La Mafia: Capítulo 2 Xian

in #spanish7 years ago

En los días sucesivos acompañé a Xian a sus reuniones de negocios. En realidad,
me había escogido para que le hiciera compañía durante los desplazamientos y las
comidas. O me pasaba hablando o no soltaba prenda. Los dos extremos le gustaban.
Me enteraba de cómo se sembraba y cultivaba la simiente del dinero, de cómo se
dejaba en barbecho el terreno de la economía. Llegamos a Las Vegas. Al norte de
Nápoles. Aquí llamamos a esa zona Las Vegas por diversas razones. Al igual que Las
Vegas de Nevada, está construida en medio del desierto, así que estas aglomeraciones
también parecen emerger de la nada. Se llega por un desierto de carreteras. Kilómetros
de asfalto, de carreteras inmensas que en unos minutos te llevan fuera de este territorio
para conducirte a la autopista hacia Roma, directo hacia el norte. Carreteras
hechas no para turismos sino para camiones, no para trasladar a ciudadanos sino para
transportar ropa, zapatos, bolsos. Viniendo de Nápoles, estos pueblos aparecen de
repente, plantados en el suelo uno junto a otro. Grumos de cemento. Las carreteras se
enmarañan a los lados de una recta en la que se alzan sin solución de continuidad
Casavatore, Caivano, Sant'Antimo, Melito, Arzano, Piscinola, San Pietro a Patierno,
Frattainaggiore, Frattaminore, Grumo Nevano. Marañas de carreteras. Pueblos
idénticos que parecen una sola gran ciudad. Carreteras, que partidas por la mitad, una
pertenece a un pueblo y la otra, a otro.
Habré oído cientos de veces llamar a la zona de Foggia «Califoggia», o al sur de
Calabria «Calafrica» o «Calabria Saudí», o incluso decir «Sahara Consilina» en lugar de
Sala Consilina, o «Tercer Mundo» para referirse a una zona de Secondigliano. Pero aquí
Las Vegas es realmente Las Vegas. Durante tilos, cualquier persona que hubiera
querido hacer carrera empresarial en este territorio habría podido hacerlo. Convertir el
sueño en realidad. Con un préstamo, una liquidación o unos buenos ahorros, montaba
su fábrica. Establecía una empresa: si ganaba, obtenía eficiencia, productividad,
rapidez, silencios y trabajo a bajo coste. Ganaba como se gana apostando al rojo o al
negro. Si perdía, cerraba al cabo de unos meses. Las Vegas. Porque nada era el
resultado de precisas planificaciones administrativas y económicas. Zapatos, trajes,
prendas de vestir en general, eran producciones que se imponían oscuramente en el
mercado internacional. Las ciudades no hacían ostentación de esta valiosa producción.
Los productos tenían tanto más éxito cuanto más en silencio y clandestinamente se
fabricaran. Territorios que producían desde hacía décadas las mejores prendas de la
moda italiana. Y por lo tanto, las mejores prendas de vestir del mundo. No había
asociaciones de empresarios, no había centros de formación, no había nada que no
fuera el trabajo, la máquina de coser, la pequeña fábrica, los artículos embalados, la
mercancía enviada. Nada más que una repetición de estas fases. Cualquier otra cosa
era superflua. La formación la llevabas a cabo en la mesa de trabajo, la calidad
empresarial la demostrabas ganando o perdiendo. Ni financiaciones, ni proyectos, ni
prácticas. De la noche a la mañana, en la arena del mercado. O vendes o pierdes. Con
el aumento de los salarios, las casas han mejorado, los automóviles que se compran
son de los más caros. Todo sin una riqueza que pueda llamarse colectiva. Una riqueza
saqueada, arrebatada con esfuerzo por alguien para llevársela a su propio agujero.
Llegaban de todas partes para invertir, fábricas que producían prendas de vestir,
camisas, faldas, chaquetas, cazadoras, guantes, sombreros, zapatos, bolsos, carteras
para empresas italianas, alemanas, francesas. En esta zona, desde la década de 1950
no hacía falta tener permisos, contratos, espacios. Garajes, sótanos y trasteros se
convertían en fábricas. En los últimos años, la competencia china ha acabado con las
que fabricaban productos de calidad media. No ha dejado espacio para el desarrollo de
las capacidades de los obreros. O trabajas mejor que nadie y deprisa, o alguien será
capaz de trabajar mejor y más rápidamente. Un elevado número de personas se han
quedado sin trabajo. Los propietarios de las fábricas han acabado machacados por las
deudas, por la usura. Muchos viven en la clandestinidad.
Hay un sitio que, con la desaparición de estas fabricas de baja calidad, ha dejado
de respirar, de crecer, de sobrevivir. Parece el emblema del fin de la periferia. Con las
casas siempre iluminadas y llenas de gente, con los patios abarrotados. Los coches
permanentemente aparcados. Nadie sale nunca de allí. De vez en cuando entra alguien.
Pocos se detienen. En ningún momento del día reina el silencio, ese que se oye por la
mañana cuando todo el mundo se ha ido a trabajar o al colegio. Aquí, en cambio,
siempre hay gente, un murmullo continuo de vida. ParcoVerde, en Caivano.
ParcoVerde despunta nada más salir del eje central, una cuchilla de asfalto que
corta a cercén todos los pueblos de los alrededores de Nápoles. Más que un barrio,
parece una mole de cemento, ventanas de aluminio que se hinchan como pústulas en
todos los balcones. Parece uno de esos sitios que el arquitecto ha proyectado
inspirándose en las construcciones de playa, como si hubiese concebido esos edificios
pensando en las torres de arena que salen al volcar el cubo. Edificios descarnados,
grises. En una esquina hay una capillita minúscula, casi imperceptible. Aunque no
siempre ha sido así. Antes era una capilla. Grande, blanca. Un auténtico mausoleo
dedicado a un chico, Emanuele, que murió en el trabajo. Un trabajo que en algunas
zonas es incluso peor que el trabajo clandestino en las fabricas. Pero -es un oficio.
