Te obligaré a abortarme
Regina se despertó jadeando y bañada en sudor, sin saber exactamente si era producto del verano en Tegucigalpa o de la consternación de su sueño. Buscó su reloj y vio que eran apenas las dos de la mañana. Sentía que había dormido todo un día, pero al hacer un recuento del tiempo, reparó en que solo hacía tres horas que se había ido a la cama. Se sentó apoyada en la pared e intentó darle forma a aquel incómodo sueño: se veía a ella misma tomando café a orillas de la calle, tal cual lo había leído en los paisajes de algunos de sus libros favoritos, todos los letreros en tiendas a su alrededor estaban escritos en un idioma extranjero, pero ella parecía comprenderlo todo. Se veía sonriente, hasta su aspecto físico era diferente en el sueño. Tenía el cabello largo y abundante, era más delgada y el tacón en sus botas la hacían parecer más alta; vestía ropa de invierno y aunque no podía recordar sentir frío, todo en el sueño indicaba que estaba en un gélido lugar. Caminaba largas horas recorriendo una calle invadida de gentes que olían a otra cultura, de bibliotecas abiertas las veinticuatro horas, de edificios antiguos en contraste con piezas arquitectónicas contemporáneas; al final de la calle, se alzaban imponentes montañas de color azul oscuro, pero que tenían sus cimas cubiertas de nieve. En un alemán muy fluido, Regina le comentaba a un transeúnte, que siempre había comparado aquellas montañas con los senos de una mujer. Seguía caminando y se veía hacerlo entre monumentos históricos, de esos que recuentan períodos de guerra. A pesar de haber caminado largas horas, no sentía cansancio alguno, al contrario, se veía invadida por un éxtasis para ella tan desconocido, como el país y el idioma que rodeaban su sueño. Ya a punto de atravesar la calle entera, algún desconocido se le acercaba y le susurraba al oído: Du wirst deine Mutter töten!
El día anterior, camino a su trabajo, un tipo en la calle le había regalado un panfleto con título “La actualidad de Alemania”; Regina lo aceptó de muy buena gana pues siempre había soñado con vivir allí. Con el dinero que lograba ahorrar después de pagar los servicios básicos, compraba libros de autores alemanes y a punta de diccionario, traducía su contenido; ninguna otra actividad suponía un mayor escape a su realidad.
Salió al balcón de su habitación, recordaba verse en un país que no conocía y hablando un idioma que conocía aún menos, sin embargo, podía traducir aquella frase “matarás a tu madre”. Regina tenía cuarenta años de edad y también cuarenta años de vivir con su madre; a los dieciocho años terminó su secundaria, muy consciente de que esa era su última parada en la educación. No se atrevió a pedir más; aquella madre trabajadora, pero de escasos recursos, no podía hacer un solo sacrificio más para matricularla en la universidad. Regina buscó trabajo y abandonó sus sueños de educación superior; nunca había pensado en aquello con desagrado o resentimiento, por tanto, no sabía de dónde provenían tales sentimientos, especialmente después de aquel sueño. Volteó para ver la cama donde descansaba su madre y un súbito mareo le envolvió la cabeza, sentía su estómago dar vueltas y sus piernas parecían ceder ante la fragilidad del suelo. Una vez estabilizada, buscó sus cigarrillos en silencio para que su madre no se despertara, porque de hacerlo vendrían los reproches por el vicio y por el desvelo. Las calles de su vecindario parecían más solas y oscuras de lo usual, el alumbrado público se hacía inútil ante tanta negrura, era como si estuviera viendo hacia la nada. A pesar de vivir en una calle muy transitada por vehículos, esa noche no se escuchaba el menor ruido. Alzó su mano y tampoco pudo verla. Sintió miedo, sin embargo, dejó la puerta del balcón abierta; el desorden de su habitación había comenzado a encerrar los olores de la ropa sucia, el humo y el polvo. Recorrió la habitación entera, misma que no sobrepasaba los doce metros cuadrados, y al hacerlo, casi podía escuchar los gritos de su casera jurando al cielo una vez más que el próximo mes las sacaba a la calle, no tanto por la falta de pago, sino por los escándalos diarios que armaba Regina con su madre. Se recostó en la cama de nuevo y en su anhelo desesperado por volver a dormir, recordó haber leído en algún artículo que la nicotina era buena amiga del insomnio Ah, ¡cuánto maldijo su vicio!
