El Coronel y la Reina
El Coronel y la Reina
Era la tercera temporada en que mi tío Ángel Eduardo Morán, “Anguito” me recibía en su residencia en la Isla Maraca. Allí, junto a su cordial esposa Hilda, se esmeraba en darme las mejores atenciones. Era agosto de 1973 y las clases en el Liceo Hugo Montiel Moreno no se reanudarían hasta la segunda quincena de septiembre.
La casa estaba construida en la orilla y contaba con una amplia enramada que se extendía más allá del agua apoyada sobre cuatro pilotes de concreto. Al fondo, como a medio kilómetro, la pequeña bahía estaba rodeada por un arco de tupidos manglares que contrastaba con el azul ondulante del lago. De allí podía observarse el desfile de las chalanas cuando regresaban después de recorrer distintas zonas del Golfo de Venezuela en busca del preciado camarón.
Anguito se había instalado en ese islote desde 1950 para dedicarse a la pesquería, actividad que compartió con sus hijos hasta 1999 cuando decidió retirarse por motivos de salud. Esta pequeña formación insular que parece haber salido de la imaginación de un escritor de realismo mágico, tiene una extensión de 120mt de largo por 60 de ancho. Para esa época contaba con un puñado de palmeras y unas veinte casitas. Se encuentra ubicada diagonal a Isla de Toas al norte del estado Zulia en el occidente de Venezuela.
En ese largo período vacacional acompañé a mi tío en la ardua faena de la pesca por diferentes zonas de la desembocadura del Lago de Maracaibo. Era el único hermano varón de mi padre, y a diferencia de él, era más cariñoso conmigo.
Un día, me llevó de paseo al istmo de San Carlos que se encuentra a media hora en bote rápido desde Maraca, pero en su lancha “Panchita”, movida con los recursos de una planta de gasoil conocida también como “pacapaca” (onomatopeya del ruido de su motor) nos demoramos casi un siglo. Todas las lanchas nos rebasaban como exhalaciones dejando a nuestro alrededor estelas ondulantes de sus pasos.
A medida que nos acercábamos a la desembocadura del lago las olas provenientes del mar flagelaban la proa de la pequeña embarcación y salpicaban en mi rostro como sucesivas bofetadas. Aunado a eso estaban los estragos de un sol canicular, que hizo del viaje una jornada muy tediosa, pero quién iba a creerlo, más adelante, con todo esos azares me aguardaba la historia más fascinante que hasta ese momento había conocido.
Habíamos pasado por un caño bordeado por tupidos manglares que nos conduciría sin trauma hasta la punta occidental del istmo. Era como pasar por un túnel repleto de hojas y raíces colgantes. Mi tío hizo amarras y después subimos por un sendero arenoso, muy espeso, que absorbió por completo mis pies.
La postura adoptada durante una hora de viaje produjo severos calambres en mis piernas que impidió caminar con soltura en ese ambiente salitroso, donde mi tío era todo un baquiano. No quise acompañarlo a hacer sus diligencias, pues me sentía mareado y preferí quedarme bajo las frondas de los manglares donde varios pescadores pelaban tallos para ser usados como pilotes en la construcción de edificios en Maracaibo.
Los mangleros, como se les conoce a los hombres que ejecutan esta actividad, conversaban muy animados sin descuidar los pasos de otro lugareño que repartía tragos de ron a intervalos de cinco minutos. Todos aparentaban tener más de treinta años, con excepción de otro, que permanecía ajeno a la tertulia: estaba impasible tallando un canalete.
Mi tío los saludó sin mucha formalidad y con la misma actitud se perdió de vista en un recodo para hacer sus diligencias. Mientras tanto, yo me quedaba solo; pasando el agarrotamiento de mis piernas hasta que tuve la idea de acercarme al más viejo, y quien parecía el más amigable de todos. La demora de mi tío me llevó a buscar conversación con el anciano a fin de pasar el aburrimiento. Pero después de transcurrir media hora ni siquiera fue capaz de soltar un suspiro; parecía una escultura de madera. Sin embargo, rompí el hielo con una inoportuna pregunta sobre el castillo de San Carlos: la heroica fortaleza edificada por los españoles en el siglo XVII para contener los ataque de piratas y otros enemigos de la corona.
