El trabajo de Miguel Ángel | Crónicas Cruzadas
En algún lugar de Caracas | 5 de abril
¡No está! El pié diabético que un día Noel Odra casi pisa no se encuentra en el lugar de siempre. Noel camina por aquel lugar mucho más tarde de lo habitual. Por eso no se toparon él ni el viejo que descubre su pie diabético esperando recibir dinero. Otro desventurado ocupaba su lugar, uno en mejores condiciones. Lleva ropa negra y unos lentes de sol. La misión inicial del caminante fracasa.
Mas la fortuna llega casi tres horas después ─a las siete y cuarenta de la noche─ a Miguel Ángel, un hombre de cuarenta y dos años con barba desaliñada, famélico, pero con espíritu vivo. Sus manos están sucias, llenas de las bacterias del dinero que pide a los conductores que transitan por los semáforos de Altamira; más sucias, hoscas, manchadas, descuidadas, ásperas, por rodar, de arriba a abajo, en la inclinada avenida San Juan Bosco, su silla de ruedas.
«Este es mi trabajo» —dice— «Con esto le llevo comida a mi vieja que tiene 60 años». Un hombre en un vehículo vistoso baja el vidrio y le entrega un billete doblado. Se lo da como si se conocieran. Miguel Ángel lo recibe, le agradece, se persigna y besa el billete. Después, se detiene en la esquina suroeste de Plaza Francia para saludar al llamado de Odra, quien, le entrega la arepa con jamón y queso que estuviera destinada al viejo del pie ulcerado.
—Me estrellé contra un carro. Iba en una moto a gran velocidad. Con el impacto salí volando como a unos veinte metros y caí tendido en la calle —continúa relatando mientras coloca la arepa junto a otro alimento que lleva entre las piernas. Parece un trozo de pastel.
—¿Drogas, fumas, bebes? —se le ocurre preguntar a Noel. Llamó su atención el timbre de voz de Miguel Ángel; desgastada, chirriante, aguda, penetrante al oído.
—¡No, nada de eso! —repone de inmediato—. Bueno, antes tomaba, pero ya no porque todo está muy caro. Solo trabajo para comer, esto solo da para comer.
De la sonrisa a la preocupación pasó el rostro del hombre vigoroso y locuaz que levanta las ruedas delanteras de su silla mientras baja la pendiente en su trajín cotidiano, como si fuera en una motocicleta. ¡La lleva «en caballito»!, dicen en los pueblos. Miguel Ángel tuvo un fuerte en impacto en la columna en aquel aparatoso accidente «un 12 de octubre, Día de la Raza» —enfatiza— que lo dejó postrado, desde los veintiún años, en una silla de ruedas. La que usa ahora está en muy buen estado. Recientemente, unos periodistas se la otorgaron —comenta el afable Miguel Ángel otra vez sonriente, como si él no tuviera nada, como si todavía se puede estar mucho peor—.
Minutos más tardes en el vagón del metro que suena como una carcacha: «Exconcejalas denuncian que el 90 por ciento de la capital aún no cuenta con agua». Se lee en el periódico que sostiene un hombre con una cicatriz en la quijada derecha, de tez azabache como el asfalto, de manos gruesas, todavía más negras que las de Miguel Ángel, negras como el petróleo hundió a Venezuela en la miseria…
Más limpias, ¡tiene la certeza Odra!, están las patas del felino blanco con manchas negras que se acicala con una estirada elegancia elitista y camina gatuneando con singular parsimonia en el techo del tarantín de una venta de perros calientes en Los Cortijos.
[«Ese gato es más fácil que muchos infelices que no comieron hoy», pensó el andariego Noel.].
Apostillado
Miguel Ángel asegura que muchas veces debe regresar a su casa sin dinero, quizá con una que otra hogaza de pan, «porque los policías o los malandros me lo roban».
1.ERA EDICIÓN
de Leonardo Bruzual Vásquez | #periodismo #escritores #Venezuela