La Mafia: EL PUERTO capítulo 1

in #spanish7 years ago (edited)


El puerto
El contenedor se balanceaba mientras la grúa lo transportaba hacia el barco.
Como si estuviera flotando en el aire, el spreader, el mecanismo qué engancha el
contenedor a la grúa, no lograba controlar el movimiento. Las puertas mal
cerradas se abrieron de golpe y empezaron a llover decenas de cuerpos. Parecían
maniquíes. Pero en el suelo las cabezas se partían corno si fueran cráneos de
verdad. Y eran cráneos. Del contenedor salían hombres y mujeres. También algunos
niños. Muertos. Congelados, muy juntos, uno sobre otro. En fila, apretujados
como sardinas en lata. Eran los chinos que no mueren nunca. Los eternos que se
pasan los documentos de uno a otro. Ahí es donde habían acabado. Los cuerpos que
las imaginaciones más calenturientas suponían cocinados en los restaurantes,
enterrados en los huertos de los alrededores de las fábricas, arrojados por la boca
del Vesubio. Estaban allí. Caían del contenedor a decenas, con el nombre escrito
en una tarjeta atada a un cordón colgado del cuello. Todos habían ahorrado para
que los enterraran en su ciudad natal, en China. Dejaban que les retuviesen un
porcentaje del sueldo y, a cambio, tenían garantizado un viaje de regreso una vez
muertos. Un espacio en un contenedor y un agujero en un pedazo de tierra china.
Cuando el hombre que manejaba la grúa del puerto me lo contó, se tapó la cara
con las manos y siguió mirándome a través del espacio que había dejado entre los
dedos. Como si aquella máscara de manos le infundiera valor para hablar. Había
visto caer cuerpos y ni siquiera había tenido que dar la voz de alarma, que avisar a
nadie. Simplemente había depositado el contenedor en el suelo, y decenas de personas
surgidas de la nada los habían metido todos dentro y habían retirado los restos
con un aspirador. Así era como funcionaban las cosas. Todavía no acababa de
creérselo, esperaba que fuese una alucinación debido al exceso de horas
extraordinarias. Juntó los dedos para taparse la cara por completo y prosiguió su
relato gimoteando, pero yo ya no entendí lo que decía.
Todo lo que existe pasa por aquí. Por el puerto de Nápoles. No hay producto
manufacturado, tela, artículo de plástico, juguete, martillo, zapato, destornillador,
perno, videojuego, chaqueta, pantalón, taladro o reloj que no pase por el puerto. El
puerto de Nápoles es una herida. Ancha. Punto final de los interminables viajes de
las mercancías. Los barcos llegan, entran en el golfo y se acercan a la dársena
como cachorros a las ubres, con la diferencia de que no tienen que succionar sino,
por el contrario, ser ordeñados. El puerto de Nápoles es el agujero del mapamundi
por donde sale lo que se produce en China, o Extremo Oriente, como todavía se
divierten en llamarlo los cronistas. Extremo. Lejanísimo. Casi inimaginable. Si uno
cierra los ojos ve kimonos, la barba de Marco Polo y una pierna levantada de Bruce
Lee dando una patada. En realidad, ese Oriente está más unido al puerto de
Nápoles que ningún otro lugar. Aquí, el Oriente no tiene nada de extremo. El
cercanísimo Oriente, el vecino Oriente deberían llamarlo. Todo lo que se produce
en China es vertido aquí. Como volcar un cubo lleno de agua en un hoyo hecho en
la arena: el agua, al caer, erosiona todavía más el hoyo, lo ensancha, lo ahonda. El
puerto de Nápoles mueve el 20 por ciento del valor de las importaciones textiles
de China, pero más del 70 por ciento de su volumen pasa por aquí. Es una
peculiaridad difícil de entender, pero las mercancías tienen una extraña magia,
