El Cacique (Capítulo 5 - El escape) (Fin)
¡Hola comunidad de Steemit! ¡Mis #steemados amigos y amigas:!
Le escribo continuando esta #historia de #ciencia-ficción basada en el pasado de Venezuela que quiero ir desarrollando por acá, ¡les invito a leer el quinto y último capítulo!
SINOPSIS
El Cacique es un impetuoso guerrero líder de la resistencia. Él ha vivido su vida bajo el yugo del Imperio Español, pero ahora un enemigo mucho más terrible ha venido a subyugarlo. Hombres con aspecto parecido a los españoles, pero que manejan armamentos diferentes y hablan un idioma de siseos. Más que una búsqueda de tesoros, como los españoles, estos nuevos colonizadores buscan algo más. ¿Pero qué?
Introducción: El Asedio
Capítulo 1: El Intento
Capítulo 2: La Sangre
Capítulo 3: El Cuerpo
Capítulo 4: La Nave
#5 - EL ESCAPE
Cada aliado peleaba pero se veían reducidos debido a su poco entendimiento para el uso de las lanzas. Sabían que podían disparar con ellas al igual que los guardias, pero no sabían cómo hacerlo.
Una ensordecedora explosión sacudió la nave. La onda expansiva empujó con violencia a Guacaipuro hacia la pared derecha, empezaron a caerle encima escombros ardientes y extremidades humanas. El espeso humo le impedía respirar con normalidad. Comenzó a oír gritos de desesperación por encima del pitido de sus oídos.
Guacaipuro consiguió ponerse de pie y se dijo a sí mismo que todo era una terrible pesadilla. Retrocedió dos metros en medio del humo y reparó en sus aliados que ahora eran víctimas mutiladas y agonizantes. Con paso renqueante, se dirigió hacia el tablero de la cabina de mando.
Entre escombros ensangrentados en el calcinado suelo de piedra de la nave, salió Curamay junto a un aliado a trompicones. Heridos y cubiertos de ceniza. Guacaipuro sin saber cómo, logró activar los propulsores de la nave, y salieron disparados hacia el cielo del jardín hasta más allá.
No había forma de saber cómo darle dirección. Escapados ya, lejos de los colonizadores y su jardín, sin saber siquiera dónde en verdad se encontraban, Guacaipuro, Curamay y un aliado sin nombre conocido, se estrellaron. Al incendiarse la nave, salieron corriendo a comprobar el alrededor.
Se encontraron frente a un estanque profundo junto a una ribera. Guacaipuro hizo un rápido inventario de sus heridas. Se tocó el cuello y se miró los dedos. No había sangre, aunque seguía doliéndole en el interior cuando tragaba o inhalaba.
Todo el hombro le dolía, pero las cortadas parecían sanar. Las perforaciones del muslo también se veían saludables, aunque su pierna aún no soportaba el peso de su cuerpo. Tocándose la cabeza podía imaginar que se veía horrible, pero ya no sangraba y no le dolía.
Su espalda también era su preocupación. No tenía la agilidad necesaria para inspeccionarse las heridas con las manos, y siendo incapaz de verlas, su mente evocaba imágenes terribles. Notaba sensaciones extrañas que suponía que eran las costras quebrándose una y otra vez.
Se quedó tendido en la arenosa ribera, exhausto y desanimado por el giro más reciente de los acontecimientos. Sus compañeros le miraron preguntando qué hacer ahora.
Curamay estudió el relieve del terreno que los rodeaba. A menos de cincuenta metros, tres de los lados de una trinchera poco profunda conducían a una ancha y seca cuenca.
—Es una trampa —Indicó el aliado—. Revisemos.
El aliado se refería a un agujero que se observaba en medio de la trinchera, camuflado alrededor con unas ramas y piedras. Se acercó corriendo, quitó todo y se agachó a escuchar. Curamay y Guacaipuro se extrañaron.
—Una vez vi a un niño meter la mano dentro de una trampa similar y sacarla, entre gritos, con una culebra pegada —contó el aliado mientras miraba a su alrededor buscando una rama adecuada. Encontró una larga con el extremo plano y la golpeó varias veces dentro del agujero.