Emanuele cometía atracos. Y los cometía siempre los sábados, todos los sábados,
desde hacía algún tiempo. Y siempre en la misma carretera. La misma hora, la misma
carretera, el mismo día. Porque el sábado era el día de sus víctimas. El día de las
parejitas. Y la Nacional 87 es el lugar al que van todas las parejas de la zona. Una
carretera de mierda, entre asfalto parcheado y microvertederos. Cada vez que paso por
allí y veo a las parejitas, pienso que es preciso echar mano de toda tu pasión para
conseguir estar bien en medio de tanta porquería. Justo ahí, Emanuele y dos amigos
suyos se escondían, esperaban a que una pareja aparcara, a que apagase los faros del
coche. Dejaban pasar unos minutos después de que las luces se hubieran apagado
para darles tiempo de desnudarse y, en el momento de máxima vulnerabilidad,
aparecían. Rompían la ventanilla con la culata de la pistola y después apuntaban al
chico con el arma. Limpiaban a las parejitas y terminaban los fines de semana con
decenas de atracos cometidos y quinientos euros en el bolsillo: un botín minúsculo
que puede saber a tesoro.
Pero resulta que una noche una patrulla de carabineros los interceptó. Emanuele
y sus compinches son tan imprudentes que no prevén que hacer siempre los mismos
movimientos y atracar siempre en las mismas zonas es la mejor manera de ser
detenido. Los dos coches se persiguen, se embisten y se producen disparos. Después,
todo queda en suspenso. Emanuele está muerto en el coche. Tenía una pistola en la
mano y había hecho el ademán de apuntar a los carabineros. Lo mataron disparando
once veces en pocos segundos. Disparar once veces a quemarropa significa llevar la
pistola desenfundada y estar preparado para disparar a la más mínima señal. Disparar
para matar y después pensar en hacerlo para que no te maten. Los otros dos habían
parado el coche. Los proyectiles habían atravesado el coche como un rayo. Todos
atraídos por el cuerpo de Emanuele. Sus amigos habían intentado abrir las ventanillas,
pero en cuanto se habían percatado de que Emanuele estaba muerto se habían
quedado quietos. Habían abierto las portezuelas sin oponer resistencia a los puñetazos
que preceden a cualquier arresto. Emanuele estaba doblado sobre sí mismo,
tenía en la mano una pistola falsa. Una de esas de juguete que antes se usaban en el
campo para alejar a los vagabundos de los gallineros. Un juguete que se utilizaba
como si fuera de verdad. Por lo demás, Emanuele era un chaval que actuaba como si
fuera un hombre maduro: mirada asustada que fingía ser implacable, el deseo de un
poco de calderilla que fingía ser anhelo de riqueza. Emanuele tenía quince años. Todos
lo llamaban simplemente Maná. Tenía un semblante adusto, ceñudo y hosco, uno de
esos que asocias al arquetipo de chaval cuya compañía hay que evitar. Emanuele era
un chico en este rincón de territorio donde el honor y el respeto no te los dan unas
monedas, sino cómo las obtienes. Emanuele formaba parte de ParcoVerde. Y no existe
error o crimen que pueda borrar la pertenencia a determinados lugares que te marcan
a fuego. Todas las familias de Parco Verde habían hecho una colecta. Y habían levantado
un pequeño mausoleo. Dentro habían puesto una fotografía de la Virgen del Arco y
un marco con el rostro sonriente de Mané. Apareció también la capilla de Emanuele,
entre las otras veinte que los fieles habían construido a todas las vírgenes posibles,
una por cada año de desempleo. Pero el alcalde no podía permitir que se construyera
un altar a un golfo y mandó una excavadora para que lo derribase. En un instante, la
construcción de cemento se desmoronó como un castillo de arena. En cuestión de
minutos se corrió la voz por el Parco y los chavales llegaron con ciclomotores y motos
donde estaba la excavadora. Nadie pronunciaba palabra. Pero todos miraban al
hombre que estaba moviendo las palancas. Bajo el peso de las miradas, el hombre
interrumpió su trabajo e hizo ademán de mirar al oficial de los carabineros. Era él
quien le había dado la orden. Fue como un gesto para señalar el objetivo de la rabia,
para retirar la diana de su pecho. Tenía miedo. Se encerró dentro. Asediado. En un
momento empezó el ataque. El hombre consiguió escapar en el coche de la policía. La
emprendieron a puñetazos y patadas con la excavadora, vaciaron botellas de cerveza y
las llenaron de gasolina. Inclinaron los ciclomotores para verter el carburante en las
botellas directamente de los depósitos. Y se pusieron a apedrear los cristales de un
colegio cercano al Parco. Si cae la capilla de Emanuele, debe caer todo lo demás. Desde
las casas tiraban platos, vasos, cubiertos. Acto seguido, las botellas incendiarias contra
la policía. Pusieron en fila los contenedores a modo de barricada. Prendieron fuego a
todo lo que pudiese arder y extender las llamas. Se prepararon para la guerrilla. Eran
cientos, podían resistir bastante. La revuelta se estaba extendiendo, hasta llegar a los
barrios napolitanos.
Entonces llegó alguien, no de muy lejos. Todo estaba rodeado de coches de la
policía y de los carabineros, y sin embargo un todoterreno negro consiguió cruzar las
barricadas. El conductor hizo una seña, alguien abrió la portezuela y un grupito de
revoltosos entró. En poco más de dos horas todo fue desmantelado. Se quitaron los
pañuelos de la cara y dejaron que se apagaran las barricadas de basura. Los clanes
habían intervenido, pero ve a saber cuáles. Parco Verde es un filón para la Camorra.