consiguen estar sin que estén, llegar aunque no lleguen nunca, ser caras para el
cliente aun siendo de mala calidad, resultar de poco valor para el fisco aun siendo
valiosas. Lo cierto es que en el textil hay mercancías de muchas categorías, y
basta hacer una marca con el bolígrafo en el impreso correspondiente para bajar
radicalmente los costes y el IVA. En el silencio del agujero negro del puerto, la
estructura molecular de las cosas parece descomponerse para reagruparse después,
una vez fuera del perímetro de la costa. La mercancía debe salir rápidamente del
puerto. Todo sucede tan deprisa que mientras está aconteciendo desaparece. Como
si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido un simple gesto. Un viaje
inexistente, un atraque falso, un buque fantasma, una carga evanescente. Como si
nunca hubiera existido. Una volatilización. La mercancía debe llegar a manos del
comprador sin dejar rastro del recorrido, debe llegar a su almacén deprisa,
inmediatamente, antes de que el tiempo pueda empezar a pasar, el tiempo que
podría permitir un control. Toneladas de mercancía se mueven como si fueran un
paquete contra reembolso entregado a domicilio por el cartero. En el puerto de
Nápoles, en sus 1.336.000 metros cuadrados por 11,5 kilómetros, el tiempo
presenta dilataciones únicas. Lo que fuera de allí se tardaría una hora en hacer, en
el puerto de Nápoles parece suceder en poco más de un minuto. La lentitud
proverbial que en el imaginario hace lentísimos todos y cada uno de los gestos de
un napolitano queda aquí invalidada, desmentida, negada. La aduana activa su
control en una dimensión temporal que las mercancías chinas rebasan.
Despiadadamente veloces. Aquí cada minuto parece asesinado. Una escabechina
de minutos, una matanza de segundos hurtados al papeleo, perseguidos por los
aceleradores de los camiones, empujados por las grúas, acompañados por las
carretillas elevadoras que arrancan las entrañas de los contenedores.
En el puerto de Nápoles opera el mayor armador estatal chino, Cosco, que
posee la tercera flota más grande del mundo y ha tomado el control de la mayor
terminal de contenedores asociándose con MSC, propietaria de la segunda flota
del mundo, con sede en Ginebra. Suizos y chinos se han asociado y han decidido
realizar en Nápoles sus inversiones más importantes. Aquí disponen de más de
950 metros de muelles, 130.000 metros cuadrados de terminal de contenedores
y 30.000 metros cuadrados exteriores, que absorben prácticamente todo el
tráfico en tránsito por Nápoles. Es preciso llevar al límite la imaginación para
comprender cómo la inmensidad de la producción china puede descansar sobre la
débil plataforma del puerto napolitano. La imagen evangélica parece apropiada:
el ojo de la aguja es el puerto y el camello que lo atraviesa son los barcos. Proas
que chocan, enormes naves que esperan en fila india fuera del golfo poder entrar
entre una confusión de popas que cabecean, emitiendo gruñidos de anclas, chapas
y peritos que se introducen lentamente en el pequeño agujero napolitano. Como
un ano de mar que se ensancha con gran dolor de los esfínteres.
Pero no. No es así. Ninguna confusión aparente. Todos los barcos entran y
salen ordenada y regularmente, o al menos eso parece mirando desde tierra
firme. Y sin embargo, ciento cincuenta mil contenedores transitan por aquí. En el
puerto se levantan ciudades enteras de mercancías para ser transportadas a otros
lugares. La virtud del puerto es la velocidad; la lentitud burocrática, el control
meticuloso transforman el guepardo del transporte en un perezoso lento y pesado.