Su madre dormía plácidamente, como quien descansa después de largas jornadas de trabajo. Regina se quedó inmóvil en su cama con la esperanza de dormirse en los minutos siguientes, pero los mosquitos y el calor que rodeaban la espantosa y pequeña habitación, se lo impedían. Regina se preguntó cómo un espacio tan pequeño podía albergar tanta fealdad. Su casa entera se componía de cuatro paredes, construidas con bloques de hormigón sin repellar, apenas una mano de pintura de agua las cubría y la casera había escogido un color amarillo que simulaba el tono que se le pone a los recién nacidos en las salas de los hospitales. No tenía un techo propiamente dicho, puesto que su habitación estaba ubicada en el cuarto piso del edificio, por tanto, si quería ver hacia arriba en las noches de insomnio, se encontraba con la fundición cubierta de manchas de agua proveniente de fugas en el apartamento de arriba. No tenía más ventana que la que daba a la calle, y esto era lo único que le gustaba de aquel lugar, de hecho, era lo que había convencido a Regina de rentar el apartamento. Se imaginaba sentada en el pequeño espacio, fumando y escribiendo, viendo hacia la ciudad llena de promesas bohemias, pero tras cuatro años de vivir en aquella caja de fósforos, como lo llamaba su madre, no había salido una sola vez al balcón a escribir, tan solo a fumar.
Llena de hartazgo se levantó y se sentó a la orilla de la cama; su corazón latía aceleradamente mientras se veía rodeada de tanto fracaso. Esa noche, las cuatro paredes relataban doce años de sueños inacabados, simulaban un encierro no tangible, las miraba encogerse con los días venideros, dejándola atrapada y cortándole cada vez más el aire. En una sociedad con patrones de conducta bien definidos, a sus cuarenta años, Regina no encajaba; era una solterona que vivía con su madre, que todavía utilizaba autobús para ir a un trabajo que le pagaba por hora y que además odiaba y que solo conservaba como parte del instinto de supervivencia del ser humano. Su corazón había recobrado el pulso habitual, solo para reemplazarlo por un dolor agudo en todo el pecho. Mirar a su madre dormir en una cama vieja, en medio de escaparates improvisados para sostener la ropa y una cocina que no iba más allá de una estufa de gas que era fuente de quejas de los vecinos, le provocaba náuseas. De pronto, su madre dejó de parecer una mujer digna de compasión; encendió un cigarro y el humo parecía desvelar la verdadera identidad de aquella mujer recostada al fondo. Su madre era una mujer que había tomado malas decisiones incluso antes de concebir a Regina, y que al no saber cómo lidiar con las consecuencias, había desarrollado un mal humor permanente. Regina había crecido escuchando decir que su madre era una mujer muy sacrificada y que su deber era trabajar para darle una mejor vida; esa noche, sentada en el balcón, Regina se dio cuenta del chantaje del que había sido víctima toda su niñez y adolescencia. No era cierto que ella tenía una obligación con aquella malhumorada mujer, todos suponían que la mera conexión sanguínea era una atadura irrompible y que el cariño entre madre-hija se transmitía por el cordón umbilical. Nadie hablaba de que la figura de la madre es la más sobrevalorada y la menos comprendida entre las masas; una relación tan compleja entre dos seres humanos no debe ser dictada por una acción al azar: nacer de un cuerpo no debería obligarnos a quererlo.
Como quien mira un punto fijo, Regina se descubrió parada frente a la cama de su madre, dos lágrimas brotaban sin esfuerzo de sus ojos porque no era un llanto de ternura, sino de frustración. Mientras observaba a su madre, pensaba en todas las aspiraciones que alguna vez tuvo y en cómo su madre se las había truncado con la excusa de que no podían pagarlas; pensó que el no poder pagarlas, no era excusa. Al no poder crearse una vida decente por su cuenta, su madre le había robado la suya; la condenó a una vida llena de deudas, de trabajos aburridos y mal pagados, de culpas y reproches, de años vacíos y sueños sin piernas. Hace mucho que no se miraba al espejo por miedo de ver el reflejo de su madre en el lugar donde debería estar el suyo, sin querer se había convertido en lo que más le reprochaba a su progenitora: una mujer que nunca hizo nada.
Recordó su sueño y supo que esa era la vida que ella merecía, pero una angustia la embargó al ver a aquella vieja conchuda. No había forma de dejar las cuatro paredes con ella, la vieja debía quedarse. Recogió su billetera y sus llaves, se cambió la ropa de dormir, guardó sus libros en una caja, encendió un cigarrillo y la cerilla – aún encendida – la tiró dentro de la estufa de gas.
Fuente: Pixabay