Todo el que quiere recluta allí la tropa más tirada, mano de obra a la que se paga
incluso menos que a los camellos nigerianos o albaneses. Todos buscan a los jóvenes
de ParcoVerde: los Casalesi —el clan que opera en Casal di Principe—, los Mallardo de
Giugliano, los «cachorros» de Crispano. Se convierten en traficantes a sueldo sin
porcentaje sobre las ventas. Y más tarde, en chóferes y pali, para vigilar territorios en
ocasiones a kilómetros de distancia de sus casas. Y con tal de trabajar, ni siquiera
piden que les paguen la gasolina. Chicos de confianza, escrupulosos en su trabajo. A
veces acaban en la heroína. La droga de los miserables. Alguno se salva, se enrola,
ingresa en el ejército y se va lejos; algunas chicas consiguen marcharse para no volver
a poner los pies allí. Casi ninguno de las nuevas generaciones es afiliado. La mayoría
trabajan para los clanes, pero nunca serán «camorristas». Los clanes no los quieren, no
los afilian, los hacen trabajar aprovechando esta gran oferta. No tienen aptitudes,
talento comercial. Muchos hacen de correo. Llevan mochilas llenas de hachís a Roma.
El motor al máximo de revoluciones, y en una hora y Inedia ya están a las puertas de la
capital. No reciben nada a cambio de estos viajes, pero al cabo de unas veinte
expediciones les regalan la moto. Lo consideran una ganancia valiosa, casi inigualable,
sin duda inalcanzable en cualquier otro trabajo que se pueda encontrar allí. Pero han
transportado una mercancía con la que se puede obtener diez veces lo que vale la
moto. No lo saben, y no alcanzan a imaginarlo. Si los paran en un control de carretera,
los condenarán a penas por debajo de los diez años de prisión, y al no ser afiliados no
tendrán los gastos legales pagados ni la asistencia familiar garantizada por los clanes.
En la cabeza solo tienen el estruendo del tubo de escape y Roma como meta.
Alguna barricada continuó desfogándose aunque lentamente, según la cantidad
de rabia acumulada en el vientre. Luego todo se desinfló. Los clanes no temían la
revuelta ni las protestas. Podían pasarse días matándose e incendiando, no habría
pasado nada. Pero la revuelta no los habría dejado trabajar. Habría hecho que Parco
Verde dejara de ser la cantera de emergencia donde conseguir siempre mano de obra a
precio bajísimo. Todo debía volver a la normalidad cuanto antes. Todos debían
regresar al trabajo o, mejor dicho, a estar disponibles para el posible trabajo. El juego
de la revuelta debía acabar.
Yo había estado en el funeral de Emanuele. En algunas latitudes del mundo,
quince años son simplemente un número. Morir a los quince años en esta zona parece,
más que ser privado de la vida, adelantar una condena a muerte. En la iglesia había
muchos, muchísimos jóvenes, todos con el semblante sombrío; de vez en cuando
proferían un grito, e incluso se les oía entonar a coro un estribillo fuera de la iglesia:
«Siem-pre con no-so-tros, es-ta-rás siem-pre con no-sotros... siem-pre con no-sotros...».
Los hinchas suelen cantarlo cuando alguna vieja gloria se retira del fútbol.
Parecía que estuvieran en el estadio, pero eran cantos de rabia. Había policías de
paisano que intentaban permanecer lejos de los bancos. Todos los habíamos reconocido,
pero no había espacio para refriegas. Dentro de la iglesia conseguí
identificarlos enseguida; o, mejor dicho, ellos me identificaron a mí al no encontrar
rastro de mi cara en su archivo mental. Como para mitigar mi tristeza, uno de ellos se
acercó y me dijo:
—Todos estos tienen antecedentes. Tráfico de drogas, robo, encubrimiento,
atracos... Alguno hasta hace chapas. No hay ninguno limpio. Aquí, cuantos más
mueran, mejor para todos...
Palabras a las que se responde con un puñetazo o con un cabezazo contra el
tabique nasal. Aunque en realidad era lo que todos pensaban. Y quizá hasta era un
pensamiento sabio. Yo miraba uno por uno a aquellos jóvenes que acabarán en la
cárcel por un robo de doscientos euros: escoria, sucedáneos de hombres, traficantes.
Ninguno de ellos pasaba de los veinte años. El padre Mauro, el párroco que celebraba
el oficio, sabía a quién tenía delante, y también sabía que los niños que estaban a su
alrededor no tenían el marchamo de la inocencia.
—Hoy no ha muerto un héroe...
No tenía las manos abiertas, como los sacerdotes cuando leen las parábolas los
domingos. Tenía los puños cerrados. Su tono no era en absoluto el propio de las
homilías. Cuando empezó a hablar, su voz estaba afectada por una ronquera extraña,
como la que sobreviene cuando llevas callado demasiado tiempo. Hablaba con rabia,
ninguna compasión por la criatura, ninguna concesión.
Parecía uno de esos sacerdotes sudamericanos que, durante los movimientos
guerrilleros en El Salvador, a fuerza de celebrar tantos funerales de matanzas, dejaban
de compadecer y empezaban a gritar. Pero aquí nadie conoce a Romero. El padre
Mauro posee una rara energía.
Por más responsabilidades que podamos atribuir a Emanuele, no hay que olvidar
que tenía quince años. A esa edad, los hijos de las familias que nacen en otros lugares
de Italia van a la piscina o a clases de baile. Aquí no. El Padre Eterno tendrá en cuenta
el hecho de que el error ha sido cometido por un chico de quince años. Si en el sur de
Italia quince años son suficientes para trabajar, decidir atracar, matar y ser matado,
son suficientes también para asumir la responsabilidad de tales hechos.
A continuación aspiró con fuerza el aire viciado de la iglesia:
—Pero quince años son tan pocos que nos permiten ver mejor qué hay detrás y
nos obligan a repartir la responsabilidad. Quince años es una edad que llama, no con
los nudillos sino con las uñas, a la conciencia de aquellos a los que se les llena la boca
hablando de legalidad, de trabajo, de esfuerzo.