En el muelle siempre me pierdo. El muelle Bausan es exactamente igual que las
construcciones de Lego. Una estructura inmensa, pero que parece no tener espacio
sino más bien inventárselo. Hay un rincón del muelle que parece un retículo de
avisperos. Panales bastardos que llenan una pared. Son miles de tomas de
corriente para la alimentación de los contenedores reefer, los contenedores con los
alimentos congelados y las colas unidas a este avispero. Todos los bocaditos de
patata y las varitas de pescado del mundo están almacenados en esos
contenedores helados. Cuando voy al muelle Bausan, tengo la sensación de ver
por dónde pasan todas las mercancías producidas por la especie humana. Dónde
pasan la última noche antes de ser vendidas. Como contemplar el origen del
mundo. Por espacio de unas horas transitan por el puerto las prendas que vestirán
los niños parisinos durante un mes, las varitas de pescado que comerán en
Brescia durante un año, los relojes que ceñirán las muñecas de los catalanes, la seda
de todos los vestidos ingleses de una temporada. Sería interesante poder leer en
algún sitio no solo dónde se produce la mercancía, sino incluso qué trayecto ha
seguido para llegar hasta las manos del comprador. Los productos tienen
nacionalidades múltiples, híbridas y bastardas. Nacen a medias en el centro de
China, se completan en alguna periferia eslava, se perfeccionan en el nordeste de
Italia, se elaboran en Apulia o en el norte de Tirana para acabar en quién sabe qué
almacén de Europa. La mercancía tiene en sí misma los derechos de circulación que
ningún ser humano podrá tener jamás. Todos los tramos de carretera, los recorridos
accidentales y oficiales desembocan en Nápoles. Cuando los barcos se aproximan
al puerto, los enormes fullcontainers parecen animales ligeros, pero en cuanto
entran en el golfo lentamente, acercándose al muelle, se convierten en pesados
mamuts de planchas y cadenas con suturas herrumbrosas en los costados que
rezuman agua. Barcos en los que imaginas que viven tripulaciones
numerosísimas, y en cambio descargan puñados de hombrecillos que te parecen
incapaces de controlar esas bestias mar adentro.
La primera vez que vi arribar un barco chino me pareció que estaba ante toda
la producción del mundo. Mis ojos no conseguían contar, cuantificar los
contenedores presentes. No conseguía llevar la cuenta. Puede parecer imposible
no conseguir manejar los números, pero perdía la cuenta, las cifras se elevaban
demasiado, se mezclaban.
En la actualidad, en Nápoles se descarga casi exclusivamente mercancías
procedentes de China: 1.600.000 toneladas. Las declaradas. Al menos otro millón
pasa sin dejar rastro. Según la Agencia de Aduanas, en el puerto de Nápoles el 60
por ciento de la mercancía escapa a la inspección de la aduana, el 20 por ciento
de los recibos de aranceles no se comprueban y hay cincuenta mil falsificaciones: el
99 por ciento es de procedencia china, y se calculan doscientos millones de euros
de impuestos evadidos al semestre. Los contenedores que deben desaparecer
antes de ser inspeccionados se encuentran en las primeras filas. Todos los
contenedores están numerados, pero hay muchos con la misma numeración. De
este modo, un contenedor inspeccionado da vía libre a todos sus homónimos
ilegales. Lo que se descarga el lunes, el jueves puede venderse en Módena o
Génova, o acabar en los escaparates de Bonn y Mónaco. Gran parte de la mercancía
que es introducida en el mercado italiano solo debería haber estado de paso en el
país, pero la magia de las aduanas permite que el punto de paso se convierta en
punto de llegada. La gramática de las mercancías tiene una sintaxis para los
documentos y otra para el comercio. En abril de 2005, en cuatro operaciones
puestas en marcha casi por casualidad, a poca distancia unas de otras, el Servicio de
Vigilancia Antifraude de la Aduana se incautó de veinticuatro mil pantalones vaqueros
destinados al mercado francés; de cincuenta y un mil objetos procedentes de
Bangladesh con el sello «made in Italy»; y de alrededor de cuatrocientos cincuenta mil
muñecos —Barbie, Spiderman—, más otros cuarenta y seis mil juguetes de plástico,
por un valor total de aproximadamente treinta y seis millones de euros. En unas
pocas horas estaba pasando una fina loncha de economía por el puerto de
Nápoles.Y del puerto al mundo. No hay hora o minuto en que eso no suceda. Y las
lonchas de economía se convierten en chuletones, y después en cuartos de buey y
en bueyes enteros de Comercio.
