El Enigma de Baphomet. Novela. (24)

in #spanish8 years ago

Pero no me atreví a decirles que había conocido a la mujer de mi vida, porque lo hubieran interpretado como la insensatez más abultada. Según ellos, ya tenía edad sobrada para formar una familia.
A los dieciocho años —me recordaba siempre mi padre—, él ya administraba toda la sementera de distintos señores, y yo, a los diecinueve, todavía vivía con ellos en casa.
Era un secreto a voces que Gelvira, la doncella de Santa María, de donde nunca salía, no era barragana sino la hija ilegítima de alguna personalidad eclesiástica. Los cuchicheos llegaron a atribuir la paternidad al mismísimo prelado, siguiendo la tradición del viejo obispo Nuño, del que se sabía que había llevado una vida regalada.
Al cabo de unos días, cuando correspondía a mi padre llevar al episcopado los sacos de harina, le propuse llevarlos yo solo. Aceptó de buen grado y premió mi iniciativa con agasajos y alabanzas en la tertulia con los vecinos sentados en el poyo, al atardecer, tomando el fresco. Cada día se mostraba más orgulloso de su hijo ante las gentes. Descargar un carro de quilmas era tarea de dos personas y yo lo reté a que lo haría sin ayuda.
Llegué al palacio; el patio estaba desierto. Un pobre tullido entró a mi lado arrastrando sus piernas y me pidió un poco de harina. Mientras descansaba de la pesadez de las espaldas desaté una quilma y le llené el fardel. Cuando me besaba los pies, apareció Gelvira en el corredor y dejó caer al patio su pañuelo. Yo lo recogí al vuelo y, al cabo de unos instantes, bajó las escaleras. Tenía a mi lado a la diosa de mis sueños que me lo pedía. Me limpió el sudor de mi cara con una sonrisa triste que no podré olvidar nunca. Yo me quedé sin habla como si otra vez me hubiera salido el lobo en el monte y ella me dijo: “Por las noches encenderé un cirio en la ventana”
Sin darle tiempo a más, por el corredor se asomó el clérigo que la seguía, dando una voz potente y sorda: “¡Gelvira!”
Por más que cavilé, no encontré disculpa para volver al patio del palacio; tendría que esperar hasta la próxima entrega de tributos para intentar volver a verla.
Los días siguientes, buscaba cualquier motivo para coger el caballo y recorrer la legua larga por el camino del puente viejo

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, para acercarme a Astorga a merodear alrededor de aquellos muros ciclópeos,

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por ver si, en algún momento, se asomaba a una ventana. Pero todo fue inútil.
Un día me quedé hasta que oscurecía para comprobar lo que me había dicho. Cuando apareció el lucero en el horizonte, en el ventanuco más alto también apareció el resplandor del tintineo de una vela. No quería pensar que la tuvieran emparedada sin dejarle ver la luz del día. Cuando, de niño, pasaba por allí con mi madre, en su afán de catequizarme, me decía que en aquellos edificios había mujeres malas que ya no salían nunca de entre cuatro paredes, haciendo penitencia por los pecados cometidos, hasta que se morían emparedadas.

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( El ventanuco de piedra es el auténtico que daba luz a la mazmorra de las emparedadas en la Edad Media)

Rememoré el terror que me causaba imaginar unas mujeres presas. Intenté engarriar por las paredes pero no había salientes en los que apoyarme y me quedé mirando el resplandor del ventanuco, sabiendo que ella unía su pensamiento con el mío. Unos cuantos días más volví al oscurecer, y permanecía esperando a que se apagara la vela, para conectar con su pensamiento durante el tiempo de destellos detrás de las rejas, hasta que, semanas más tarde, la oscuridad entenebreció el ventanuco y ya no se volvió a encender nada.
Después de la siguiente cosecha, llevamos al palacio, en varios viajes, los tributos de la fumalga, la martiniega y los yantares, que le cobraban a mi padre con cereales y vino, en vez de pagar los ochocientos maravedíes
Vi al Deán, vi a la vieja que acompañaba a Gelvira cuando salía de la modista, vi a otros clérigos y a otras muchas personas principales, pero Gelvira había desaparecido. Se me quitó el apetito. Mi madre temía que estuviera enfermo porque me quedé en los huesos pero, poco a poco, me fui reponiendo hasta que recobré los músculos perdidos. Supuse que nunca más me enamoraría y, siguiendo los pasos del caballero Tejera, hijo y vecino del pueblo de Castrillo, al que le había oído sus correrías en la Santa Cruzada, solicité el ingreso en el Temple de Ponferrada donde tenía que observar el voto de castidad hasta el fin de mis días...

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Hoy afirmo con este escrito ,que ya me encanta la literatura .gracias por hacerme sentirlo .

Muchas gracias. Sólo por este comentario ya me ha merecido la pena haber escrito la novela.

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