El párroco acabó la homilía. Nadie entendió del todo lo que quería decir, ni
tampoco había autoridades o instituciones. Se produjo un trasiego enorme entre los
jóvenes. El ataúd salió de la iglesia, cuatro hombres lo sostenían, hasta que de repente
dejó de estar apoyado en sus hombros y empezó a flotar sobre la multitud. Todos lo
aguantaban con la palma de las manos, como se hace con las estrellas de rock cuando
se lanzan desde el escenario sobre los espectadores. El féretro navegaba por el mar de
dedos. Un cortejo de jóvenes en moto formó junto al coche, el largo coche de muertos,
preparado para trasladar a Manú al cementerio. Aceleraban. Apretando el freno. El
rugido de los motores acompañó el último recorrido de Emanuele. Haciendo chirriar
los neumáticos, dejando tronar el tubo de escape. Parecía que quisieran escoltarlo con
las motos hasta las puertas del más allá. Al poco, un humo denso y una peste a
gasolina lo invadió todo e impregnó la ropa. Intenté entrar en la sacristía. Quería
hablar con aquel sacerdote que había pronunciado palabras encendidas. Se me
adelantó una mujer. Quería decirle que en el fondo el chico se lo había buscado, que
su familia no le había enseñado nada. Luego confesó con orgullo:
—Mis nietos, aunque estén en paro, nunca atracarían a nadie... Y añadió,
nerviosa:
—Pero ¿qué había aprendido ese chico? Nada.
El sacerdote miró al suelo. Iba en chándal. No intentó contestar, ni siquiera la
miró a la cara; sin apartar los ojos de las zapatillas de deporte, susurró:
—Lo cierto es que aquí solo se aprende a morir.
—¿Qué dice, padre?
—Nada, señora, nada.
Pero no todos están aquí bajo tierra. No todos han acabado en el pantano del
fracaso. Por el momento. Todavía existen fabricas ganadoras. La fuerza de dichas
empresas es tal que consiguen hacer frente al mercado de la mano de obra china
porque trabajan con las grandes marcas. Velocidad y calidad. Altísima calidad. El
monopolio de la belleza de las prendas excepcionales todavía es suyo. El ―made in
Italy‖ se construye aquí. Caivano, Sant'Antimo, Arzano... el Las Vegas al completo de la
Campania. «El rostro de Italia en el mundo» tiene las facciones de tela adheridas al
cráneo desnudo de la provincia napolitana. Las firmas no se atreven a mandarlo todo
al Este, a firmar contratos en Oriente. Las fábricas se hacinan en los sótanos, en las
plantas bajas de las casas adosadas. En las naves de las afueras de estos pueblos de
las afueras. Se trabaja cosiendo, cortando pieles, montando zapatos. En fila. Con la
espalda del compañero delante de los ojos y la tuya delante de los ojos del que está
detrás de ti. Un obrero del sector textil trabaja unas diez horas al día. Los sueldos
oscilan entre quinientos y novecientos euros. Las horas extraordinarias suelen estar
bien pagadas. Hasta quince euros más respecto al valor normal de una hora de trabajo.
Las empresas raramente superan los diez empleados. En las habitaciones donde se
trabaja, destaca una radio o una televisión sobre una repisa. La radio se escucha por la
música, y como mucho alguien canturrea. Pero en los montemos de máxima
producción, todo está en silencio y solo repiquetean las agujas. Más de la mitad de los
empleados de estas empresas son mujeres. Hábiles, nacidas ante las máquinas de
coser. Aquí, las fábricas no existen formalmente; ni siquiera existen los trabajadores.
Si el mismo trabajo de alta calidad se legalizara, los precios subirían y dejaría de haber
mercado, y el trabajo se iría fuera de Italia. Los empresarios de esta zona se saben al
dedillo esta lógica. En estas fábricas no suele haber enfrentamientos entre obreros y
propietarios. Aquí, la lucha de clases es más blanda que una galleta en remojo. En
muchos casos, el patrón es un ex obrero, comparte las horas de trabajo con sus
empleados en la misma habitación, en el mismo banco. Cuando se equivoca, paga directamente
con hipotecas y préstamos. Su autoridad es paternalista. Se discute por un
día de fiesta o por un aumento de unos céntimos. No hay contratos, no hay burocracia.
Cara a cara. Y así se delimitan los espacios de concesiones y obligaciones que tienen el
sabor de derechos y atribuciones. La familia del empresario vive en el piso de arriba de
donde se trabaja. En estas fabricas, muchas veces las empleadas dejan a sus niños a
cargo de las hijas del propietario, que se convierten en canguros, o de las madres, que
se transforman en abuelas vicarias. Los niños de las empleadas crecen con las familias
de los propietarios. Todo esto crea una vida en común, hace realidad el sueño
horizontal del posfordismo: hacer que obreros y dirigentes coman juntos, hacer que se
relacionen en la vida privada, hacer que se sientan parte de una misma comunidad.
En estas fábricas no hay miradas clavadas en el suelo. Saben que hacen un
trabajo excelente y saben que cobran sueldos ínfimos. Pero sin lo uno, no se tiene lo
otro. Trabajas para comprar lo que necesitas, de la mejor manera posible, así nadie
encontrará motivos para echarte. No hay red de protección. Derechos, causas justas,
permisos, fiestas. El derecho te lo ganas. Las fiestas las tienes que implorar. No hay
por qué quejarse. Todo sucede como debe suceder. Aquí solo hay un cuerpo, una
habilidad, una máquina y un sueldo. No se conocen datos precisos sobre cuántos
trabajadores clandestinos hay en esta zona. Ni sobre cuántos están, por el contrario,
regularizados, pero se ven obligados a firmar todos los meses nóminas en las que
figuran sumas no percibidas.
