El enigma de Baphomet (214)
Roderico había estado escribiendo las últimas líneas de sus escritos allí debajo, al lado del carámbano de la orilla, sentado en una piedra en el último ojo del puente, por el que únicamente corría agua en las crecidas del deshielo de la primavera o por las lluvias intensas del otoño. Vino hacia mí, que esperaba en el carruaje de los muertos tapada con una manta y una capa. El sol inmenso y plomizo, con color de sangre coagulada, ya casi rebasaba el horizonte, interrumpido por el rocío en las ramas desnudas de los árboles, que se habían agrandado enormemente en las mismas praderas donde, cuando éramos niños, nos habíamos enamorado correteando entre sus troncos. La diferencia era que, entonces, los olmos, los negrillos, las paleras y los nogales tenían el pelo rizado, frondoso y desbordante al comienzo del verano.
Roderico me dio sus pergaminos para que los guardara. Me dijo que no podía seguir escribiendo porque se le habían congelado los dedos, pero no acusaba exclusivamente la parálisis de las manos. También le vi la cara de pasmado con un párpado trémulo y las venas del cuello palpitantes, apartándose corriendo a vomitar detrás de los juncares lo que había comido. Yo no podía levantarme del interior de aquella tartana luctuosa: carecía de fuerzas.
Me reveló que, en la ergástula, durante la última conversación que mantuvo con Martín, le había suplicado que, si lo mataban, nos encomendaba a mi hijo y a mí bajo su tutela, que no se fiaba del obispo de Ávila ni de la Reina María, porque tanto uno como la otra eran unos criminales sin escrúpulos, y también le encomendó que dejara escrito todo esto para que su niño, el futuro rey de España, Alfonso XI, supiera quién, de verdad, había sido su padre y lo que con él habían hecho.
Roderico podría pasar por un iluminado o un maniaco con un tintero y un pergamino bajo el puente, dando fe de lo que estaba viendo, pero estaba cumpliendo, el mandato de Martín, su amigo y compañero, como si fuera sagrado. Ahora, que han pasado tres semanas, sigo yo describiendo lo que sucedía aquella mañana. Roderico ya no pudo seguir escribiendo cuando le recogí los pergaminos. Después de devolver solamente bilis con arcadas estruendosas que le encogían las entrañas, venía hacia mí otra vez como si antes se hubiera olvidado de decirme algo importante, pero daba la impresión de haberse vuelto loco.
Con esta forma de narrar y de describir los ambientes donde están inmersos los personajes, de describir también las sensaciones y sentimientos nos captas la atención, y seguimos el relato como las moscas siguen un reguero de melaza; esperando que al final de ese reguero esté el deseado tarro abierto.
Muchas gracias. Seguiré posteando el libro hasta el final.