El puerto está separado de la ciudad. Un apéndice infestado que nunca ha
degenerado en peritonitis, que siempre ha permanecido en el abdomen de la
costa. Hay partes desérticas encerradas entre el agua y la tierra, pero que parecen
no pertenecer ni al mar ni a la tierra. Un anfibio terrestre, una metamorfosis
marina. Humus y basura, años de restos llevados a la orilla por las mareas han
creado una nueva formación. Los barcos vacían sus letrinas, limpian las bodegas
dejando que la espuma amarilla caiga al agua, las lanchas y los yates purgan
motores y ponen orden echándolo todo al cubo de la basura marino.Y todo se
concentra en la costa, primero como masa blanda y luego como corteza dura. El
sol crea el espejismo de mostrar un mar hecho de agua. En realidad, la superficie
del golfo se asemeja al brillo de las bolsas de basura. Las negras.Y más que de
agua, el mar del golfo parece una enorme balsa de lixiviados. Los muelles con miles
de contenedores multicolores parecen un límite infranqueable. Nápoles está
rodeada de murallas de mercancías. Murallas que no defienden la ciudad; al
contrario, la ciudad defiende las murallas. No hay ejércitos de descargadores ni
románticas poblaciones populares portuarias. Uno se imagina el puerto como un
lugar ruidoso, de incesante ir y venir de hombres, de cicatrices y de lenguas
imposibles, un frenesí de gente. En cambio, impera un silencio de fabrica mecanizada.
Se diría que en el puerto ya no hay nadie; los contenedores, los barcos y
los camiones parecen desplazarse animados por un movimiento perpetuo.Velocidad
sin estruendo.
Iba al puerto para comer pescado. La proximidad del mar no garantiza la
calidad de un restaurante; en el plato encontraba piedras pómez, arena y hasta
alguna que otra alga hervida. Las almejas las echaban a la cazuela tal como las
pescaban. Una garantía de frescura, una ruleta rusa de infección. Pero hoy día
todo el mundo se ha resignado al sabor del criadero, que hace iguales una sepia y
un pollo. Para encontrar el indefinible sabor de mar, en cierto modo había que
arriesgarse. Y yo corría gustoso ese riesgo. Mientras estaba en el restaurante del
puerto, pregunté dónde podía encontrar un alojamiento.
—No tengo ni idea. Aquí cada vez hay menos casas. Las están comprando los
chinos...
En cambio, un tipo que destacaba en medio de la sala, corpulento, aunque
menos de lo que se hubiera dicho por la voz que tenía, dijo mirándome;
—¡A lo mejor todavía queda algo!
No añadió nada más. Después de que los dos hubiéramos terminado de comer,
echamos a andar por la calle que bordea el puer to. Ni siquiera hizo falta que me
dijese que lo acompañara. Llegamos al vestíbulo de un edificio casi fantasma, un
bloque de pisos dormitorio. Subimos a la tercera planta, donde estaba el único
piso de estudiantes que había sobrevivido. Estaban echando a todo el mundo para
dejar espacio al vacío. En las casas no debía quedar nada. Ni armarios, ni cansas, ni
cuadros, ni mesillas de noche... ni siquiera paredes. Solo debía haber espacio,
espacio para los fardos, espacio para los enormes armarios de cartón, espacio para las
mercancías.
En el piso me asignaron una especie de habitación; más bien habría que decir un
cuartito en el que apenas cabían una cama y un armario. No se habló de
mensualidad, de facturas que hubiera que compartir, de conexiones telefónicas.
Me presentaron a cuatro chicos, mis coinquilinos, y ahí acabó la cosa. Me
explicaron que era el único piso realmente habitado del edificio y que servía para
alojar a Xian, el chino que vigilaba «los edificios». No tenía que pagar ningún
alquiler, pero me pidieron que trabajara todos los fines de semana en los pisosalmacén.
Había ido en busca de una habitación y encontré un trabajo. Por la
mañana se derribaban las paredes; por la tarde se recogían los restos de cemento,
papel pintado y ladrillos. Se metían los escombros en bolsas de basura normales.
Echar abajo una pared produce ruidos insospechados. No de piedra golpeada, sino
como de cristales que se rompen al caer. Cada piso se convertía en un almacén sin
paredes. No me explico cómo puede seguir en pie el edificio en el que trabajé. Más
de una vez derribarnos varias paredes maestras, conscientes de estar haciéndolo.
Pero hacía falta espacio para la mercancía, y la conservación de los productos
importaba más que la de cualquier equilibrio de cemento.
El proyecto de almacenar los fardos en los pisos había sido ideado por algunos
comerciantes chinos a raíz de que la autoridad portuaria de Nápoles presentara a
una delegación del Congreso estadounidense el plan sobre la seguridad. Este
último prevé dividir el puerto en cuatro zonas —para cruceros, para cabotaje, para
mercancías y para contenedores— y determinar los riesgos en cada una de ellas.