Xian tenía que participar en una subasta. Entramos en el aula de una escuela
primaria. Ningún niño, ninguna maestra; solo cartulinas pegadas en las paredes con
enormes letras dibujadas. En el aula esperaba una veintena de personas en
representación de sus empresas; Xian era el único extranjero. Solo saludó a dos de los
presentes y aun así sin demasiada confianza. Un coche se detuvo en el patio del
colegio. Entraron tres personas. Dos hombres y una mujer. La mujer llevaba una falda
de piel y zapatos de charol con tacón alto. Todos se levantaron para saludarla. Los tres
tomaron asiento y empezaron la subasta. Uno de los hombres trazó tres líneas
verticales en la pizarra. Empezó a escribir lo que le dictaba la mujer. La primera
columna:
«800».
Era el número de vestidos que había que producir. La mujer enumeró los tipos de
tela y la calidad de las prendas. Un empresario de Sant'Antimo se acercó a la ventana y,
dando la espalda a todos, propuso su precio y su plazo:
—Cuarenta euros por pieza en dos meses...
Apuntaron en la pizarra su propuesta:
«800 / 40 / 2».
Los semblantes de los otros empresarios no parecían preocupados. Con
semejante propuesta no se había atrevido a entrar en los límites de lo imposible. Lo
cual, evidentemente, complacía a todos. Pero los comisionistas no estaban satisfechos.
La subasta continuó.
Las subastas que las grandes firmas italianas hacen en estos lugares son
extrañas. Nadie pierde y nadie gana la contrata. El juego consiste en participar o no en
la carrera. Alguien se lanza con una propuesta, dice el plazo y el precio que puede
garantizar. Pero, si sus condiciones son aceptadas, no será el único ganador. Su
propuesta es como un impulso que los otros empresarios pueden tratar de seguir.
Cuando los intermediarios aceptan un precio, los empresarios presentes pueden
decidir si participan o no. Los que aceptan reciben el material: las telas. Las hacen
enviar directamente al puerto de Nápoles y cada empresario va a recogerlas allí. Pero
solo se le pagará a uno, una vez finalizado el trabajo. Al que entregue el primero las
prendas confeccionadas, siempre que tengan la máxima calidad. Los otros
empresarios que han participado en la subasta podrán quedarse el material, pero no
cobrarán un céntimo. Las empresas de la moda ganan tanto así que sacrificar tela no
supone una pérdida relevante. Si un empresario deja de entregar varias veces, lo que
significa que aprovecha la subasta para obtener material gratis, es excluido de las
posteriores subastas. Mediante este sistema, los intermediarios de las firmas se
aseguran la rapidez en la producción, porque si alguien intenta retrasar la entrega,
otro le quitará el puesto. No hay ninguna prórroga posible para los plazos de la alta
costura.
Otro brazo se alzó, para alegría de la mujer sentada tras la mesa. Un empresario
bien vestido, elegantísimo.
—Veinte euros en veinticinco días.
Al final aceptaron esta última propuesta. Se le sumaron nueve de veinte. Ni
siquiera Xian se atrevió a declararse disponible. No podía coordinar rapidez y calidad
en plazos tan cortos y con precios tan bajos. Finalizada la subasta, la mujer tomó nota
de los nombres de los empresarios, las direcciones de las fábricas y los números de
teléfono. El ganador invitó a comer en su casa. Tenía la fábrica en la planta baja; en el
primer piso vivía él con su mujer, y el segundo piso lo ocupaba su hijo. Contaba con
orgullo:
—Ahora he pedido permiso para levantar otra planta. Mi otro hijo va a casarse.
Mientras subíamos, seguía hablándonos de su familia, en construcción igual que
su chalet.
—No pongáis nunca hombres a controlar a las trabajadoras; no dan más que
disgustos. Dos hijos varones tengo yo, y los dos se han casado con nuestras
empleadas. Poned maricas. Poned maricas a organizar turnos y controlar el trabajo,
como se hacía antes...
Las trabajadoras y los trabajadores subieron a brindar por la contrata. Tendrían
que hacer turnos muy estrictos: de las seis de la mañana a las nueve de la noche, con
un descanso de una hora para comer, y otro turno de las nueve de la noche a las seis
de la mañana. Todas las trabajadoras iban maquilladas, con pendientes y una bata
para protegerse de las colas, del polvo, de la grasa de las máquinas. Como Supermán,
que se quita la camisa y ya lleva debajo su mono azul, estas chicas, cuando se
quitaban la bata, estaban listas para ir a cenar fuera. Los trabajadores, en cambio, iban
bastante desaliñados, con sudaderas y pantalones de faena. Después del brindis, el
anfitrión se apartó con un invitado. Se escabulló junto con los otros que habían
aceptado el precio de subasta. No se escondían, sino que respetaban la antigua costumbre
de no hablar de dinero en la mesa. Xian me explicó con todo detalle quién era
aquella persona. Era idéntico a la imagen que nos hacemos de los cajeros de banco.
Debía anticipar liquidez y estaba discutiendo los tipos de interés. Pero no representaba
a un banco. Las firmas italianas solo pagan cuando el trabajo está terminado. Mejor
dicho, solo después de haber dado el visto bueno al trabajo. Sueldos, costes de
producción e incluso de envío: todo lo adelantan los productores. Los clanes, según su
influencia territorial, prestan dinero a las fábricas. En Arzano, los Di Lauro; en
Sant'Antimo, los Verde; los Cennamo en Crispano, y así en cada territorio. Estas
empresas reciben liquidez de la Camorra con tipos de interés bajos. Entre el 2 y el 4
por ciento. Ninguna empresa podría acceder más que las suyas a los créditos bancarios:
producen para la flor y nata italiana, para el mercado de los mercados. Pero son
fábricas vacías, y los espectros no son recibidos por los directores de banco. La
liquidez de la Camorra es también la única posibilidad para los empleados de acceder
a un préstamo. De ese modo, en municipios donde más del 40 por ciento de los
residentes vive del trabajo clandestino, seis de cada diez familias consiguen comprar
una casa. Los empresarios que no satisfacen las exigencias de las firmas también
encontrarán un comprador. Lo venderán todo a los clanes para que lo introduzcan en
el mercado de las imitaciones. Toda la moda de las pasarelas, toda la luz de las galas
más mundanas procede de aquí. De Nápoles y de Salento. Los centros principales de la
industria textil clandestina. Los pueblos de Las Vegas y los de ―dintra lu Capu‖.2
Casarano, Tricase, Taviano, Melissano, o sea, Capo di Leuca, el bajo Salento. De aquí
parte. De este agujero. Todas las mercancías tienen un origen oscuro. Es la ley del
capitalismo. Pero observar el agujero, tenerlo delante, produce una sensación extraña.
