Llegó la mañana del primero de enero, y Arcángel amaneció acurrucado junto al fogón aún humeante donde reposaba la olla donde habían hecho las hallacas la noche anterior.

Estaba en el campo en casa de su abuela, quién lo adoraba pero a la vez corregía y criaba de manera estricta y rudimentaria, como seguramente la habían criado a ella también. A su entender, sus padres se habían ido a trabajar lejos porque las cosas estaban difíciles en la casa.

Y efectivamente, su padre lo había dejado al cuido de su madre y se había ido fuera del país en busca de mejores oportunidades, aunque al mismo tiempo –y quizá fuera la razón verdadera de su decisión– estaba huyendo de su agónica realidad, pues su esposa lo había abandonado con el pequeño niño, para irse con un delincuente que le satisfacía sus caprichos con dinero proveniente de sus fechorías, y que por rivalidad lo amenazaba de muerte.

Ya hacía tiempo que el pequeño Arcángel estaba con su abuela, y todos los días al volver de la escuela rural, se entretenía conversando con los loros o tratando de cabalgar a los cerdos de cría. Los animales se habían convertido en sus mejores amigos. Siempre había estado solo, pero nunca había sentido tanta la soledad como los últimos días del mes de diciembre de ese año.

El día 24 vio con sus ojitos aguarapados como sus primos recibían regalos y lucían sus estrenos; mientras él, solo se había puesto una franelita nueva que le compró su abuela en nombre de su papá, quién aún no conseguía trabajo estable en el exterior.

Lo mismo ocurrió el 31, cuando se reunió toda la familia, o lo que quedaba de ella. Por todos lados los padres abrazando a sus hijos, jugando y encendiendo fuegos artificiales con ellos, bebiendo y comiendo con una alegría que él no sentía.

Antes de la media noche, la abuela se encerró en el cuarto y Arcángel curioso, que siempre se le veía en las faldas de ella, la vio abrazar una chaqueta de su papá y llorar hasta un rato después de la doceava campanada que anunció la llegada del año nuevo.

Quizá el llanto de su abuela, o la soledad acumulada que los animales no compensaban, hicieron que este pequeño moreno de ojos negros entrara en un estado depresivo, sintiéndose el ser mas solo del mundo, y corrió a esconderse donde nadie lo pudiese encontrar, y ahí se sentó a recordar el tiempo en que había sido feliz.

Recordó a su madre diciéndole con una sonrisa: “te llamas Arcángel porque eres más que un ángel que trajo alegría a mi vida”. Los pensamientos y recuerdos revoloteaban fugazmente por su mente mientras las lágrimas brotaban de sus ojos y se ahogaban en las cenizas del piso de tierra de la cocina junto al fogón.

En su cabeza sonaban las palabras de su padre diciéndole: “siempre estaré a tu lado, y nunca te faltará nada”. Podía verse a sí mismo sentado en el cuello de él, mientras corría simulando ser un caballo relinchón. Sentía sus manos sosteniéndolo fuertemente para que no fuese a caerse… Y así, entre recuerdos y sueños se quedó dormido.

Un año más… otro hogar desintegrado, el llanto desolado de una madre y los sueños rotos de otro niño como tantos en esta tierra bendita que no termina de emerger del subsuelo donde la sumergió la ambición, el egoísmo y la desidia en nombre de la “libertad" y la "soberanía”.