El Cacique (Capítulo 3 - El cuerpo)

in #spanish6 years ago

¡Hola comunidad de Steemit! ¡Mis #steemados amigos y amigas:!

Le escribo continuando esta #historia de #ciencia-ficción basada en el pasado de Venezuela que quiero ir desarrollando por acá, ¡les invito a leer el tercer capítulo!

SINOPSIS

El Cacique es un impetuoso guerrero líder de la resistencia. Él ha vivido su vida bajo el yugo del Imperio Español, pero ahora un enemigo mucho más terrible ha venido a subyugarlo. Hombres con aspecto parecido a los españoles, pero que manejan armamentos diferentes y hablan un idioma de siseos. Más que una búsqueda de tesoros, como los españoles, estos nuevos colonizadores buscan algo más. ¿Pero qué?

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#3 - EL CUERPO

La primera imagen que observó el indio al despertar otra vez era la de un bebé conectado a unos tubos, flotando en una incubadora vertical. El corazón de Guacaipuro latía a medio ritmo. Una vez recuperada su visión, se percató estar encadenado a una cama. Infante se encontraba con una inyectadora en mano y se la clavaba en el pecho, haciéndole gritar con estupor. Se encontraban en un quirófano.

No tenía idea de la hora. Guacaipuro sintió fuego en su corazón, sus nervios encendidos y cómo sus entrañas se sacudían. Un dolor de cabeza que se sentía como si le mordisquearan la frente. Un intenso martilleo en las piernas. Se desesperó e intentó con todas sus fuerzas zafarse.

El movimiento irritó algo en lo profundo de su pecho. Sintió que se avecinaba una tos y tensó los músculos de su estómago para reprimirla. Tenía los músculos adoloridos por las muchas batallas anteriores, y a pesar de sus esfuerzos, la tos salió de golpe. Guacaipuro sentía como si le estuvieran extrayendo las entrañas por la garganta.

El centinela lo había destrozado por fuera y ahora la fiebre lo estaba destrozando por dentro. Sentía como si lo hubieran vaciado. Temblaba sin control, anhelando la calidez abrasadora del fuego. Estaba pálido por la pérdida de sangre y su respiración seguía siendo pesada. Aun así, su pecho subía y bajaba, un aliento seguía al anterior con obstinación.

Infante tenía entre sus manos unas tiras curvadas de metal con unas diminutas almohadillas en cada extremo. Acopló la tira metálica detrás de la cabeza de Guacaipuro y colocó las almohadillas de forma que quedaran sujetas justo encima de la mandíbula y por debajo de las sienes.

Las almohadillas conducían el sonido a los huesos de la mandíbula, permitiendo que lleguen directo a la cóclea. Producían el efecto de tener una voz dentro de la cabeza, la voz de aquellos a su alrededor traducida a lengua caribe.
—Tu piel ya está cerrada, pero aun así es hora del sufrimiento, cacique —dijo Infante—. Y de charlar.
— ¡Quítame estas cadenas y te mostraré sufrimiento, cobarde cara de serpiente! —Guacaipuro se movía como podía pero las cadenas le apretaban mientras más lo hacía.
—Ese no es el tipo de charla que tenía en mente —se quejó Infante mirándole con arrogancia, para luego con su mano apretar la quijada de Guacaipuro—. Me dirás todo lo que sepas sobre los muchos indígenas de tu mundo. Incluyendo tu familia y hasta el último de tus amigos. Me dirás dónde encontrarlos. Me dirás dónde residen los Oratanas.
— ¡Átame a cuantas cadenas quieras, bestia! ¡Todo lo que te diré es que el Orinoco te devore! —Su quijada se endureció mientras pensaba en lo que habían hecho, y sintió el deseo visceral de lanzarse a estrangular a Infante.

El español de entre sus bolsillos sacó una navaja y apuñaló en un hombro a Guacaipuro, que retenía sus gritos de dolor.
—No soy un novato en los modos de tortura, como verás. Una vez torturé a un vikingo. Los caribes los conocieron una vez, ¿no? Son incluso más salvajes que ustedes… —contó Infante—. Tras una tarde a solas conmigo, me dijo dónde estaban sus propios hijos.
— ¡TE MATARÉ! —Los ojos de Guacaipuro miraron a Infante con rabia, súbitos y reanimados como brasas bajo un fuelle.
—Lucha cuanto desees, cacique. Estas cadenas han encadenado a miles antes de ti, algunos incluso con la fuerza de dividir montañas. Seres de mundos que ni en tus sueños más extraños podrías imaginar.