Una pesadez inquietante. Como tener la verdad en el estómago.
Entre los empleados del empresario ganador, conocí a uno particularmente hábil.
Pasquale. Era una espingarda. Alto, flaco y un poco encorvado: se doblaba a la altura
de los hombros, detrás del cuello. Un físico ganchudo. Trabajaba con material y
diseños enviados directamente por los diseñadores. Modelos enviados en exclusiva
para sus manos. Su sueldo no era distinto, pero lo que se le encargaba sí. En cierto
modo parecía satisfecho. Pasquale me cayó bien enseguida. En cuanto vi su narizota.Tenía
cara de viejo aunque era un hombre joven. Una cara siempre metida entre
tijeras, cortes de tela, dedos aplanando costuras. Pasquale era uno de los pocos que
podía comprar directamente la tela. Algunas firmas, confiando en su capacidad, le
hacían pedir directamente los materiales a China y después él mismo comprobaba su
calidad. Por esa razón, Xian y Pasquale se habían conocido. En el puerto, donde una
vez quedamos pan comer juntos. Acabada la comida, Xian y Pasquale se despidieron y
nosotros montamos enseguida en el coche. Nos dirigíamos hacia el Vesubio.
Habitualmente, los volcanes se representan con colores oscuros. El Vesubio es verde.
Visto desde lejos, parece un manto infinito de musgo. Pero antes de tomar la carretera
que lleva a los pueblos vesubianos, el coche entró en el zaguán de una casa. Allí
estaba Pasquale esperándonos. Salió de su coche y se metió directamente en el

2 Lu Capu es Salento en el dialecto de la zona (N. de los T.)
portaequipajes del coche de Xian. Intenté pedir explicaciones:
—¿Qué pasa? ¿Por qué se mete en el maletero?
—No te preocupes. Ahora vamos a Terzigno, a la fábrica.
Se puso al volante una especie de Minotauro. Había salido del coche de Pasquale
y parecía saberse de memoria lo que tenía que hacer. Dio marcha atrás, salió de la
cochera y, antes de adentrarse en la carretera, sacó una pistola. Una semiautomática.
Le quitó el seguro y se la puso entre las piernas. Yo no dije esta boca es mía, pero el
Minotauro veía a través del espejo retrovisor que lo miraba con preocupación.
—Una vez quisieron quitarnos de en medio.
—¿Quién?
Intentaba que me lo explicara todo desde el principio.
----Esos que no quieren que los chinos aprendan a trabajar con la alta costura.
Esos que quieren de China las telas y nada más.
No entendía. Seguía sin entender. Xian intervino con su habitual tono
tranquilizador.
—Pasquale nos ayuda a aprender. Aprender a trabajar con prendas de calidad
que todavía no nos encargan. Aprendemos de él cómo hacer los vestidos...
Después del resumen de Xian, el Minotauro trató de justificar la presencia de la
pistola:
—Una vez apareció uno ahí, justo ahí, ¿ves?, en medio de la plaza, y disparó
contra el coche. Le dieron al motor y al limpiaparabrisas. Si querían liquidarnos, nos
liquidaban. Pero era una advertencia. Aunque si vuelven a intentarlo, esta vez estoy
preparado.
Después el Minotauro me explicó que, cuando vas conduciendo, llevar la pistola
entre los muslos es la mejor técnica; dejarla en el salpicadero ralentizaría los gestos,
los movimientos para cogerla. Para llegar a Terzigno, la carretera ascendía, el
embrague olía que apestaba. Más que temer una ráfaga de metralleta, temía que el
vaivén del automóvil pudiera hacer que la pistola se disparase en el escroto del conductor.
Llegamos sin incidentes. Nada más detenerse el coche, Xian fue a abrir el
maletero. Pasquale salió. Parecía un kleenex estrujado intentando estirarse. Se me
acercó y dijo:
—Siempre la misma historia... ¡Ni que fuera un fugitivo de la justicia! Pero más
vale que no me vean en el coche. Si no...
E hizo el gesto de rebanarse el cuello. La nave era grande. No enorme. Xian me la
describía con orgullo. Era de su propiedad, pero en el interior había nueve
microfábricas asignadas a nueve empresarios chinos. Al entrar, parecía que estuvieras
ante un damero. Cada fábrica tenía sus propios obreros y sus propios bancos de
trabajo perfectamente circunscritos dentro de los cuadrados. Xian había concedido a
cada fábrica el mismo espacio de que disponían las fábricas de Las Vegas. Las
contratas las concedía por subasta. El método era el mismo. Había decidido no dejar
que hubiera niños en la zona de trabajo, y los turnos los había organizado igual que lo
hacían las fábricas italianas. Además, cuando trabajaban para otras empresas, no
pedían dinero anticipado. En resumen, Xian estaba convirtiéndose en un auténtico
empresario de la moda italiana.

