Hipergrifo el taxista y su leal can Cannabis (1)
Insólitas aventuras de un dúo psicoactivo
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A raíz de que me entrara la hoja de la navaja, de sentirla cortar mi carne, mi vida se dividió. Antes y después del atraco, de antes voy recordando poco a poco. A veces en el taxi, en ocasiones caminando por la acera, observo detalles que me remiten a tiempos pasados; por decir, un rótulo despostillado sobre una lámina vieja y oxidada me recuerda la fachada de un expendio de abarrotes donde alguna vez colgó uno similar. Pronto el letrero pasa a segundo término porque un niño semidesnudo entra corriendo al establecimiento, en su desordenada carrera se encuentra de frente contra una vitrina, resuena en mi cabeza un zumbido y siento miedo. El niño soy yo, escucho el crack del cristal y el ruido de los pedazos hacerse añicos contra el suelo. Tengo la certeza de que ese es el origen de mi cicatriz en la oreja.
En alguna ocasión tuve de pasaje a una mujer morena. Charlamos durante el trayecto, la dejé por el rumbo del estadio Jalisco. Toda la simpatía que en la amena charla me había despertado desapareció cuando al despedirse su mano movió los dedos a un ritmo frenético y dijo “ciao”, me fue familiar esa seña. Brotó el recuerdo y con él un malestar. Tuve la certeza de que antes del asalto yo había sido casado y que mi esposa acostumbraba despedirse igual, presumiendo sus huesudos dedos y alargando la “i” lo necesario para sonar desagradable.
“Desde que recuerdo he sido taxista” le dije al Ministerio Público del puesto de socorros que atendió mi contingencia. Le declaré que manejaba un modelo reciente, un corcel ajustado en todas sus piezas, brioso y esbelto. Pasé a los hechos; por el periférico rumbo a Tonalá, a la altura de la colonia Jalisco un individuo me solicitó el servicio y al abordar me pidió que le llevara a la Nueva Central Camionera. Seguí por Periférico y a la altura de Los Conejos el sujeto sacó una navaja y me ordenó que parara en un rellano próximo. Con el filo de la navaja me rascó entre las costillas mientras me exigía el dinero. El agresor estaba bastante nervioso, quizá intoxicado. Sus movimientos torpes me brindaron confianza, pensé en sujetar su mano mientras abría la puerta para salir corriendo del carro. Todo quedó en planes ante lo certero de su movimiento desde un primer forcejeo. Como si la navaja transmitiese un frío glacial mi cuerpo se congeló al instante para después sentir el tibio de mi sangre escurrir por un costado. Mientras trataba de dimensionar mi tragedia el sujeto me robó, vació mis bolsillos y salió corriendo del auto para perderse entre la maleza. A su vez yo también salí del carro, me recargué en la cajuela para mostrar a los automovilistas que pasaban mi herida. Caí al suelo “y ya no recuerdo más”. El Ministerio Público tenía la certeza de que mentía, pero en lo tocante a su expediente se le miraba conforme con lo declarado. Antes de dar por terminada la diligencia me preguntó sin el ánimo de incriminar, más como si quisiera satisfacer una curiosidad personal: “¿Durante los hechos, la agresión, estaba usted bajo el influjo de algún enervante, digamos, marihuana?”. “No”, contesté mientras suponía que mi cobertura de seguridad estaba perdida.
En líneas generales todo sucedió tal cual, sin embargo omití algunos detalles. Poco antes de tomar por Periférico había estado estacionado en la acera de un parque. Me sentía malhumorado de más y adelanté el toque que guardaba para el fin de jornada. Había decidido parar el trabajo por ese día. El crepúsculo se presentaba admirable, por eso tomé por Periférico. Poco antes de llegar al Cerro de la Reina la vastedad del cielo brinda la sensación del infinito, suponía que los matices que coloreaban el ocaso no tendrían mejor observatorio. Casi para llegar al punto vi al joven desgarbado alzar su mano haciendo la típica seña, llamado por la costumbre me detuve. Olvidé el objeto de mi trayecto, y aun no quise percatarme de que su aspecto andrajoso no garantizaba la paga del servicio. Antes bien, su extraño proceder, mascullando todo el tiempo mientras empuñaba y desempuñaba sus nudillos debió haberme alertado; a veces dudo y pienso que en un plano inconsciente elegí mi propio desenlace, quizá sólo me distraje. El delincuente a mi lado esperaba el momento que le brindase la mayor ventaja para cometer el ilícito mientras yo iba del agobio de la vida cotidiana, al placer de observar la metamorfosis dibujada entre las nubes. El crepúsculo se presentaba en plenitud cuando salió a relucir la navaja.
