El enigma de Baphomet (232)
Cuando terminó de hablar, me sonrió, ladeó la cabeza hacia el otro lado, y la volvió a ladear hasta cruzarse con mi mirada.
Tuve suerte —pensaba— al encontrar un hombre tan amable. Intenté calmarme, porque otra vez me invadía una confusión que no me dejaba pensar relajado: me vino a la mente que yo a aquel hombre ya lo había visto en el andén, a lo lejos, cuando me separé del magrebí en la estación; y me quedé de piedra cuando me despidió en francés con frases cortas y separando las palabras como si estuviera escribiendo. Aquella locución se la entendí perfectamente. ¡Con qué cara llegaría yo a París, que al verme con aquel semblante distraído entre el ajetreo de los viajeros, y que un ladrón se me acercaba peligrosamente sin darme cuenta, siendo policía, se vio obligado a protegerme. Me percaté de que no tenía ni idea de andar por el mundo. Quedé sorprendido cuando me dijo, con un español rudimentario, pues veía que yo de francés andaba escaso, que “hiciera atención a mis pasos” por París, que era una ciudad peligrosa sobre todo para los despistados, o algo muy parecido. En ese momento no le entendí todas las palabras, pero días más tarde, cuando estaba más suelto, el guarda nocturno del hotelito, que más que un hotel parecía una pensión de tercera, me lo recordaba con chanza, una vez que habíamos alcanzado algo de confianza, ya que se había sorprendido al verme llegar al hotel con un policía.
Interiormente dejé de insultar al profesor porque empezaba a suponer que algo gordo le tenía que haber sucedido.
Aquella noche, me ocurrió de todo. Al fondo de la habitación se camuflaba un armario empotrado de puertas decoradas con el mismo papel que las paredes. Dos puertas correderas no podían abrirse pues estaban claveteadas por todas partes, y la tercera, que conservaba dos bisagras postizas de tres que le habían clavado —vaya chapuza—, estaba abarquillada y no corría, con lo que al intentar abrirla me cargué el raíl de arriba y se astilló la madera haciendo un ruido rechinan.