Las fábricas chinas de China estaban haciendo la competencia a las fábricas
chinas de Italia. Por eso Prato, Roma y las Chinatown de media Italia estaban
hundiéndose miserablemente: habían experimentado un auge tan rápido que hacía la
caída aún más brusca. Las fábricas chinas solo podrían salvarse de un modo:
convirtiendo a los obreros en expertos en alta costura, capaces de hacer un trabajo de
calidad en Italia. Aprender de los italianos, de los pequeños empresarios diseminados
por Las Vegas, dejar de ser productores de artículos de pacotilla para convertirse en
referentes de las firmas en el sur de Italia. Quitarles el puesto a las fábricas
clandestinas italianas, adoptar su lógica de actuación, ocupar sus espacios, copiar su
lenguaje para hacer el mismo trabajo que ellas. Solo que por un poco menos e invirtiendo
unas horas más.
Pasquale sacó una tela del maletín. Era un vestido que debería haber cortado y
confeccionado en su fábrica. En lugar de eso, realizó la operación sobre una mesa,
delante de una cámara de vídeo que lo filmaba y enviaba la imagen a un enorme telón
colgado a su espalda. Una chica con un micrófono traducía al chino lo que él decía. Era
su quinta clase.
—Debéis tener muchísimo cuidado con las costuras. El cosido debe ser flojo,
pero no inexistente.
El triángulo chino. San Giuseppe Vesuviano,Terzigno y Ottaviano. Es el eje del
empresariado textil chino. Todo lo que sucede en las comunidades chinas de Italia ha
sucedido antes en Terzigno. Las primeras manufacturas, las calidades de producción y
también los primeros asesinatos. Aquí mataron a Wang Dingjm, un inmigrante de
cuarenta años que había venido en coche desde Roma para participar en una fiesta de
compatriotas. Lo invitaron y después le pegaron un tiro en la cabeza. Wang era una
cabeza de serpiente, o sea, un guía. Ligado a los cárteles criminales pequineses que
organizan la entrada clandestina de ciudadanos chinos. Las diferentes cabezas de serpiente
chocan a menudo con los compradores de mercancía humana. Prometen a los
empresarios un número de personas que en realidad después no traen. De la misma
manera que se mata a un camello cuando se ha quedado una parte de las ganancias,
se mata a una cabeza de serpiente porque ha jugado sucio con su mercancía, con los
seres humanos. Pero los que mueren no son solo mafiosos. Fuera de la fábrica había
una foto colgada en una puerta. La foto de una chica menuda. Una cara bonita,
pómulos rosados, ojos tan negros que parecían pintados. Estaba puesta justo en el
sitio donde, en la iconografía tradicional, se espera ver el rostro amarillo de Mao. Era
Zhang Xiangbi, una chica embarazada a la que habían matado y arrojado a un pozo
hacía unos años. Trabajaba aquí. Un mecánico de la zona le había echado el ojo; ella
pasaba por delante de su taller, a él le había gustado, y creía que eso era suficiente
para tenerla. Los chinos trabajan como animales, se arrastran como culebras, son más
silenciosos que los sordomudos, no pueden oponer resistencia ni expresar su
voluntad. En la mente de todos, o de casi todos, está ese axioma. Zhang, en cambio,
se había resistido, había intentado escapar cuando el mecánico la había abordado,
pero no podía denunciarlo. Era china, y a los chinos les está negado cualquier gesto
que pueda delatar su existencia. Cuando lo intentó de nuevo, el hombre no soportó el
rechazo. La acribilló a patadas hasta hacerle perder el conocimiento y luego le cortó el
cuello y echó el cadáver al fondo de un pozo artesiano, donde estuvo días hinchándose
a causa del agua y la humedad. Pasquale conocía esa historia, le había impresionado
muchísimo; cada vez que daba una clase, tenía el detalle de acercarse al hermano de
Zhang y preguntarle cómo estaba, si necesitaba algo, y siempre recibía la misma
respuesta:
—No, gracias.
Pasquale y yo nos hicimos muy amigos. Cuando hablaba de los tejidos, parecía
un profeta. En las tiendas era puntilloso a más no poder; era imposible pasear con él:
se plantaba delante de todos los escaparates para criticar el corte de una chaqueta, o
para sentir vergüenza ajena por el diseño de una falda. Era capaz de prever la duración
de la vida de unos pantalones, de una chaqueta, de un vestido. El número exacto de
lavadas que soportarían esos tejidos antes de estropearse. Pasquale me inició en el
complicado mundo de los tejidos.
Había empezado también a ir a su casa. Su familia, sus tres hijos y su mujer me
transmitían su alegría. Estaban siempre moviéndose, pero no de un modo frenético.
Aquella noche los niños más pequeños también corrían por la casa descalzos. Pero sin
alborotar. Pasquale había encendido el televisor y, mientras cambiaba de un canal a
otro, se había quedado inmóvil delante de la pantalla, con los ojos fruncidos como un
miope pese a que veía de maravilla. Nadie estaba hablando, pero el silencio pareció
hacerse más denso. Luisa, su mujer, intuyó algo, porque se acercó al televisor y se
llevó las manos a la boca, como cuando se presencia un suceso grave y se ahoga un
grito. En la televisión, Angelina Jolie recorría la alfombra de la noche de los Oscar con
un traje de chaqueta de raso blanco precioso. Uno de esos hechos a medida, de esos
que los diseñadores italianos, disputándoselas, regalan a las estrellas. Ese vestido lo
había confeccionado Pasquale en una fábrica clandestina de Arzano. Solo le habían
dicho: 'Este va a América». Pasquale había hecho cientos de vestidos que habían ido a
Estados Unidos. Recordaba perfectamente aquel traje sastre blanco. Todavía recordaba
las medidas, todas las medidas. El corte del escote, los milímetros de las muñecas. Y el
pantalón. Había pasado las manos por las perneras y todavía recordaba el cuerpo
desnudo que todos los modistos imaginan. Un desnudo sin erotismo, dibujado en sus
fibras musculares, en sus huesos de porcelana. Un desnudo para vestirlo, una
mediación entre músculo, hueso y porte. Había ido a buscar la tela al puerto, aquel día
aún lo recordaba perfectamente. Le habían encargado tres vestidos, sin decirle nada
más. Sabían a quién estaban destinados, pero nadie le había informado.
