En la cama todos somos bilingües | Esto no es un diario

in #spanish7 years ago (edited)

No hay mayor afrodisíaco que una autoestima alta recién adquirida y así lo comprobé ayer. Voy a relatar lo que la resaca me permita recordar y lo haré por escrito porque más adelante necesitaré confirmar si me siento bien o mal con lo que hice.


Parecía un sábado más, uno aburrido, corriente, sin mayores aventuras, una noche más a la que se le gastaban las horas mientras yo me aferrada a la televisión esperando que el sueño se decidiera a aparecer. Tomaba mi teléfono una y otra vez, como si al hacerlo, pudiera atraer alguna señal de él, del tipo con lentes grandes que no se había aparecido en las últimas dos semanas y que me había mantenido con ambas manos en la entrepierna para reemplazar su presencia. Una noche más de amor propio y mi seguridad en mí misma se vería amenazada. No, esa noche buscaba manos distintas a las mías.
Cerca de la media noche y también de mi resignación, sonó una bocina afuera de mi ventana. Mi apartamento es pequeño y los ruidos de la calle se confunden con los de la televisión, pero yo supe distinguir aquel vehículo. Como si yo no tuviera opinión en el asunto, mi compañero de cuarto y sus compañeros de trabajo, entraron con bolsas de cervezas, hielo y cigarros. Yo no dije nada porque entendía muy bien el apuro que se siente al salir del turno; trabajar en un bar es desgastante, no solo por el requerimiento físico sino por ver tanto alcohol desfilar de mesa en mesa, de boca en boca… el deseo de estar en cada uno de esos labios es insoportable. Como no conocía a ninguno de los invitados, no me molesté en cambiarme de ropa. Al asomarme a la sala vistiendo unos pantalones cortos viejos, una camiseta desteñida que denunciaba las estadísticas de los niños con cáncer en Honduras y pantuflas, todos me miraron con desprecio. Eché un vistazo rápido para ver si encontraba a alguien de mi interés. Ninguno.
Con total desgano, abrí la refrigeradora, saqué una cerveza, tomé mi paquete de cigarros y me dirigí al balcón.
Me senté en la esquina desde donde tenía una visión casi panorámica de los asistentes y sus malabares. Eran alrededor de 14 personas, pero todos se agrupaban de dos en dos y con suerte de tres en tres; era fácil adivinar quiénes andaban en las mismas circunstancias que yo y quiénes ya tenían asegurada una noche de sexo casual. La música la pedían a la carta y cada canción era una invitación a coger a la pareja de turno. Mi deseo incrementaba con cada cerveza y ver bailar de forma sugerente a todas esas parejas calientes no ayudaba a calmarme. Fui por una cerveza más. Si esa noche tocaba dormir sola, preferiría hacerlo borracha para no pensar en nada ni soñar con nadie. Cuando regresé a mi silla, el gordo simpático y soltero del grupo la había usurpado. Con cara de perra le pedí que se moviera, él, por supuesto, me sonrió de vuelta. Los incogibles siempre sonríen sin ningún pretexto. Me invitó a bailar y aunque la propuesta me pareció tentadora, puesto que era mi oportunidad de demostrar que no era la amargada de la noche o la capitalina aburrida, lo rechacé aduciendo que no sé bailar. Cuánto subestimé la perseverancia de un hombre que no ha cogido en muchos años.
— No tiene que saber bailar, usted solo sígame — y mis ojos se voltearon al pensar en lo aburrido que puede ser alguien que me trata de usted.
Muy borracha para discutir, me puse de pie. Él colocó mis brazos en sus hombros, yo los bajé y los puse en su espalda. Acto seguido los volví a colocar en sus hombros. Tenía la camisa empapada de sudor y fue el asco lo que impulsó mi reacción casi inmediata. Una canción y volví a mi rincón, con mi cerveza y mi cigarro.
Él me siguió y ya no me lo quitaría de encima. Me dijo que estudiaba Psicología y yo pude ver como los puntos iban bajando de su barrita de amante potencial para esa noche. Platicaba de lo siempre: si me gustaba la ciudad, hace cuánto me había mudado, el comentario soso sobre si mi novio se enojaba porque yo platicara con otro hombre. No le contesté, solo para obligarlo a cambiar de estrategia. Me odiaba por desestimarlo tanto, aunque a su vez y lo confieso sin ninguna culpa, era liberador tratarlo con tal desdén.