–No queda muy lejos, está por allá –dijo, señalando hacia el este con el instrumento de labrar aún en su mano derecha, pero sin mirarme.
–Es verdad que fue atacado por el pirata Morgan –insistí.
–Sí, por el pirata Morgan, y otros, como El Panther.
–¿Ese era otro pirata? –pregunté, fervoroso.
–No. Era un barco de guerra alemán. A vos cómo que te gustan las historias –dijo el viejo volviendo por primera vez su mirada hacia mí–, ya el viejo Mingo te va a contar cómo fue, pero primero te sentáis –señaló de manera cordial un montículo de hojas aplastadas que tenía la forma dejada por otro interlocutor.
Se levantó con dificultad para sacudir las virutas de madera que se hallaban esparcidas por su torso desnudo y sudado. Llevaba un pantalón caqui arremangado hasta las rodillas que estaba ceñido a la cintura por medio de un mecate; al estilo de los frailes capuchinos. Luego sacó una botella de anís, que había ocultado bajo un trozo de tabla, sacudió un poco de tierra y hojas secas adheridas y en seguida la destapó con ansiedad. Después a pico de botella tomó un sorbo fuerte –equivalente a cinco tragos– y comenzó a narrar la historia sobre la incursión del buque Panther.
El coronel
Era 24 de diciembre de 1902. Mingo tenía siete años cuando llegó la alarma de que barcos de guerra se acercaban para tomar el castillo de San Carlos. El bloqueo se había consumado a lo largo de las costas de Venezuela por buques de la armada inglesa, alemana e italiana, quienes exigían el pago de viejas deudas y vejámenes causados en las revoluciones internas del país, que obligó al general Cipriano Castro, presidente de la República para ese momento a pronunciar la célebre frase: “La Planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria”.
–Mi padre que era pescador, fue reclutado con otros hombres a la orden del coronel Juan Emanuel Arismendi para reforzar el castillo –, me dijo Mingo.
Su madre huyó junto a otros pequeños en cayuco a Sabaneta de Montiel, al oeste del islote Maraca luego de avistarse en la distancia las columnas de humo que despedía el vapor de guerra que amenazaba con bombardear la pequeña población.
Allí permanecieron ocultos con otros pobladores hasta comienzo de febrero, cuando llegó la noticia de que el bloqueo había terminado. “Supimos que nuestro padre no había muerto hasta marzo de 1903, cuando se le permitió visitarnos por escasas horas. En 1908, al fin se le dio de baja y lo tuvimos otra vez en casa. El mismo año en que el general Gómez mandaba de paseo sin retorno a su compadre Cipriano y asumiría la presidencia de Venezuela”, recordó Mingo.
El Panther que era un buque de guerra enorme, pretendió entrar por la fuerza con el propósito de llegar a Maracaibo, pero encalló en la barra, siendo alcanzado por fuego de artillería lanzado desde el castillo, que le produjo una avería por la línea de agua, obligando su retirada a Curazao para ser reparado. El bombardeo era desigual. Pues el buque germano poseía artillería moderna que destrozaba en poco tiempo las murallas del castillo y la estrategia de sus valientes defensores. En cambio los cañones nacionales repelían con dificultad el ataque, pues eran piezas que no roncaban desde la Guerra Federal.
El terror
–Al cabo de dos años, en 1910, –refiere Mingo– volvió el terror a San Carlos. Ya no era por la llegada de nuevos barcos de guerra, sino por la aparición en el cielo de un enorme cometa.
El pueblo insular, así como el país entero, tenían la convicción de que ese día se acabaría el mundo. “Los viejos decían que, el que mirase aquel fenómeno moriría en el acto. Yo lo vi durante varias noches –ante los descuidos de mi madre– hasta que desapareció. Era como una palma inmensa que ardía en el cielo y no podía apagarse. Y como ve, no me morí. Al contrario, espero verlo otra vez en 1986, si Dios me da vida hasta allá, para volverme inmortal. El que tenga la dicha de verlo dos veces no muere nunca; es lo que dice la gente”, me dijo después de soltar una carcajada.
