El olvido
Los hombres caminaban encerrados en un espacio de tierra árida, desértica, donde el viento se mezcla con el polvo y se inmiscuye por las narices. En el desierto no era posible ver el fin de la jaula. Las rejas de alambre y las púas electrificadas se encontraban en la lejanía, igual la mirada de aquellos que caminaban se mantenía petrificada, podrían haber tenido la puerta a escasos metros y no se hubieran dado cuenta, la hubieran visto y no irían tras ella, la hubieran tocado y se alejarían nuevamente. Los guardias hacían rondas cada hora para separar a quienes chocaban una y otra vez sin continuar su camino. Parecían pequeños muñecos de cuerda que hablan, se accionan y pestañean con la succión del retazo de pabilo en su espalda. Uno que otro exasperaba sus ojos al cielo, por momentos esporádicos, y gritaba “carne” “si” “qué”, luego quedaba en silencio, con los ojos hacia el suelo y los brazos estáticos y adheridos a su torso. La boca reseca de los caminantes se mojaba cada dos horas con 4 gotas de agua que provenían del gran número de boquillas que poseían los guardias; esto lograba que los hombres no desfallecieran por el implacable calor, por el suelo rasposo y por el polvo que inundaba sus pulmones. Cada 4 horas los mismo guardias daban de comer a los caminantes: dos se preparaban, con miles de platos, una mezcla extraña de comida pre-fabricaba y hecha a vapor, donde se retenían las proteínas y minerales necesarios para el sustento del hombre. Ninguno sabía cómo agarrar una cuchara, ni las funciones de un plato, solo estaba en ellos el instinto de agarrar lo que poseía un aspecto comestible.
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En las noches los guardias sedaban a los caminantes, ya que estos no podían dejar sus pasos en reposo por decisión propia y aunque los dedos y los talones estuvieran ensangrentados seguían su camino tortuoso, circular y perpetuo en aquella jaula. El dolor de los pies estaba, ocurría y los punzaba incesantemente, pero solo eran capaces de esbozar un gesto de dolor. Las estrellas se movían rápidamente por el cielo que cubría el desierto, brillaban unas más que otras, una podía ser azul, otra blanca, quizás una roja. Al llegar la noche, los guardias extraían de sus maletines fundas donde los caminantes se introducían para dormir. Todo con la ayuda de los guardias. Y aunque eran muchos, el trabajo se les hacía realmente fácil y rápido por la docilidad de los hombres; solo era necesario presionar una extremidad, tensionar las rodillas, agachar la cabeza e introducir a ese muchacho en su funda. Luego para que no ocurriera la pantomima de la caminata los guardias introducían una dosis pertinente en el torrente sanguíneo de cada uno. Esto los ponía a dormir durante toda la noche, mientras estos realizaban sus rutas para monitorear el descanso de los caminantes.
Sus sueños no lo manejaban los guardias que se encontraban en el terreno, sino una serie de especialistas en una torre aledaña a la jaula. Cada caminante poseía un chip incrustado en su cerebro, dándole poder y capacidad de comprensión a los monitores de la torre. Pero, desde hace mucho, que los hombres no sueñan. Ocurren, a veces, disparidades parecidas a las del lenguaje: ciertas pinceladas de una imagen borrosa que se deshace a los segundos, movimientos espasmódicos que responde a una acción en el subconsciente pero que desaparece en la oscuridad de la mente. Los sueños se volvieron ceniza luego de haber sido quemados y arrojados a un profundo hueco. Los controladores manejan un protocolo para cuando ocurre una disparidad: primero analizan el sueño momentáneo, tratan de recuperar los elementos identificables y lo encapsulan en un dispositivo de almacenamiento. Así transcurren las noches en la jaula: silenciosas, porque ya no existen animales en el desierto, no hay un aullido que irrumpa en la quietud, ni un cántico que serene la oscuridad, solo hay un vacío inherente en la lejanía del horizonte. A veces se puede escuchar el rechinido de las torres moviéndose, de los guardias en su paseo nocturno, del titileo binario de los monitores pero ya la tierra no suena.
II.
Hace cientos de años los hombres comenzaron a almacenar su memoria en dispositivos mecánicos y digitales, olvidando el mantenimiento de la misma. Poco a poco a todos se les hizo difícil recordar lo leído a los cinco minutos, lo que hicieron el día anterior o el nombre de la persona que se encontraron en la mañana. No existía la necesidad de crear una memoria fuerte: fue una vasija endeble en la que cualquier hombre guardaba recuerdos que se escapaban por las grietas, dejando vacíos, dejando hueca la vasija. Con el transcurrir de las épocas las maquinas donde esos recuerdos eran guardados, y la autonomía que se les fue dando con los avances indetenibles de sustentar la facilidad humana, comenzaron a adueñarse de la memoria de los hombres y a crear su propio cosmos a partir de ella. Ya no se elegía que recuerdo almacenar, ya no existía memoria en el hombre donde guardar la experiencia y las maquinas fueron succionando los pequeños vestigios que mantenían la humanidad. ¿Por qué cómo tenemos consciencia de que somos humanos si no somos capaces de recordar el momento en el que descubrimos dicha consciencia? No somos nada sin ese recuerdo, somos caminantes vagos, cuerpos endebles que no poseen destino y se mantienen a la deriva. Las máquinas se adueñaron de la memoria de todos los hombres y crearon dispositivos que mantendrían la tierra. Como no se alimentaban, los bosques, los sembradíos y los eternos campos fueron incinerados, aplanados y cementados para la construcción de ciudades de hierro. Los mares fueron vaciados y en el espacio que dejaron fueron construidas las jaulas donde se encontraban los caminantes; los ríos fueron secados en busca de metales; las montañas, de igual forma, fueron explotadas hasta la desaparición en busca de riquezas minerales. Los animales fueron, simplemente, asesinados por significar una molestia para las máquinas.