Tras asegurarse de que lo que hubiera en la trampa estaba muerto, el aliado metió la mano y, uno por uno, sacó lo que parecían seis ratas y tres ardillas. Las primeras tenían pelaje moteado a lunares, y sus orejas y cola eran como las de un gato. Las segundas tenían colas bífidas y su pelaje era gris claro con manchas de un verde intenso.
Sin duda no eran las criaturas que creían que eran a pesar de las similitudes. Eran algo más.
—Es difícil de creer, pero… —dijo Guacaipuro.
—No estamos en Abya Yala, ¿cierto?
—No, Curamay —respondió el aliado—. Estas criaturas son de otro mundo. Estamos en otro mundo.
Esa noche los tres indios acamparon, Guacaipuro en su mente se decía que era un mal lugar para hacerlo , pues era un sitio abierto en demasiados ángulos. Pero estaban cansados y tenían agua cerca.
No habían comido en días. Las ratas y ardillas extrañas no alcanzarían a satisfacer a tres hombres adultos. El terreno era inhóspito en todos los frentes. Sus vidas se encontraban en los límites de la extenuación y el completo colapso.
Mientras los otros dormían, Guacaipuro hacía guardia. Sabía que habrían volado cientos de millas antes del choque. No había modo de saber en qué dirección estaba el jardín y la extraña metrópolis de los españoles caras de serpiente. Mucho menos de saber en qué dirección se encontraba Suruapay.
Extrañó a Urquía, su esposa. La extraño más que nunca. Recordó cuando los piaches habían separado unas doscientas entre las más hermosas vírgenes para que él escogiese por su esposa, pero les salió con algo inesperado:
« ¡No quiero! Para barragana, ¡con la que tengo me basta!», recordó con una sonrisa mirando a un cielo púrpura lleno de estrellas. Suspiró entristecido por la nostalgia. Cerró los ojos e imaginó con Urquía, con sus ojos negros y grandes, que se clavaron una vez en su alma para no ser jamás arrancados de ahí.
Recordó sus labios de color rosa que le cautivaron e incitaron a que, sin vacilar, su primer mandato se tratara sobre su amor por ella.
« ¡Llévense las barraganas! ¡La mía vale por todas!», recordó.
Por instinto y aún con los ojos cerrados, alzó su brazo buscando acariciar los cabellos trenzados de su mujer. Aquella que se le unió para acompañarle siempre, asentando su poder sobre la base del orden. Tal como lo pedía el temperamento intensamente grave y reflexivo que a Guacaipuro caracterizaba.
Ella puso una nota de suave ternura en la aspereza expiatoria de aquellas tremendas guerras. Al lado de aquel indio cerril, era como la noble belleza de una estrella que asoma por el boquete de una nube tormentosa.
Mientras más recordaba, más enfurecía. Quería estar con Urquía, quería resolver todos los asuntos pendientes, quería venganza por todo lo que los españoles le hicieron a su pueblo. Toda su vida lo que había conocido era la guerra contra los españoles.
Necesitaba encontrar a Infante, él era la clave para saber dónde estaba, cómo volver y averiguar qué inyectó en su pecho, que le dolía cada vez que se tocaba. Se preocupó pero evitaba hacerlo en demasía.
Guacaipuro sabía que era mejor no pensar en eso último. No podía permitirse el miedo. No ahora. Su gente en Suruapay contaba con él, Urquía contaba con él. Sus compañeros en el inhóspito mundo también contaban con él.
Nunca el silencio fue tan amenazante para Guacaipuro como esa noche. Era la primera noche tranquila en mucho tiempo. La misma noche le dejaba ponderar la dura realidad.
Pensó que pasaría si no lograba encontrar el camino a casa. Se preguntó cuánto más podría seguir con lo que sucedía. Atrapado en lo desconocido y condenado a luchar por siempre, ¿cuánto tiempo podría pasar antes de encontrar alguna señal de esperanza?
« ¿Cuándo será demasiado?», pensó.