Tirado en el suelo, la esperanza de ser auxiliado con éxito se diluía como el polvo en un charco de sangre. Poco a poco la angustia y el dolor de la herida fueron cesando, entonces lo vi. No sé quién adoptó a quién. Cauteloso, un perro se acercó anteponiendo el olfato, era pequeño pero alargado. El brillo de sus ojos infundió en mí una ligera esperanza. Olfateó alrededor de mi cuerpo para después hacer alharaca y llamar la atención de los conductores que transitaban la vialidad, más de uno se detuvo. No supe si tardó la ambulancia, mi somnolencia no me permitía hilar acontecimientos, ya no sabía dónde estaba, ni porque estaba ahí tirado. Ya para caer el último telón, sucedió. Observé al animal olfatear mi sangre ávido, nervioso; en seguida acercó su hocico a mi oído a una distancia de confidencia y escuché su voz. Pronunció una sola palabra: “Cannabis”.
Tuve un estremecimiento y escuché una voz lejana decirme, “no se mueva, ha perdido mucha sangre”. Me fajaron a una tabla y me subieron a la ambulancia. Mi conciencia iba y venía como por un pasillo sin fondo plagado de puertas de las que entraba y salía, sin que mi mente captara noción alguna del evento, sólo imágenes, sonidos y ruidos inconexos. Lo único claro en mi cabeza era la voz del perro repitiendo la palabra, que de tanto volver había perdido el sentido, “Cannabis”. No sé cuánto tiempo pasó, abrí los ojos y percibí un nuevo mundo, una realidad distinta. Me sentí más vivo que nunca.
Mi convalecencia fue relámpago. No bien abrí los ojos y pude percibir un sinnúmero de extraordinarias sensaciones; al momento una enfermera me informó que tenía que pasar a rendir mi declaración de los hechos ante la autoridad y un camillero me llevó en una silla de ruedas por un pasillo angosto hasta donde se encontraba el servidor público. De regreso al lecho me dieron la noticia, estaba dado de alta. Creí que era una broma, en mi costado se asomaba la carne viva de la herida, apenas con algunas puntadas y sin gasas, ni mayor aparato médico. Me invadió de pronto la abulia propia de un agónico. Quise llamar al seguro para quejarme, pero recordé que hasta el perro después de olfatearme detectó la marihuana. Quizá no tardarían en pasarme la factura de los gastos. El mismo camillero me ayudó a vestirme y en la silla de ruedas me empujó a la salida.
-¿Quiere un taxi?- me preguntó.
-Yo ya tengo un taxi ¿para qué quiero otro?- le contesté con muy poca cortesía.
-Lo que se acostumbra cuando nadie viene a recoger a un paciente es echarlo a un carro de alquiler y desearle buena suerte. Usted ya ha tenido buena suerte, no haga que la moneda cambie de cara ¡váyase!-. Al espulgar el adusto rostro del camillero entendí que el imperativo debía pasar como una invitación sentida antes que como grosería.
Me levanté de la silla, con frágil equilibrio di los que parecían mis primeros pasos. El camillero regresó a su trabajo y yo me encaminé a una rampa con pasamanos, que cogí para sortear el marasmo con escalofrió que me provocaba asimilar un sinnúmero de estímulos desconocidos. Un malestar se anidó en mi pecho y tuve ganas de llorar. Sufrí la necesaria depresión de quién se tiene por expósito. Entre lágrimas vi a lo lejos el andar gracioso de sus cortas patas. Parecía ser el mismo, enano, alargado. “Cannabis” pensé con alegría. El perro volteó y corrió directo conmigo, hizo alguna cabriola a mis pies entre ladridos para después tenerse en dos patas, y hablar.
-Por un momento pensé que no me reconocerías-. Escuché en su voz un alivio despreocupado.
-No es posible- pensé en voz alta.
-Las almas penan porque perdieron lo fundamental. En ese aspecto has ganado terreno, vámonos-. Miré hacía todos lados buscando un testigo del suceso, alguien que me confirmase que el animal hablaba, y que reía, pues en ese instante soltó una carcajada. Ante ni redoblada confusión sonó tajante. -Ya basta. Necesitas refugio y orientación. Sígueme- dijo, para después coger rumbo a paso veloz.
Contagiado por su animosidad no sin dificultad, le seguí. Su andar a brincos denotaba el nerviosismo de las pequeñas razas caninas, sus largas orejas se bamboleaban y tocaban el piso cuando hincaba su hocico para utilizar el olfato. Los pliegues de piel en el pecho y sus piernas me recordaban la magnificencia del rinoceronte. El color sepia de su pelo liso contrastaba con el negro profundo de sus ojos. Tenía por delante una bella miniatura Deckel, Teckel, o Daset. Una salchicha.
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