El enigma de Baphomet (231)
A las dos de la mañana empezó a rezar sin ningún miramiento y el muy cachondo despertó a todo el vagón dando voces. Todo su problema consistía en colocarse mirando a la Meca. ¡Vaya sufrimiento se le adivinaba en las arrugas de la frente porque no daba con la dirección deseada! Zarandeado por el traqueteo, intentaba arrodillarse en el pasillo, hasta que logró enclocarse como un ánade en su nido. El tren marchaba de sur a norte y él debería mirar hacia el este. En su intento de acomodo basculó el tren en un cambio de agujas, y en el vaivén se pegó tal golpe en la frente que se le hizo un chinchón como un huevo de gallina, pues se golpeó contra la esquina de la puerta antes de dar en el suelo todo lo gordo que era. Por lo menos aparentemente no le preocupaba el bulto y lo olvidó en pocos minutos.
Tuvimos tiempo de contarnos nuestras vidas. Me resultó muy simpático el viejo rifeño. Me llegó a decir que Cousteau estaba profanando lo que el Corán ya había descubierto sin tanta ciencia, y que las hojas blastodérmicas de los embriones ya las describía su libro sagrado que estaba escrito en el cielo. “El Corán es suficiente —me adoctrinaba— para explicar todos los misterios de la naturaleza”.
Con tantas conferencias, terminé del viaje con la cabeza como un bote. Debía de ver en mí un fakir en potencia, porque me sonreía con un canino de oro, invitándome a cambiarme el nombre y convertirme al Islam.
Cuando llegué a París, me encontré desolado. Había quedado con el profesor de Lengua Española del instituto, debajo de un punto de información de la estación de Austerlitz, si bien me había dicho que, de no encontrarnos por cualquier motivo o que le fuera de todo punto imposible acudir a esperarme, tendría que arreglármelas para llegar al hotelito cuya dirección llevaba apuntada. Había que ser precavidos y tener pensadas las posibles incidencias, por si acaso... En ese momento desmitifiqué al profesor de Lengua y le llamé cabronazo en alto, y todos los insultos que se me ocurrían.
Yo, que me había creído tan adulto, en ese instante me sentí como un niño pequeño desprotegido, con tal desazón que no me hubiera importado haberme dado la vuelta en el tren de regreso; pero tiré para adelante, porque, a pesar de todo, me impulsaba un afán de adentrarme en lo desconocido.
Tuve momentos de zozobra, pero en esa confusión pudo más la determinación que el desasosiego. Además llevaba el trabajo buscado en la empresa de limpieza, lo que me facilitaba mucho las cosas.
El profesor me había buscado ese trabajo en tanto no me contrataran como pintor y albañil para pequeños arreglos.
Cogí un taxi después de entrar en un bar a llamar por teléfono y haberme hecho un lío, pues, aparte de no conocer bien la lengua, tuve que pedir ayuda a un hombre como de treinta y cinco años, con los pelos tiesos y una cartera de ejecutivo que yo nunca había visto, con unas cerraduras extrañas que parecían dos tambores de revólver. En mi lugar llamó él por teléfono al hotel del que llevaba yo la dirección, por ver si la reserva que había hecho desde España seguía en vigor.
El teléfono público tenía un funcionamiento que no había quién lo entendiera. Además, había que comprar previamente una ficha metálica pues aquel armatoste no funcionaba con monedas.
Yo creía que, con lo que había estudiado en el instituto, me sobraría para entenderme, pero la realidad fue que a duras penas nos entendimos con mi poco francés gesticulado y su buena voluntad. Menos mal que, sobre todo, la mímica había funcionado, porque, si no, no sé qué hubiera sido de mi persona en aquellas circunstancias. Llegué a acongojarme, pensando que había salido de casa la primera vez y nada menos que a un sitio desconocido a dos mil kilómetros. Aquel hombre, aun sin conocerlo de nada, me acompañó al hotel en mi mismo taxi, pero pagué yo y él no se opuso. Yo estaba mosca porque no me hablaba nada, aunque me sosegué un poco pensando que con el trabajito que nos había costado entendernos las pocas ideas importantes e imprescindibles que habíamos intercambiado no nos íbamos a poner a hablar de cosas intrascendentes.
El hotel estaba cerca de Galerías Lafayette. Cuando pasábamos por la calle me indicó que detrás se encontraba mi hospedaje. Eso se lo entendí perfectamente.
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