Las jaulas fueron desapareciendo década tras década. Los hombres que se encontraban en ella desfallecían ante el implacable clima y el sangrado de los pies. Y así la raza humana se fue exterminando porque no existía procreación, no eran capaces de recordar su forma de evolución y mantenimiento. Porque, aunque, es instintivo cuando no se recuerda las funciones del cuerpo este se transforma en un ente no decodificable: es pura carne y hueso. Las maquinas no asesinaron a la raza humana porque necesitaban de esos vestigios que se mantenían ocultos en la mente. Por eso los mantuvieron caminantes, con expresiones derretidas, con ojos huecos que ya no decían nada, con labios secos que no sabían cómo pedir una gota de agua y con pies sangrientos que nunca imaginaron como gritar su dolor. Buscaron los vestigios de cada humano, cada grito espasmódico significaba para los monitores una reminiscencia que debía ser atacada y extraída. Al escuchar un “auxi” marcaban al caminante que exclamaba la palabra incompleta y por las noches cuando se encontraba sedado buscaban ese recuerdo, lo sustraían y dejaban sin nada a aquel hombre. Luego de realizar este proceso y descubrir que no quedaban más vestigios en la memoria de ese individuo, lo dejaban a la deriva en el desierto: abrían la puerta, los guardias lo empujaban con sus brazos punzantes y lo dejaban caminar hacía el horizonte. Después de unas horas ya no se lograba divisar al caminante que había salido.
III.
Esta jaula era la última que quedaba. Ya todos los hombres habían muerto y solo quedaban 500, encerrados y monitoreados en esta parte del desierto.
Las maquinas habían podido llegar y transformar la luna en su tierra aledaña, a Marte en su sitio de investigación y al cosmos en su mesa de juegos. Construyeron ciudades inmensas que irrumpían con el cielo. Hechas de metales, de cables, de inventos que permitían el traslado de las maquinas. Y crearon sociedad a partir de los recuerdos de la raza humana, empezaron a crear emociones que respondían a la memoria de los hombres y trataban, con toda la capacidad, de crear sensaciones pero, extrañamente, no podían. Poseían todo el raciocinio que los humanos obtuvieron y el que no, pensaban y experimentaban científicamente con cada anomalía o prospecto, pero no lograban sentir. Podían crear una piel elástica hecha a partir de nano-robots y sensores que los hiciera sentir dolor, pero esa sensación no era capaz de trascender a una significación. Era un dolor flácido, plano, que se sentía en los sensores y que no abarcaba más allá de los límites de la piel falsa. Y cuando conectaban el dolor provocado a través del sensor con un recuerdo doloroso del ser humano las máquinas caían en su propia duda existencial.
Al ver desde su creación la espontaneidad de la experiencia humana y al crear emociones a partir de los recuerdos de dichas experiencias, las máquinas empezaron a necesitar la capacidad de experimentar y crear sus propios recuerdos y que estos no fueran, simplemente, extraídos de otro ser. Necesitaban su propia autonomía espontánea, su propia memoria, su propio dolor, su propia risa, porque, aunque sabían que la raza humana estaba en franca extinción y poseían el poder del universo abarcable, también eran conscientes de que seguían siendo un dispositivo de almacenaje. Y, quizá, esta duda fue la muestra de humanidad más grande que las máquinas llegaron a tener.
La última jaula se fue vaciando, los 500 hombres se fueron reduciendo cada semana, pronto los vestigios se acabarían y esto aterrorizaba a las máquinas. ¿Por qué si ya no había vestigios y todos los hombres habían muerto que iba a ocurrir? Ya no iban a existir nuevos recuerdos y ellos siendo extractores de los mismos para la creación y mantenimiento de su autonomía se verían estáticos en el último recuerdo del hombre.
El último caminante fue una mujer, de edad avanzada, pelo canoso y piel totalmente arrugada. Una tarde mientras caminaba en la jaula, levantó los ojos, miró el sol, bajó la cabeza y miró al infinito, para luego gritar, mientras sonreía y una lágrima mojaba su mejilla reseca: “hijo mío”. Esa noche los monitores se encargaron de recopilar el recuerdo y almacenarlo. Siendo el último lo mandaron directamente hacia la torre de control principal. Al recibir este último recuerdo las máquinas empezaron a moverse velozmente, a andar por todas las habitaciones, a contactar sus espacios en Marte y a exasperarse por el miedo a la última experiencia. Mientras todas las maquinas se movían incesantemente, en una pantalla aparecía ese último recuerdo: era el nacimiento de su hijo. La procreación humana que posee un cúmulo de sensaciones hicieron sentir temor a las máquinas por no poder abarcar esas posibilidades. Y al desaparecer por completo la raza humana, quedando, solamente, el último vestigio de experiencia se lograba ver en el indivisible horizonte del tiempo la desaparición de la era de las máquinas.