Antes del Mediterráneo
I
En aquel entonces no existía el Mediterráneo. El mundo que conocía estaba delimitado por mi ciudad; y del otro lado —fuera de ella—, sólo había otro sitio. Otro lugar desconocido que ocupaba el resto del planeta: Nueva York.
A ese lugar iban a parar todos los dominicanos que tenían la suerte de montarse en un avión. No iban a ningún otro lado. Sólo a Nueva York. Porque los aviones de la época —que yo recuerde— sólo sabían volar hasta allí. Hasta ese otro lugar que ocupaba el resto del mundo y que yo únicamente había visto en fotos de libros y revistas, o en algunas de las célebres persecuciones de Starsky & Hutch. Entonces creía que los aviones eran el sitio más limpio del mundo, porque antes de viajar, mí tía —porque todos teníamos una tía en Nueva York— se gastaba muchísimas horas limpiándose las orejas con bastoncillos y revisándose los dientes frente a un espejo. Había que estar perfecto para subir a un avión. Tan perfectos como lo estaba mi tía: la ropa planchada con almidón, los zapatos relucientes, el moño más apretado que un nudo de Boy Scout, y los sobrinos a metro y medio para que no fuéramos a jorobarlo todo.
Después, ya en el aeropuerto, teníamos que ponernos en fila para que la tía nos dejara una mancha roja de pintalabios en las mejillas antes de cruzar a la zona prohibida en la que solamente, únicamente, exclusivamente, podían entrar los que tenían la grandísima dicha de ir a Nueva York. Luego regresábamos al barrio. Casi siempre en un taxi, cuyo conductor —según afirmaba siempre papá a la hora de pagar— resultaba ser un ladrón. Había que volver y conformarse con la chacabana dominguera y el paquete de calcetines deportivos de a un dólar que la tía había traído como regalo. O con el medio frasco de zumo Tang en polvo que la tía había dejado, porque ella no tomaba los refrescos ni los mabís de Santo Domingo: estaban hechos con agua sucia, y algunos olían a descuido. Eso decía.
Ya en la casa, flotaba la ilusión de algún día estar tan limpiecito como para subir a un avión. Las cosas iniciaban su lento camino a la normalidad, y a medida que el barrio se agitaba con la ocurrencia de uno que otro acontecimiento, aquella ilusión —potenciada por el viaje de mi tía— se iba desvaneciendo poco a poco a medida que avanzaban los días.
Y luego la barriada se encargaba del resto. Se encargaba de disipar el olor a desodorante Avon y a champú de Revlon que la tía había dejado en la habitación y el cuarto de baño. Se encargaba de alejarme la ilusión que me cegaba cuando los buenos de la serie —los polis— perseguían a los malos y de paso se llevaban con el carro un puesto de frutas en una acera, para luego acorralarlos en un callejón sin salida en cuyo extremo se veían las escaleras metálicas de emergencia de los edificios, los contenedores de basura, una que otra hoja de periódico empujada por el viento, y los chorros de humo que salían por las alcantarillas.
El barrio era capaz de refrenar —hasta la siguiente visita de mi tía— toda esa ilusión agrupada en una fantasía con forma de rascacielos. Porque así era el barrio: una especie de teatro a función abierta todo el año, en el que los espectadores formaban parte de las obras. Un pequeño circo de improvisadas funciones que me ayudaban a volver a condenar en fotos de libros y revistas, y en series de televisión, aquella otra ciudad que era el resto del mundo cuando todavía no existía el Mediterráneo.
II
Años después supe que se llamaba Priscila. Pero durante aquella época en que nada era más importante que picar la pelota contra la pared —porque no teníamos bate—, se llamaba sencillamente Morena: la chica de la casa de al lado del colmado. La que más gustaba en el barrio. La calladita. La hija de la viuda, que no era viuda sino que su marido se había ido para Nueva York y nunca se había vuelto a saber de él. Morena. La Morena. De ojos grandes. Por las tardes siempre sentada en la galería de la casa y los sábados por la mañana haciendo oficios con su mamá. ¡Qué buena hija! Morena.
Una tarde anunció que se iba. Se marcharía para el sitio de las revistas, las fotos y las pelis. Allá donde estaba su padre que finalmente había dado señales de vida. Entonces el romance entre Morena y mi hermano quedó en evidencia: «amores escondidos». Eso tenían. Nadie lo sabía. Se marchó, hubo cartas y llamadas, creo. También fotos de Morena parada en una acera cubierta de nieve. Fotos pequeñas. Con colores pálidos y curvas en las esquinas. Morena en el portal con guantes y bufanda. Morena en una calle con un montón de edificios que subían hasta el cielo. Morena en una esquina que sale repetida en muchísimas pelis. Morena aquí… Morena allí…Pa’que en el barrio supieran dónde estaba. Allí mismo, en Nueva York. Dónde, sino.
Cuando volvió no había adolescentes en el barrio. Ni pelotas que picaban contra la pared. Ni calladitas. Entonces no era Morena, sino Priscila. La dueña de un todoterreno. Un Cherokee, el primero que habíamos visto tan de cerca. El poder: Nueva York. Un jeep capaz de sacarle a cualquiera el aire de los pulmones. Un jeepetón. Con una esferita luminosa clavada en el tablero que se movía dentro de un pequeño domo de cristal y señalaba el rumbo. Una máquina. El Camaro ya era obsoleto.