Mujer, pocas veces te sentirás tan poderosa como cuando tenés la certeza de que al final de la noche sos vos quien decidirá si se van a la cama o no, te sentirás atractiva frente a tus ojos y los ajenos.

Me pidió que pusiera una canción y claro que puse algo de Soda Stereo, y obvio a él y al resto del grupo les gustaba, y obvio solo conocían las mismas cinco canciones que suenan en los bares de esta ciudad. Fui condescendiente y admiré su “buen gusto musical” y hablé de cómo él entre los demás del grupo resaltaba por ser el que escuchaba a la banda argentina.
Fui a la cocina por la última cerveza que me quedaba. Al regresar, el gordo estaba solo en el patio, ya todos se habían ido. Lo encontré con los ojos cerrados, como quien descansa de una larga jornada. Con mi pose de diva, sosteniendo mi cerveza en una mano y el cigarro en la otra, estuve observándolo un par de minutos. A la mierda, pensé. Me puse de pie, me dirigí hacia él y lo besé. Besaba espantoso el gordo mal parido, pero ya era tarde para retractarme. Si lo hacía perdía todo mi poder. Me tomó del cuello y metió toda su lengua en mi boca sin ningún pudor ni tacto, como si fuera yo un vaso de helado.
Quise tomarlo del pelo, pero también estaba sudado. Me detuve para terminar mi cerveza porque solo así sería capaz de llevar a cabo aquel plan macabro y poco pensado. erotic-1764727_1920.jpg
Lo tomé de la mano y lo llevé a mi habitación. Sin encender la luz y con ayuda apenas de la poca iluminación natural que entraba por la ventana, le ordené desvestirse; sí, se lo ordené porque no tenía ninguna intención de tocar innecesariamente aquellos trapos sudados. Me desvestí yo también y me recosté con las piernas abiertas y con mi vagina a la orilla de la cama; sin decirle nada le señalé el camino. Él obedeció sin objeción, también hizo su trabajo sin mérito alguno. Me aburrí, cambié de postura y otra vez sin decir nada, volví a señalar el camino. Su enorme panza dificultaba la tarea, más para mí que para él. Después de todo, él estaba acostumbrado a cargarla siempre. Intenté acariciar su espalda, pero las estrías lastimaron mis manos. Sin razón aparente, comenzó a hablarme en inglés y no las ya muy conocidas invocaciones a Dios, sino líneas completas de diálogos que además exigía yo contestara. En un español muy claro y elocuente, le pedí que se callara. Cuando fui consciente de que mi orgasmo no llegaría nunca, lo empujé (con mucho esfuerzo) para quitarlo de encima. Me volteé, y todavía desnuda abracé mi almohada. No me arropé, para que a la luz del amanecer ya pronto a llegar, él pudiera ver mis nalgas y me deseara aún más. Sonreí con solo dibujar la imagen en mi cabeza. Me dormí.
Pudieron haber sido minutos u horas los que pasaron cuando él me despertó, no lo sé, yo había dormido profundamente. Sin culpas ni arrepentimientos, ni cargos de conciencia. Me dijo que se tenía que ir y sin moverme, le dije que dejara la puerta con llave y que en la mesa de la entrada había dinero para el taxi.
Volví a dormir.
Lo único que gimió esa noche fue mi pobre cama, que nunca antes había soportado tanto peso.


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