Mamá siempre nos decía: "Satanás siempre va a la iglesia y se sienta en la última banca para observar a todos los feligreses, esperando que afloren sus debilidades y, en el momento menos esperado, se apodera de ellos".

Yo no entendía cómo podía estar sentado en la iglesia un demonio alado sin que nadie se diera cuenta; sin embargo, a manera preventiva, cuando iba a la iglesia evitaba sentarme en la última banca y siempre permanecía sentado tranquilo, meciendo los pies que aún no me llegaban al suelo.

Semana tras semana había observado a todos los que se sentaban en el par de bancas que ocupaban la última fila de la iglesia neogótica a la que asistíamos. Casi siempre había niños revoltosos y desobedientes que jugaban mientras se celebraba la homilía, y algunos adolescentes que siempre se quedaban dormidos; pero, casi nunca eran las mismas personas. Exceptuando un hombre que siempre era fiel a su banca.

Era un hombre de mediana edad, blanco, alto, delgado aunque de contextura fuerte, de ojos y cabellos negros como el azabache, que siempre vestía de etiqueta, pero que en nada se parecía al diablo que yo imaginaba: ese ángel caído, que era más antiguo que la humanidad, que de seguro tendría alas y cuernos negros.

Su mirada siempre estaba fija hacia la banca donde solía sentarse mi familia, entre los cuales también estaba mi primo, quien acudía a la iglesia acompañando a mi tía, pero que a escondidas junto a mi hermano mayor estaban iniciándose en el mundo de las drogas y adentrándose en actos delictivos.

Yo no lo sabía, pero mi hermano me lo contó unos días después de que mi primo fuese hallado muerto a la orilla de un río, luego de haber saltado de un puente, sin explicación ni razón aparente.

"Nosotros íbamos a robar un local nocturno, sin que nadie se diera cuenta", me dijo sollozando mi hermano, "pero todo se nos salió de las manos y Luis terminó matando a uno de los tipos de seguridad".

Realmente no sé si tenga relación o es mi paranoia, pero el domingo antes del incidente, estábamos en la iglesia, y en el momento de la salida, cuando pasábamos frente a la última banca, mi primo tropezó con el hombre extraño, quien le dijo algo que nadie le prestó atención y que yo no entendí en ese momento:

"Disculpe hijo mío, seguro que no volverás a tropezar; sigue adelante y no te detengas, termina de cruzar la puerta". Volteó hacia mí, me guiñó el ojo y su boca susurró unas palabras ininteligibles.

La muerte de mi primo en cierta forma nos marcó, porque cambió el rumbo de nuestras vidas. Mi hermano mayor fue enviado a un internado religioso donde culminó su bachillerato, y aunque no lo hizo mejor persona, al menos no terminó como mi primo. Yo seguí acompañando a mi madre a la iglesia hasta los 15 años, aunque durante ese tiempo no volví a mirar hacia la última banca, pasando cabizbajo junto a ella en el momento de la entrada y la salida.

Sin embargo, ahora en la edad adulta he adquirido una afición sinigual por las iglesias antiguas y su arquitectura, y cada vez que conozco una a la que nunca he ido, suelo entrar en traje negro de etiqueta y sentarme en la última banca mirando de forma inquisitiva a todos aquellos cuyo aspecto áurico delata el infierno que llevan dentro.