III
Julito decía que tenía cuerpo de matrimonio y cara de divorcio. Pero eso le importaba poco a los muchachos del barrio. Lo cierto es que cada vez que Miguelina pasaba por la esquina del colmado muchos cuellos se enroscaban. Casi siempre llevaba puestos unos pantalones de lycra que le transformaban el trasero en una pelota de fútbol.
Los tígueres del barrio siempre estaban en la esquina. Reclinados contra la pared del colmado en sillas plásticas, calibrando al ojímetroporciento los dotes de todas la hembras que tenían al alcance de la vista. En esa esquina siempre era fin de semana. Un oasis de borrachones en medio de la barriada que reclutaba a todo el que se quedaba sin empleo.
Miguelina era la lengua del barrio. Cuando Laurita se fugó con el novio, Miguelina debutó como bochinchera. Antes de que Morena mutara en Priscila, Robertico, David y yo acechábamos a Miguelina. No era guapa, pero tampoco teníamos referencias para juzgar un cuerpo femenino desnudo. Miguelina se miraba en un espejo. Se medía las tetas y a veces se dibujaba un lunar cerca de un pezón con un bolígrafo barato. «Doña Lengua». «Don Culo». Decía Robertico. Decía Julito.
Don Alejandro vino de Nueva York —de dónde más se suponía que podría venir— a resolver el problema que su hija había armado escapándose a escondidas, a media noche, con un desgraciado que no la merecía.
Pero era feliz, juraba Miguelina. Con ese hombre veinte años mayor que ella. Con ese desconocido cuyo único mérito, según doña Lengua, era tener tremendo látigo entre las piernas.
Por primera vez don Alejandro llegó al barrio en una fecha distinta a la de las uvas, el puerco en puya y el vino moscatel. Muerto de vergüenza. Harto de Miguelina. Convertido en una sombra tras las ventanas. Incapaz de cruzar por el colmado por temor al Oasis: la esquina del eterno «weekend». «¡Coño, qué vaina!»
IV
Era la forma de decirlo: «maquillao». Es decir, con maquillaje, es decir, embalsamado. Porque hasta en esa vaina eran buenos los gringos. Así trajeron de Nueva York a Kuki, el primo de Julito. La familia dijo que había sido un accidente de tránsito. Miguelina aseguró que del cuello pa’abajo era un muñeco y que lo único que habían traído de Kuki era la cabeza. Que no era un accidente. Que una escopeta doce con el cañón recortado era casi como una granada.
«Malos pasos», era la causa por la que casi siempre pasaban estas cosas, según mi madre. Y esa ciudad —afirmaba— pervertía a la juventud. Le llenaba los ojos con disparates hasta que se metían en «malos pasos». La vida, allí, no valía cinco centavos. Y los hijos se atrevían a levantar la mano a sus padres. Mi madre... eso decía.
Kuki se había ido dos años atrás, y a los seis meses había vuelto con una camiseta de los Mets tres tallas más grande que la suya, el pecho lleno de cadenas y una correa con una hebilla llena de brillo que ponía: NYC.
Año y medio más tarde volvió con la cara más relumbrante que una muñeca de porcelana. Miguelina me dijo que allí las cadenas de oro la venden por segundos. Pagas el precio de diez segundos. Agarras la punta de un enorme rollo y sales corriendo. El tendero echa un par de caladas, mira el reloj, y cuando han pasado los diez segundos pega un hachazo y corta la cadena. Consiguen más cadena los que más deprisa corren. Kuki era muy veloz.
V
El hombre del látigo nunca apareció por el barrio. Nadie supo cómo era, excepto Miguelina, por supuesto. Don Alejandro regresó sin resolver el problema. Sin cumplir el juramento de pegarle dos balazos al hombre del látigo. Promesa hecha en la esquina del colmado cuando finalmente venció la vergüenza y se detuvo en el Oasis para empinar el codo con los tígueres del barrio y sosegarles la ironía con una par de dólares.
Entonces hubo un período bobo en el que pocas cosas sucedieron. La lengua de Miguelina perdió poder. No hubo acontecimientos, ni casos de parejas atrapadas con las manos más allá de la decencia. Ni maquillados.
Tiempo después vino Priscila. Con su Cherokee. Con su sonrisa y más fotos. Más historias, menos prejuicios. Horacio, mi hermano, nunca quiso hablar de sus intimidades con ella: la antigua Morena: la nueva mujer. Cuando se marchó hizo lo de siempre: dejar una sensación de impotencia y de exclusión. Los que conocían Nueva York y los que no. Ahora era el barrio quien se encargaba de estrujarnos la verdad a cada momento. El autobús del colegio era una donación. Un «Bus» amarillo de esos que dicen School Bus, y tienen dos orejas a ambos lados de la parte delantera con la palabra Stop. Ni siquiera le borraron el letrero: Bedford Elementary School. Era el colmo.
El barrio se tornó gris. Se hizo insoportable. Había otra ciudad dentro de él. Una ciudad imaginaria para algunos. La sensación de la partida de mi tía se tornó permanente. Una forma de vivir. Cada cual encontró su camino, y la chispa del barrio languideció. Se apagó. De alguna forma, quizás, se transformó en un Nueva York fuera de sitio, o en un deseo de esa ciudad. Un barrio «abroad». La mayoría de los muchachos tuvieron sus propias fotos con curvas en las esquinas. Mientras que yo… yo que nunca fui un buen corredor, después de todo esto, me fui caminando con cuidado y poco a poco llegué al Mediterráneo.
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