Años después el padre de Mingo hizo amistad con el coronel Emanuel Arismendi. Siguió viéndolo con frecuencia porque había encontrado trabajo como marino en una goleta que viajaba desde Castilletes a Maracaibo, donde tuvieron ocasión de conversar muchas veces sobre aquella frustrada invasión extranjera y sobre cualquier tema que se les ocurría.
En una de ellas comentó que se había formado en West Point: la academia de formación militar más famosa del mundo. Al final del año noventa del siglo XIX regresa a Venezuela y es asignado por instrucciones de Cipriano Castro a trabajar a la orden del general José Antonio Dávila a fin de apoyar al general colombiano Rafael Uribe Uribe, que se encontraba en apuros en la Guerra de los Mil días. Pero el jefe wayuu José Dolores Apushana quien era partidario del caudillo liberal, le infligió una derrota en el pueblito conocido como Carazúa, en la Guajira colombiana.
Asimismo contó que su padre era un inmigrante nativo de Córcega y había llegado con otro grupo de coterráneos en la segunda mitad del siglo XIX para dedicarse al comercio de curtiduría en el estado Sucre. Allí contrajo matrimonio con una nieta de la pareja más heroica de la Guerra de Independencia: los esposos Juan Bautista Arismendi y doña Luisa Cáceres, de cuya unión nacería él
En uno de esos viajes en goleta de Castilletes a Maracaibo conoció en 1920 a la que sería más tarde su esposa. Una hermosa joven guajira de mucho arraigo en la península llamada Clenticia González, del clan Apushana, y nieta del general guzmancista Rudesindo González, “el Cachimbo”, fundador de Paraguaipoa.
–En ese tiempo un viaje de Castilletes hasta Maracaibo podía durar hasta tres día. Varias veces acompañé a mi padre. En uno de ellos pude conocer al coronel: era alto y de abundante pelo canoso. Tenía la cara de un propio extranjero.
La reina
Del matrimonio con doña Clenticia nació Flor Emanuel González Apushana: primera zuliana en ganar un concurso nacional de belleza. Eso ocurrió en Caracas en 1943, cuando se elegía por primera vez la Reina Nacional de la Agricultura, donde esta joven de rasgos autóctonos y europeos de un metro ochenta de estatura, ataviada con manta guajira, deslumbrara al jurado conformado entre otros, por el pintor venezolano don Tito Salas, quien es conocido por plasmar los episodios más notables de la gesta independentista y quien más tarde le dedicaría un retrato al óleo.
El triunfo de la representante wayuu se transformó en una apoteosis jamás vivida en Maracaibo en mucho tiempo. Así lo recuerda alguna gente que aclamó y acompañó la carroza que trasportaba la nueva soberana por las principales calles de la ciudad. Tanto así que, el gobierno regional presidido por Benito Roncajolo mandó erigirle una estatua pedestre en la avenida 5 de Julio al lado del Cacique Mara. A pesar de esa connotación, la historia pareció expirar allí su último aliento.
Hasta el presente no hay ninguna escuela, calle, ni de la propia Guajira que honre el nombre de esta representante de la zulianidad que se convirtió en la primera Miss Venezuela en la historia del país, aunque el certamen en la que participaba aún no tenía esa denominación, no deja de ser, sin lugar a dudas, su predecesora. Y qué decir de su padre, un héroe de la patria que defendió la soberanía nacional en 1903 junto a un puñado de hombres valientes, ni siquiera es mencionado en los textos escolares. Su biografía no puede encontrarse ni con los recursos del infalible Google. Gracias a personas como el memorioso Mingo y miembros de la familia González Apushana he podido rescatar parte de esta historia que pareciera haber salido de un cuento, pero no es así.
A principio de 1980 tuve la suerte de conocer personalmente a doña Flor Emanuel en las exequias de un familiar en la población de Guarero. A pesar de contar para ese momento con casi sesenta años, irradiaba todavía la belleza y elegancia que le mereció un día ser la primera y última Reina Nacional de la Agricultura.
El retorno
En enero de 2003 regresé a San Carlos. Había cambiado tanto que por instantes creí hallarme en otro lugar. Era evidente la deforestación en aquel cinturón de manglares que un día inspiró al artista Hugo Espina a plasmar uno de sus mejores lienzos. Ahora hay nuevas construcciones: pequeños negocios de comida, casas de abastos, kioscos para alquiler de teléfonos y otros recursos para atender la avalancha de turistas que la colman durante los fines de semana.