Tras la publicación de este plan de seguridad, para evitar que se pudiese obligar a la
policía a intervenir, que los periódicos escribieran demasiado tiempo sobre la
cuestión e incluso que algunas cámaras de televisión se colaran en busca de alguna
escena jugosa, muchos empresarios chinos decidieron que había que cubrirlo todo
de un mayor silencio. Debido, asimismo, a un incremento de los costes, había que
hacer todavía más imperceptible la presencia de las mercancías. Hacerlas
desaparecer en las naves alquiladas en rincones perdidos de la provincia, entre
vertederos y campos de tabaco, presentaba el inconveniente de no eliminar el
transporte por carretera. Por consiguiente, todos los días entraban al puerto y
salían de él no más de diez furgonetas, cargadas de fardos hasta los topes. Solo
tenían que recorrer unos metros para llegar a los garajes de los edificios situados
frente al puerto. Entrar y salir, bastaba con eso.
Movimientos inexistentes, imperceptibles, perdidos en las maniobras cotidianas
del tráfico rodado. Pisos alquilados. Con los tabiques derribados. Garajes que se
comunicaban unos con otros, sótanos abarrotados hasta el techo de mercancías.
Ningún propietario se atrevía a quejarse. Xian les había pagado todo: alquiler e
indemnización por los derribos ilegales. Miles de fardos subían en un ascensor
reconvertido en un montacargas. Una jaula de acero metida dentro de los edificios,
que hacía deslizarse por sus raíles una plataforma que subía y bajaba
continuamente. El trabajo se concentraba en unas horas. La elección de los fardos
no era casual. Me tocó descargar a primeros de julio. Un trabajo que cunde, pero
que no puedes hacer si no estás entrenado. Hacía un calor tremendamente
húmedo. Nadie se atrevía a pedir un aparato de aire acondicionado. Nadie. Y no
por miedo a represalias o por una cuestión cultural de obediencia y sumisión. Las
personas que descargaban procedían de todos los rincones del mundo. De Ghana,
de Costa de Marfil, de China, de Albania... y también de Nápoles, Calabria o
Lucania. Nadie pedía nada; todos constataban que las mercancías no pasan calor y
eso constituía una razón suficiente para no gastar dinero en acondicionadores.
Amontonábamos fardos de cazadoras, gabardinas, chubasqueros, camisetas de
hilo, paraguas. Estábamos en pleno verano; parecía una decisión descabellada
proveerse de prendas otoñales en vez de acumular vestidos de tirantes, pareos y
chanclas. Sabía que en los pisos-depósito no se acostumbraba a guardar
productos cuino en un almacén, sino solo mercancías para sacar inmediatamente
al mercado. Pero los empresarios chinos habían previsto que haría un agosto
poco soleado. Nunca he olvidado la lección de John Maynard Keynes sobre el
concepto de valor marginal: la diferencia, por ejemplo, entre el precio de una
botella de agua en un desierto y el de la misma botella junto a una cascada. En
consonancia con ello, ese verano el empresariado italiano ofrecía botellas junto a
las fuentes, mientras que el chino construía manantiales en el desierto.
Al cabo de unos días de trabajo en el edificio, Xian vino a dormir a casa.