Infante reía, con su puñal acariciaba el pecho de Guacaipuro y le miró extrañado, con suma curiosidad.
—Todos empiezan llenos de confianza y furia. Tan convencidos de su lucha y su bendita resistencia hasta que les muestro lo que son de verdad. Lo que son sus madres, sus esposas y sus hijos —propició Infante una leve estocada a su prisionero—. Son carne. Carne y hueso y sangre y entrañas.

Guacaipuro enfurecía y entonces Infante tomó de una mesa unos guantes, al colocárselos estos emitieron un brillo negro y al tocar a Guacaipuro con ellos, el indio sintió como la vida se le iba. Su piel se ablandó y perdió tono, se debilitó toda su fuerza y su cabello se agrisó.

Guacaipuro gritó pidiendo que se detuviera. Infante susurró algo en un idioma de siseos y el efecto de su toque con el guante se revertía.
—Comenzaremos con algo fácil —rió el torturador—. ¿Hay alguien de tu gente que odies? ¿Algún indígena traidor? Solo dime quiénes son y te prometo que los mataremos primero.

Un ruido se escuchó y varios españoles aparecieron gritándole a Infante en su idioma de siseos, que reclamó pero luego se calló a soportar los gritos, sin duda aquellos que recién aparecían eran sus jefes. Uno de ellos adormeció a Guacaipuro tan solo con tocarlo, y el indio al despertar se encontraba de nuevo en la celda.

Furioso de no haber podido liberarse por sí mismo, Guacaipuro sentía la necesidad de hacerse más fuerte, de conocer las debilidades de estos singulares enemigos. Sintió la debilidad de su cuerpo. Por primera vez desde el ataque del centinela, tenía la mente despejada. Con esa claridad vino una valoración alarmante de su situación.

Con considerable turbación, Guacaipuro observó a su alrededor y miró lo heridos y cansados que estaban sus iguales. Curamay estaba allí, aparte de otros seis cuyo origen a Guacaipuro le era desconocido. No hablaban su idioma ni tampoco español. El líder indígena hizo un gesto con la cabeza a Curamay y dijo su grito de batalla: « ¡Somos gente de verdad!», esta vez era más significativo que nunca.

Pero Curamay le esquivó la mirada, estaba desalentado, con poca esperanza.
— ¿Acaso no lo ve, Guapotori? Con el tiempo reclamarán todo —cabizbajo Curamay su voz se quebró—. ¿Por qué pelear?
—Pelear es lo que hacemos. Es nuestra naturaleza. Nuestros captores creen que somos salvajes —respondió Guacaipuro—. Pronto descubrirán cuán salvajes somos cuando usemos sus armas en contra de ellos.
—Lo creía muerto, Guapotori… —confesó el flechero.
— ¿Por qué?
—Diecisiete días han pasado sin que apareciera desde que cortaron su mano izquierda.

Guacaipuro se sorprendió, no sabía que había estado inconsciente tanto tiempo, ¿qué cosas no pudieron haberle hecho todos esos días en que lo mantuvieron dormido?

La pared frente a la salida de la celda era tan clara que Guacaipuro alcanzó a ver una imagen borrosa de su rostro, y pudo ver que el centinela casi le había escalpado. Su apariencia le resultaba irrelevante dado el estado de las cosas.

Le preocupaban sus heridas. Guacaipuro se tocó las suturas y por un momento agradeció las habilidades quirúrgicas de Infante o cualquiera que le haya tratado.

Por más que el cacique quisiera embarcarse en una búsqueda inmediata de quienes lo atacaron, sabía que hacerlo sería una estupidez. Estaba sin armas en una tierra hostil. Se encontraba débil por la fiebre y el hambre.
—Saldremos de aquí —sentenció sereno, reteniendo su furia en el interior. Sabía que no había otra opción.

CONTINUARÁ

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