ya sabía hablar. Estaban chupando naranjas y hablando de cualquier cosa. No sé… o lo que hablan los niños, de los héroes de la televisión, de lo que tienen o de otros niños. Entonces, cuando yo terminaba de comer, uno de ellos, la niña mayor, gritó: ¡Miren, miren… el arco iris! El más pequeño repitió esas palabras y se puso de pie y lo señalaba. Los otros también se pararon y en silencio se quedaron mirando lo que en ese momento comprendí que era un gran espectáculo. El arco iris. 

También, como los cuatro niños, me olvidé del gentío y de la bulla que hacían; me olvidé de la salsa que sonaba a todo volumen en una emisora mal sintonizada; me olvidé de las cervezas que había bebido y de lo que hacía o no hacía en ese pueblo. Seguí la mirada de los niños y también miré el arco iris, creo que con respeto y en una forma que no recuerdo haberlo mirado antes. Era el arco iris, mi amigo, una maravilla pasajera, una maravilla que como otras, supongo, mi apuro y mis ocupaciones no me permiten mirar…  

 Joaquín Sorolla, Paisaje Marino

Primer comentario 

Durante varios meses resistí la tentación de convertir esta anécdota en un cuento, cargándola de matices literarios (aparte de los que ya tiene) hasta donde mis capacidades intelectuales me lo permitieran; pero he preferido limitarme a mostrarla con las impresiones y elucubraciones que derivan de ella. Al poco tiempo de escribirla en mi cuaderno de notas vino a mi memoria, imprecisa aunque cabalmente asociada, una observación de Krishnamurti:   

Salimos a pasear el domingo, observáis los árboles y decís: “¡Que hermoso es!”, pero de regreso a la vida rutinaria, encajonados en caso o departamentos, perdéis todo nexo con la naturaleza. Esto se evidencia con la inclinación que existe a visitar museos en donde pasaréis toda una mañana para contemplar las pinturas, la abstracción de lo que es. Inmensa importancia han adquirido los cuadros, las estatuas y los conciertos, a costa de no mirar el árbol, no escuchar el pájaro, no detenerse ante la luz maravillosa que juega con las nubes.   

Sin embargo, mi amigo fugaz, el del arco iris, no había olvidado tan pronto su contemplación (término que me permito agregar a su confidencia) y, más bien, parecía marcado por ella. No sé si de una manera positiva o, por el contrario, se volvió contra él y sus principios y sus creencias (a lo que suele llamarse educación) como sucedió con algunos personajes del existencialismo. Tal vez quedó en él como un interesante tema de conversación para sus borracheras, y su vida, en todo punto, quedó igual, inalterada; tal vez las paredes de su burbuja personal siguen tan firmes como antes. De algo sí estoy seguro: mi amigo fugaz, el del arco iris, lleva una herida en lo hondo de sí mismo y en las regiones oscuras de sus sueños perturbados. Y esa herida puede ser principio de una muerte callada, que trabaja a espaldas de sus aspiraciones superficiales y sus necesidades más inmediatas. Cuanto diga de aquí en adelante pertenece al totalmente lícito terreno de mis propias conjeturas. Sólo sé que a veces algo nos toca, algo que es todo y es nada, y el mundo, como en las antiguas epifanías registradas por las más diversas literaturas religiosas, vuelve a ser sagrado, aunque nunca haya dejado de serlo.   

Segundo comentario 

Al asimilar la experiencia contemplativa de mi amigo fugaz, el del arco iris, a algunas referencias religiosas, no he querido exaltarla más de la cuenta, pero sí he presentido una clara relación con éstas. También procuro indicar que tales experiencias, aunque hayan caído en un lamentable desprestigio, por obra y gracia de charlatanes y manipuladores, representan una legítima forma de “conocimiento”. Y no hablo de ese conocimiento que adorna currículos ni da valor en el mercado de trabajo; me refiero a ése que una civilización como la nuestra, tan ufana de su progreso y sus logros tecnológicos, se ha vuelto incapaz de alcanzar. 

Y justamente cuando trataba de redactar estas breves consideraciones, di con unas frases de Bertrand Russell, resaltadas por mí en un libro (Ciencia y religión) recién recuperado:   

El aliento, la calma y la profundidad pueden tener su fuente en esta emoción, en la que, por el momento, todo deseo centrado en sí mismo está muerto, y la mente llega a ser un espejo de la vastedad del universo. Los que han tenido esta experiencia y creen que está vinculada inevitablemente con aserciones sobre la naturaleza del universo naturalmente se aferran a estas aserciones. Yo creo que las aserciones son inesenciales y que no hay razón para creerlas verdaderas. No puedo admitir ningún método para llegar a la verdad, excepto el de la ciencia, pero en el reino de las emociones no niego el valor de experiencias que han dado nacimiento a la religión. En virtud de su asociación con creencias falsas, han producido tanto mal como bien; libres de esta asociación puede esperarse que solamente quede el bien.   

No es casual que Russell, en textos posteriores, lamentara y predijera desalmadas manipulaciones científicas y reconociera que “la ciencia no reemplaza a la virtud; para una buena vida es tan necesario el corazón como la cabeza”.  

Mae De La Torre, Niños de la calle

¿Qué nos queda? 

¿Dónde conseguir amparo, en medio de esta feria de esoterismo vulgarizado y utilizado para fines personales; en medio de este constante clímax tecnológico; en medio de este utilitarismo y de estas cenizas del corazón que es nuestra civilización? 

Tal vez sólo se trate de no conseguir amparo ni de pactar con las fuerzas desbocadas que rigen la sociedad: hay demasiados sueños que insinúan distintas realidades. Sólo hemos escogido la ilusión más placentera, pero la que, de por sí, excluye cualquier aliento del espíritu. 

Alguna vez Borges dijo que la única realidad es el individuo. Y quizás sea así, en la medida que quienes hemos buscado la sombra y el resplandor en la poesía, en páginas olvidadas, en relatos orales de otros tiempos, en los menospreciados dones de nuestras soledades, encontraremos la faz preterida de nuestro ser en el mirar aún preservado de cuatro niños contemplando el arco iris.       

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