Hablaba un italiano perfecto, con la única peculiaridad de que transformaba
ligeramente las «erres» en «uves». Como los nobles decadentes que imita Totó en
sus películas. Xian Zhu se había cambiado el nombre por el de Nino. En Nápoles,
casi todos los chinos que se relacionan con los nativos se ponen un nombre
partenopeo. Es una práctica tan extendida que ya no sorprende oír a un chino
presentarse corno Tonillo, Nino, Pino o Pasquale. Xian Nino, en lugar de dormir, se
pasó la noche sentado a la mesa de la cocina, telefoneando y echando de vez en
cuando un vistazo a la televisión. Yo estaba acostado, pero resultaba imposible
dormir. La voz de Xian no se interrumpía nunca. Su lengua salía disparada de
entre los dientes como una ráfaga de ametralladora. Hablaba sin siquiera respirar por
la nariz, como en una apnea de palabras. Además, las flatulencias de sus guardaespaldas,
que impregnaban la casa de un olor dulzón, habían apestado también
mi cuarto. Lo desagradable no era solo el hedor, sino también las imágenes que el
hedor suscitaba en tu mente.12,9litros de primavera en proceso de descomposición
en sus estómagos y arroz a la cantonesa macerado en los jugos gástricos. Los otros
inquilinos estaban acostumbrados. Una vez cerrada la puerta, no existía otra cosa
que su sueño. Para mí, en cambio, no existía otra cosa que lo que estaba
sucediendo detrás de mi puerta. Así que me presenté en la cocina, espacio común
y, por lo tanto, parcialmente mío también. O así debería ser. Xian dejó de hablar y se
puso a cocinar. Freía pollo. A mi mente acudían decenas de preguntas que hacerle,
de curiosidades, de lugares comunes que quería rascar para ver qué se escondía
debajo. Empecé a hablar de la Tríada. La mafia china. Xian seguía friendo. Yo quería
pedirle detalles. Aunque solo fueran simbólicos; no pretendía, desde luego,
confesiones sobre su afiliación. Le daba a entender que conocía en líneas generales
el mundo mafioso chino, como si haber leído las diligencias sumariales equivaliera a
poseer un calco de la realidad. Xian llevó el pollo frito a la mesa, se sentó y no dijo
nada. No sé si le parecía interesante lo que yo decía. Nunca he sabido y sigo sin
saber si formaba parte de aquella organización. Bebió cerveza y luego levantó
medio trasero de la silla, se sacó la cartera del bolsillo de los pantalones, rebuscó con
los dedos sin mirar y extrajo tres monedas. Las puso sobre la mesa y las cubrió con
un vaso boca abajo.
—Euro, dólar, yuan. Esa es mi triada.
Xian parecía sincero. Ninguna otra ideología, ninguna clase de símbolo y de
pasión jerárquica. Beneficio, negocio, capital. Nada más. Tendemos a considerar
oscuro el poder que determina ciertas dinámicas y, en consecuencia, lo atribuimos
a una entidad oscura: mafia china. Una síntesis que tiende a excluir todos los
términos intermedios, todos los traspasos financieros, todos los tipos de inversión,
todo aquello que constituye la fuerza de un grupo económicocriminal. Desde hacía al
menos cinco años, todos los informes de la Comisión Antimafia señalaban el peligro
creciente de la mafia china», pero en diez años de investigación la policía solo se
había incautado, en Campi Bisenzio, junto a Florencia, de seiscientos mil euros, de
algunas motos y parte de una fábrica. Algo que no se correspondía con una fuerza
económica capaz de mover capitales de cientos de millones de euros, según lo que
escribían a diario los analistas estadounidenses. El empresario me sonreía.
—La economía tiene un arriba y un abajo. Nosotros entramos por abajo y salirnos
por arriba.
Antes de irse a dormir, Nino Xian me hizo una propuesta para el día siguiente.
—¿Te levantas temprano?
—Depende...
—Si mañana consigues estar en pie a las cinco, vienes con nosotros al puerto y nos
echas una mano.
—¿Haciendo qué?
—Si tienes una sudadera con capucha, póntela, es mejor.
No me dijo nada más, y yo, demasiado interesado en participar en el asunto,
tampoco insistí. Hacer más preguntas podría haber comprometido la propuesta de
Xian. Me quedaban pocas horas para dormir. Y estaba demasiado nervioso para
descansar.
A las cinco en punto estaba listo; en la entrada del edificio se reunieron con
nosotros otros chicos. Además de uno de mis compañeros de piso y yo, había dos
magrebíes de pelo canoso. Nos metimos en la furgoneta y entramos en el puerto.
