SI VOLVIERA PEDRO...
Os voy a contar una historia tan real que de sus personajes desciende parte de mi familia. Es una historia de amor de la que desconocemos muchos detalles, pero los fundamentales os puedo asegurar que son ciertos; las historias de amores imposibles, inmortalizados en Romeo y Julieta, han sido objeto de muchas obras literarias; esta no lo ha sido , pero yo quiero dar testimonio de ella y compartirla con vosotros.
Ocurrió en un pueblo de León, pequeño y acogedor, al lado de Astorga. El río Argañoso lo cruzaba y siempre traía agua. De allí se cogía para el uso doméstico y allí se lavaba la ropa, aunque a veces había que romper el hielo para poder hacerlo.
La casa donde trabajaba Pedro estaba al lado del río y delante había dos frondosos nogales a cuya sombra se comía en el verano sus buenos bocadillos de tocino. Las casas, las tapias de los corrales y de las huertas, eran todas de una piedra gris rojiza que habían ido sacando de los campos de alrededor para hacer cultivables las tierras. La famila de Pedro tenía pocas tierras; no daban para alimentar a todos, así que él tuvo que ponerse a trabajar de criado en la casa de un vecino: ordeñaba las ovejas, las sacaba al campo si el pastor no podía, limpiaba las cochiqueras, las cuadras donde se guardaban los caballos, el gallinero, las jaulas de conejos; en el verano venían cuadrillas de segadores gallegos, pero después había que hacer los “feijes” o haces de trigo, trillarlo, aventarlo cuando había viento, para separar el grano de la paja, guardar la paja y llevar el trigo al molino; después cocer el pan en los hornos de leña, una vez al mes, por lo menos.
Y además había que ir a la escuela todos los días que se pudiese. Todos sabían leer y escribir en el pueblo porque el maestro les daba clase cuando volvían de trabajar.
Cuando Pedro, que era guapo, de piel y ojos claros, además de fuerte y dicharachero, iba a los bailes que se organizaban en el “prao de la fuente” al lado de la escuela”, en las fiestas de San Antonio, ya a sus trece y catorce años , las “rapazas” le miraban y cuchicheaban.
Pero había una, en especial , Gregoria se llamaba, morena y también buena moza, un año o dos años menor, que le miraba a hurtadillas, sólo cuando creía que él no la veía; pocas veces se cruzaron las miradas; pero ella pensaba “si Pedro me sacara a bailar..”.
Y una vez ocurrió: Él la sacó a bailar y entonces surgió un sentimiento que, aunque ellos todavía no lo sabían iba a durar toda la vida: cada vez que encontraban un hueco, hablaban, hacían planes; pero siempre se estrellaban contra un muro: él era pobre y ella rica; sabían que no iban a poder casarse.
Pasó un año y cuando Pedro tenía 15, alrededor de 1875, tomó la determinación de emigrar a Argentina para hacer dinero y volver a casarse; ella, muy enamorada, aunque muy joven, le dijo que le esperaría.
Pedro convenció a un amigo, sin recursos como él, y una mañana comenzaron a andar, sólo con lo puesto y un hatillo con “una muda” y un poco de pan con tocino. Tenían casi trescientos kilómetros para llegar a La Coruña y coger el vapor que les llevaría a Buenos Aires. Dormirían en los pajares, si podían, y comerían lo que la gente les diese a cambio de hacer pequeños trabajos.
Cuando llegaron a La Coruña, pobres desharrapados, vieron un vapor anclado en el puerto. Se enteraron de la ruta: después de varias paradas por diversos puertos, llegaría a Buenos Aires, al cabo de dos meses. Llevaba 49 pasajeros de primera clase, 38 de segunda y 1.900 de tercera. Pensaron ponerse a trabajar para pagar el pasaje, pero el barco salía al día siguiente. Eran tantas sus ganas de salir que pensaron que con tantos pasajeros de tercera sería muy difícil que los descubriesen, podían pasar por hijos de las familias que procedían de León, Salamanca o Zamora que pululaban por el puerto, dispuestos embarcarse al día siguiente. Ellos habían hablado con muchos de ellos desde que habían llegado allí . Sólo tendrían que esconderse en la bodega para que la tripulación no los descubriera y ya se arreglarían para comer; bastante sabían ya la manera de buscarse la vida; así que decidieron subir por la noche, aprovechando que el vigilante se había quedado dormido. Ya estaba el barco cargado, de manera que la bodega estaba llena. Pasarían desapercibidos, por lo menos algún día…
Y claro que los descubrieron, aunque el relato de los hechos que sucedieron, es muy escueto: el capitán les hizo trabajar en el barco para pagar el pasaje. Tuvieron suerte; la ley del mar era muy dura en eso: polizones fuera, era la norma; no podían llegar a puerto con ellos; las navieras podían perder mucho dinero por su causa;
Así que pudieron comer y beber; muchos polizones morían de inanición; mejor haber sido descubiertos, pensaron ellos, a pesar del miedo que pasaron cuando en una de sus incursiones nocturnas para buscar comida fueron descubiertos; se colaban en los camarotes de tercera; allí dormían en literas de madera seis u ocho personas; tenían su hornillo para cocinar y su propia comida; allí se aseaban y hacían sus necesidades. Cuando podían robaban allí algo y cuando no podían atravesaban a las parte del barco que les llevaba a la segunda y a la primera clase; el comedor de primera a veces encontraban restos de comida, y podían entrar en la cocina…
Ahora dormían en cubierta, pasaban frío pero al menos respiraban aire puro; tenían que baldear la cubierta, limpiar los camarotes de primera, ayudar en la cocina, pero podían comer y beber; estaban boyantes y cerca de conseguir su objetivo.
Con un poco de imaginación y conociendo las cualidades humanas y el carácter de Pedro, es fácil imaginar que hablando con unos y otros, se granjease la simpatía de la tripulación y pasajeros; incluso que se hiciera ya una idea de por dónde seguir sus pasos cuando desembarcaran. Lo cierto es que desembarcaron aunque no constan en ningún registro de pasajeros e iniciaron una nueva vida.
De lo que pasó en los años siguientes y de lo que le deparó la vida a su amada Gregoria, os daré noticia en sucesivas entregas.