En Japón habían ofrecido al modisto de la esposa del heredero al trono un
banquete oficial; un periódico berlinés había dedicado seis páginas al modisto de la
primera mujer que ocupaba el cargo de canciller en Alemania. Páginas en las que se
hablaba de calidad artesanal, de fantasía, de elegancia. Pasquale estaba rabioso, pero
era una rabia imposible de exteriorizar. Sin embargo, la satisfacción es un derecho; si
existe un mérito, debe ser reconocido. Sentía en lo más hondo, en alguna parte del
hígado o del estómago, que había hecho un trabajo excepcional y quería poder decirlo.
Sabía que merecía otra cosa. Pero no le habían dicho nada. Se había enterado por
casualidad, por error. Una rabia estéril, que nace cargada de razones con las que no se
puede hacer nada. No podría decírselo a nadie. Ni siquiera susurrarlo delante del
periódico del día siguiente. No podía decir: «Ese traje lo he hecho yo». Nadie creería
una cosa semejante. La noche de los Oscar, Angelina Jolie lleva un traje hecho en
Arzano por Pasquale. Los dos extremos. Millones de dólares y seiscientos euros al
mes. Cuando todo lo que es posible se ha hecho, cuando talento, habilidad, maestría y
tesón se funden en una acción, en una praxis, cuando todo eso no sirve para cambiar
nada, entonces entran ganas de tumbarse boca abajo sobre la nada, en la nada.
Desaparecer lentamente, dejar pasar los minutos, hundirse en ellos como si fueran
arenas movedizas. Dejar de hacer todo. Y tratar de respirar. Nada más. Total, nada
puede cambiar las condiciones: ni siquiera hacer un traje para que Angelina Jolie lo
luzca la noche de los Oscar.
Pasquale salió de casa sin preocuparse siquiera de cerrar la puerta. Luisa sabía
adónde iba, sabía que iría a Secondigliano y sabía a quién iba a ver. Se dejó caer sobre
el sofá y hundió la cabeza en el cojín, como una niña. No sé por qué, pero cuando
Luisa se puso a llorar me vinieron a la mente unos versos de Vittorio Bodini. Un poema
que hablaba de las estratagemas que empleaban los campesinos del sur para no ser
llamados a filas, para no llenar las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en defensa
de fronteras cuya existencia desconocían. Decía así:
En la época de la otra guerra campesinos y contrabandistas / se ponían hojas de
Xanti-Yaca bajo las axilas / para caer enfermos. / Las fiebres artificiales, la presunta
malaria / que les hacía temblar y castañetear los dientes, / eran su juicio / sobre los
gobiernos y la historia.
El llanto de Luisa me pareció también un juicio sobre el gobierno y sobre la
historia. No un desahogo. No un disgusto por una satisfacción no celebrada. Me
pareció un capítulo corregido de El capital de Marx, un párrafo de La riqueza de las
naciones de Adam Smith, un fragmento de la Teoría general de la ocupación, el interés
y el dinero de John Maynard Keynes, una nota de La ética protestante y el espíritu del
capitalismo de Max Weber. Una página añadida o suprimida.
Olvidada de escribir o quizá continuamente escrita, aunque no en el espacio de la
página. No era un acto desesperado sino un análisis. Severo, detallado, preciso,
argumentado. Me imaginaba a Pasquale por la calle, golpeando los pies contra el suelo
como cuando te quitas la nieve de las botas. Como un niño que se asombra de que la
vida deba ser tan dolorosa. Hasta entonces había salido adelante. Había conseguido
reprimirse, ejercer su oficio, querer ejercerlo. Y hacerlo mejor que nadie. Pero en aquel
momento, cuando vio aquel traje, aquel cuerpo moviéndose dentro de la tela que él
había acariciado, se sintió solo. Solísimo. Porque cuando alguien experimenta una cosa
solo en el perímetro de su propia carne y de su propio cráneo es como si no la supiera.
Y por lo tanto, cuando el trabajo solo sirve para mantenerse a flote, para sobrevivir,
solo para uno mismo, entonces es la peor de las soledades.
Volví a ver a Pasquale dos meses después. Lo habían puesto a trabajar con los
camiones. Transportaba todo tipo de mercancías —legales e ilegales— para las
empresas vinculadas a la familia Licciardi de Secondigliano. O por lo menos, eso
decían. El mejor modisto del mundo conducía los camiones de la Camorra entre
Secondigliano y el lago de Garda. Me invitó a comer y me dio un paseo con su enorme
camión. Tenía las manos rojas y los nudillos agrietados. Como a todos los camioneros
que se pasan horas al volante, se le helaban las manos y tenía mala circulación. La
expresión de su cara no era serena, había escogido ese trabajo por despecho, por
despecho a su destino, una patada en el culo a su vida. Pero era imposible seguir
soportándolo, aunque mandarlo todo al diablo significaba vivir peor. Mientras
comíamos, se levantó para ir a saludar a unos amigos. Dejó la cartera encima de la
mesa. Vi sobresalir una página de revista doblada en cuatro. La desplegué. Era una
foto, una portada de Angelina Jolie vestida de blanco. El vestido confeccionado por
Pasquale. La chaqueta directamente sobre la piel. Había que tener talento para vestirla
sin esconderla. El tejido debía acompañar el cuerpo, delinearlo haciendo que los
movimientos lo marcaran.
Estoy seguro de que algunas veces a Pasquale, cuando está solo, quizá después
de comer, cuando en casa los niños, cansados de jugar, se duermen boca abajo en el
sofá, cuando su mujer, antes de fregar los platos, se pone a hablar por teléfono con su
madre, justo en ese momento se le ocurre abrir la cartera y mirar aquella página de revista.
Y estoy seguro de que, mirando esa obra maestra que creó con sus manos,
Pasquale es feliz. Una felicidad rabiosa. Pero eso no lo sabrá nunca nadie.

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