No sé qué recorrido hicimos ni por qué recovecos nos metimos. Me dormí apoyado en
la ventanilla de la furgoneta. Bajamos junto a unas rocas; un pequeño muelle se
extendía en el entrante. Allí estaba atracada una lancha, con un enorme motor que
parecía una cola pesadísima en relación con la estructura estrecha y alargada de la
embarcación. Con las capuchas subidas, parecíamos una ridícula banda de cantantes
de rap.Yo creía que la capucha era necesaria para no ser reconocido, pero su única
utilidad era proteger de las salpicaduras de agua helada y tratar de conjurar la
jaqueca que al amanecer, en mar abierto, se incrusta entre las sienes. Un joven
napolitano puso en marcha el motor y otro empezó a conducir la lancha. Parecían
hermanos. O por lo menos tenían la cara idéntica. Xian no vino con nosotros.
Después de una media hora de viaje, nos acercamos a un barco. Parecía que
fuéramos a chocar con él. Era enorme. No conseguía estirar el cuello lo suficiente
para ver dónde terminaba el costado. En el mar, los barcos profieren gritos de
hierro, corno el aullido de los árboles cuando son talados, y siniestros sonidos de
vacío que te hacen tragar al menos dos veces una mucosidad salada.
Desde el barco, con una polea, hacían bajar a trompicones tina red llena de
grandes cajas. Cada vez que el bulto aterrizaba sobre las tablas de la embarcación,
esta cabeceaba tanto que me preparaba para darme un chapuzón de un momento a
otro. Sin embargo, no acabé en el agua. Las cajas no pesaban desmesuradamente.
Pero, después de haber colocado en la popa una treintena, tenía las muñecas
doloridas y los antebrazos rojos a causa del continuo roce con los cantos de
cartón. Después, la lancha dio media vuelta hacia la costa. Detrás de nosotros,
otras dos lanchas se acercaron al barco para recoger más fardos. No habían salido
del mismo muelle que nosotros, pero de repente se habían puesto a seguir nuestra
estela. Notaba que el estómago se me subía a la garganta cada vez que la lancha
golpeaba la superficie del agua con la proa. Apoyé la cabeza sobre unas cajas. Intentaba
imaginar por el olor qué contenían. Pegué una oreja para tratar de
deducir por el ruido qué había allí dentro. Empecé a experimentar un sentimiento
de culpa. Quién sabe en qué había participado sin saberlo, sin haber llevado a cabo
una verdadera elección. Condenarme, vale, pero al menos de forma consciente. En
cambio, había acabado descargando mercancía clandestina por curiosidad.
Creemos estúpidamente que, por alguna razón, un acto criminal debe ser más
premeditado y deliberado que un acto inocuo. En realidad, no hay diferencia. Los
actos poseen una elasticidad de la que los juicios éticos carecen. Una vez de vuelta
en el muelle, vi que los magrebíes eran capaces de bajar de la lancha con dos cajas
sobre los hombros. A mí, por el contrario, para hacerme tambalear las piernas me
bastaban y me sobraban. En las rocas nos esperaba Xian. Se acercó a una caja
enorme con un cúter en las manos y cortó una cinta adhesiva anchísima que unía
dos alas de cartón. Eran zapatillas. Zapatillas deportivas, originales, de las marcas más
famosas. Modelos nuevos, los últimos, los que todavía no habían llegado a las
tiendas italianas. Había decidido descargar en mar abierto por miedo a una
inspección de Hacienda. Así, una parte de la mercancía podía ser introducida sin el
lastre de los aranceles, los mayoristas la recibirían sin los gastos de aduana. A la
competencia se la ganaba con los descuentos. Mercancía de la misma calidad, pero
con un 4, un 6, un 10 por ciento de descuento. Porcentajes que ningún agente
comercial habría podido ofrecer, y los porcentajes de descuento hacen crecer o
morir un negocio, permiten abrir centros comerciales, tener ingresos seguros, y
con los ingresos seguros, los avales bancarios. Los precios hay que rebajarlos. Todo
debe llegar, moverse deprisa, a escondidas. Comprimirse cada vez más en la
dimensión de la venta y de la compra. Un balón de oxígeno inesperado para los
comerciantes italianos y europeos. Ese oxígeno entraba por el puerto de Nápoles.
Amontonamos todos los bultos en varias furgonetas. Llegaron las otras
lanchas. Las furgonetas iban hacia Roma, Viterbo, Latina, Formia. Xian mandó que
nos llevaran a casa.
Todo había cambiado en los últimos años. Todo. De improviso. Repentinamente.
