El enigma de Baphomet (234)

in #spanish6 years ago

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Se lo pregunté a la hija del hotelero mientras, al día siguiente, desayunaba; me contestó con una risilla picarona mirando a otros clientes que también se guardaron la cara en la barbilla sonriendo maliciosamente. Hasta pasados muchos días no di con la tecla.
El hotelero era un vejete que no salía de un sillón de mimbre almohadillado en todos sus barrotes; a los clientes los abordaba hablándoles de la Resistencia. La “guesistans”, silabeaba abriendo los ojos húmedos y rojos, a la que él había pertenecido. La hija regentaba el hotel, tenía cuarenta y tantos años y estaba soltera; “celibataire”, me decía. Me repetía la palabra “celibataire” a la menor ocasión que encontraba, hasta que, habiendo subido yo para la habitación después de cenar, a eso de las nueve de la noche, tumbado encima de la cama pensando que había cometido la imprudencia de no haber llevado ni la dirección ni el teléfono del profesor, entró en mi habitación después de tocar con los nudillos en la puerta. Llevaba un juego de sábanas en la mano y sin preguntarme nada comenzó a cacarear diciendo que la “bonne” que había hecho la limpieza por la mañana se había olvidado de cambiarme las sábanas, y que ella la tuvo que reñir, y que a lo largo del día, con tantos quehaceres en el hotel, se le habían pasado las horas sin haber podido entrar a mi habitación, pero que tenía que hacerme la cama y cambiar las sábanas.
Al principio yo estaba en las musarañas, como un inocente. Aunque me parecía algo extraño, me creí sus actitudes y sus palabras; pero cuando se sentó a mi lado sonriendo, con las sábanas en el regazo y me dijo que me traería algo de beber, yo comprendí que la tía deseaba algo más, aunque no encontraba respuesta satisfactoria a mi incógnita, por lo que estuve observándola durante unos segundos.
Nos cruzamos una sonrisilla, que por lo que a mí respecta debió de ser muy absurda, e inmediatamente le dije que no lo tenía pensado, pero, si no le era mucha molestia, a mí no me importaba beber una copa. Soltó las sábanas en la mesa y salió disparada. No tardó ni un minuto en traer una botella de un licor malísimo de no se qué hierbas. ¡Jolín con la Marguerite, que así se llamaba! Me sirvió una copa y me la iba a dar en la boca como a un niño. Parecía una madre frustrada la cuarentona que, por otra parte, no estaba muy mala, algo mofletuda, ni muy gorda ni muy delgada, las tetas las tenía fuertes y tersas y más bien grandes que chicas. Sólo de verla con aquella apetencia me puso en el disparador y se le cayó el licor, que intentaba darme a beber, por mi pecho y por la barriga, y así trataba de sorberlo sobre mi piel, de tal manera que se despechugó un poco sin darle tiempo más que a besuquearme enfurecida, porque la llamó a voces su padre, insistentemente, desde el descansillo de las escaleras, y salió corriendo a pasitos nerviosos sobre la moqueta, componiéndose las horquillas del pelo.

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