Identifiqué y anduve de nuevo por el sitio en que me había dejado mi tío Anguito treinta años atrás.
Me acerqué a un grupo de jóvenes que libaban licor, pero no pelaban varas de mangle –como aquella primera visita– sino que permanecían entretenidos intercambiando mensajes de textos por medio de sus móviles de última generación. Sin embargo, me dirigí a uno de ellos para decirle que –en ese mismo sitio– había conversado en agosto de 1973 con un viejo llamado Mingo, quien me contó detalles de la incursión del buque Panther en 1903 y parte de la historia de coronel Juan Emanuel Arismendi. El joven desestimó mi comentario al punto de asegurar que esa historia era de dominio público, tanto así, que su hijo de siete años la recitaba sin causar el mínimo rubor en los pobladores. Afirmó que jamás conoció en San Carlos un historiador que se apodara Mingo.
Le dije que un hombre como Mingo, dotado de una prodigiosa memoria no podía ser ignorado en un pueblo tan pequeño.
Esa actitud no me amilanó. Continué mi indagación hasta el final de la tarde con otros moradores que me apoyaron de manera desinteresada hasta dar con el paradero de un informante. Ese vuelco inesperado hizo cambiar mi estrategia y por supuesto el viaje de retorno a Maracaibo. En un caserío conocido como Punta Manglar al oeste de San Carlos, rodeado por dunas y azotado por un viento perenne, vivía un anciano llamado Ángel Rodríguez de setenta y cinco años quien había conocido y trabajado en su adolescencia con el viejo Mingo.
Punta Manglar estaba en mi memoria porque mi tía Mercedita Morán vivía recordándolo las veces que nos visitaba en Campo Mara a conienzos de los setenta. Cuando murió, su propiedad pasó a manos de su nieto Marcos, quien era conocido desde décadas por mi ahora gentil guía. Le dije que me gustaría saludarlo después de culminar con ellos mi visita. Él aceptó gustoso mi propuesta.
El anfitrión era bajo de estatura, tenía la piel morena y muy curtida por la insolación. Había dejado la pesca diez años atrás para dedicarse a la cría de chivos. Aunque era parco para hablar, su aporte fue significativo para dar con la suerte posterior del viejo Mingo.
Rodríguez me contó que siendo apenas un adolescente fue ayudante de Mingo en muchas actividades: pescaron camarones, cortaron mangle, dieron serenatas. “Mingo tocaba la guitarra como “Los Panchos”, y yo tocaba el cuatro”, dijo. “ En ese tiempo recorríamos todo lo que hoy es municipio Insular Padilla”, agregó.
La noche cayó acompañada de una tormenta de arena que anuló toda forma de ruido. En la pequeña casa de los Rodríguez todo se estremecía. La hamaca en la que yo dormía parecía un columpio y la fricción de la arena sobre un endeble techo de zinc perturbó mi sueño por varias horas hasta quedarme rendido.
El berrear de las cabras de Rodríguez me despertó como a las seis de la mañana. A esa hora ya tenía el desayuno preparado. La esposa de mi anfitrión me atendió con las consideraciones de un familiar. Me sirvió rodajas fritas de jurel con yuca, queso de cabra y una bebida hecha de maiz con leche, también de cabra, parecida a nuestro insuperable “Ayajaushi”.
La suerte de Mingo
Según Ángel Rodríguez, Mingo nació en la Isla Zapara y su nombre de pila era Domingo Antonio Morales Ortega. Había estudiado en San Carlos hasta el tercer grado de primaria en una escuelita que había habilitado en el patio de su casa una generosa dama de Isla de Toas. “Lo de él era contar historias. Si encontraba a un grupo de personas a quien le fascinara estas cosas de nuestra tierra, allí se quedaba contando hasta que la gente se aburría. Así era él”.
Como la mayoría de los pescadores era trotamundos y no tenía residencia estable. Rodríguez aseguró que Mingo murió en Maracaibo en 1986 a la edad de noventa años, el mismo año en que esperaba ver por segunda vez, sobre el cielo de San Carlos, la palma incandescente del cometa Halley.