Algunos intuyen el cambio, pero todavía no lo comprenden. Hasta hace diez años,
el golfo era surcado por planeadoras de contrabandistas. Por la mañana iban
montones de minoristas a abastecerse de cigarrillos. Calles abarrotadas, coches
llenos de cartones de tabaco, esquinas con silla y mostrador para la venta. Las
batallas se libraban entre la guardia costera, la policía aduanera y los contrabandistas.
Se cambiaban toneladas de cigarrillos por un arresto no practicado, o uno se dejaba
arrestar para salvar toneladas de cigarrillos amontonados en el doble fondo de una
planeadora. Noches de guardia, pali
1 y silbidos para observar movimientos
sospechosos de vehículos, walkie-talkies encendidos para dar la señal de alarma e
hileras de hombres a lo largo de la costa pasándose deprisa las cajas. Coches
saliendo disparados desde la costa apuliense hacia el interior y desde el interior
hacia la Campania. Nápoles-Brindisi era un eje fundamental, la ruta de la
economía boyante de los cigarrillos baratos. El contrabando, la FIAT del sur, el
Estado del bienestar de los sin Estado, veinte mil personas trabajando

1
Personas que vigilan mientras sus cómplices están realizando un acto delictivo, como robar, atracar,
vender droga, etcétera (N. de los T.)
exclusivamente en el contrabando entre Apulia y la Campania. El contrabando
provocó la gran guerra de la Camorra de principios de los años ochenta.
Los clanes de Apulia y la Campania reintroducían en Europa los cigarrillos que ya
no estaban sometidos a los monopolios estatales. Importaban miles de cajas al
mes de Montenegro y facturaban por ellos quinientos millones de liras. Ahora todo
eso se ha acabado, se ha transformado. A los clanes ya no les conviene. Pero, en la
realidad, la máxima de Lavoisier tiene valor de dogma: nada se crea y nada se
destruye, todo se transforma. En la naturaleza, pero también y sobre todo en las
dinámicas del capitalismo. Los productos de uso cotidiano —y ya no el vicio de la
nicotina— son el nuevo objeto del contrabando. Está naciendo la guerra,
terriblemente despiadada, de los precios. Los porcentajes de descuento de los
agentes, de los mayoristas y de los comerciantes determinan la vida y la muerte de
cada uno de estos sujetos económicos. Los aranceles, el IVA y la carga máxima de
los camiones son lastres para el beneficio, auténticas aduanas de cemento armado
para la circulación de mercancías y de dinero. Ahora las grandes empresas
trasladan la producción a los países del Este (Rumania, Moldavia) y a Oriente
(China) para tener mano de obra barata. Pero no es suficiente. La mercancía
producida a bajo coste tendrá que ser vendida en un mercado al que cada vez
más personas acceden con sueldos precarios, ahorros mínimos, mirando el
céntimo. La producción no vendida aumenta, y entonces las mercancías, originales,
falsas, semifalsas o parcialmente auténticas, llegan en silencio. Sin dejar rastro. De
una forma menos visible que los cigarrillos, puesto que no tendrán una
distribución paralela. Como si nunca hubieran sido transportadas, como si
crecieran en los campos y una mano anónima las hubiera recogido. Si el dinero no
apesta, la mercancía, en cambio, perfuma. Pero no trae el olor del mar que ha
atravesado ni el de las manos que la han producido, ni tampoco desprende la
grasa de los brazos mecánicos que la han montado. La mercancía huele a lo que
huele. Ese olor no aparece hasta que llega al mostrador del vendedor, no desaparece
hasta que llega a la casa del comprador.
Dejando el mar a nuestras espaldas, llegamos a casa. La furgoneta apenas nos
dio tiempo para bajar. Luego volvió al puerto a recoger, recoger, recoger más
fardos y mercancías. Subí medio desfallecido al ascensor-montacargas. Me quité la
camiseta empapada de agua y de sudor antes de echarme en la cama. No sé
cuántas cajas había transportado y colocado, pero la sensación que tenía era la de
haber descargado zapatos para los pies de media Italia. Estaba tan cansado corno
si fuera el final de una jornada ajetreadísima y agotadora. En casa, los otros chicos
estaban despertándose. Era primera hora de la mañana.

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