El profeta iusnaturalista

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El hombre tiene derechos naturales. Supralegales. Supraconstitucionales. Son todos derechos racionales. Si alguno de estos preceptos, que suponen una vigencia en el marco legal de cada legislación jurídica, no aparecieran, tal marco jurídico perdería noción. Perdería solidez natura. Aunque, muchas veces de aparecer retratadas en un marco de leyes, adquieren una severa de matiz etérea, de cosa vaga, insoluble. De darse su invocación, es la misma puesta en escena que origina el fumador: volutas por allá, volutas por acá. Pongo de ejemplo la constitución de Venezuela, que es la única que conozco y de la que puedo dar fe; por ejemplo, el artículo 350 de la misma, se invoca en el marco de la legalidad para desobedecer una hegemonía, pero en la práctica ¿Cómo esto es aplicable? No lo dice. No lo sabemos. La razón nos mueve a poner a un lado todo aquello que signifique el detrimento individual. Pero no es cambiar de lugar un mueble: es cambiarnos de lugar a nosotros mismos, pero ¿Cómo? No creo que en ningún marco jurídico se tipifique abiertamente: «Rebélate. Haz barricadas. Defiende tu vida a toda costa, pues, la legítima defensa es todo lo que tienes». O «Come. Tienes que comer. Ven a comer a donde sea. Es tu derecho». Para alguien de carne y hueso ya es difícil, pero, imaginemos aquella cosa, sin forma e imagen que habita dentro de cada humano de carne y hueso: un profeta. Un profeta que de la nada es sustantivo. En adelante pugna incesantemente por ser. Y se abroga el derecho de tanto minorías y mayorías. Un ambiente de oxígeno para este fenómeno ontológicamente dispuesto a ser supraracional es la democracia. Este profeta es muchas veces un proyecto individual, otras tantas un proyecto político de gran alcance, dirigido por el estatus quo. Y cuando es un proyecto político, termina gobernando en las democracias, porque el secreto de éstas es escuchar a las minoría, y el estatus quo siempre es minoría. Un puñado de gordos muy poderosos de híspidos y mordaces planes. Con cualquier forma de profeta nos encontramos con una entidad que demanda todos y cada uno de los derechos naturales del hombre. ¿Cómo lo logra? El poseído por sí mismo o el proyecto político empieza muy fácil: con la boca. Específicamente por la lengua.

Hacen de la palabra una conjura en constante devenir… Siempre se tienta, por la debilidad de la mente o la contundencia de un sentimiento fatuo, la incorregible pretensión de que entre las más tiernas y las más híspidas de las lenguas, se libra algo más que un pleito juvenil: se libra una plétora de quién sabe qué. En ello, todos los oyente pueden congeniar muy bien con el poseído: mueren por la boca, claro que, no mueren Hemingwayanamente por la boca(Sería lo mejor), mueren estúpidamente por la boca. Sería una suerte de estridentes coincidencias contar con aquella simbiosis malévola entre la genialidad narrativa y el mal genealógico que surcó el rostro de varias generaciones, para, de alguna forma, derrocar en la mente al profeta que hace de toda opinión una premonición, o sino del azar mismo fuente mística de inefables goces.

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La lengua, órgano muscular situado en el paladar de los vertebrados, en su articulación de los sonidos de la voz, ejerce la administración estrafalaria y sadista de los vocablos. Espléndida empresa de los profetas; este músculo, fuerte detonador de «ismos» con apariencias de cascabeles y sonoridades estruendosas, arremete, como la letra al analfabeta, contra aquellos orgánicamente funcionales: en tiempos mesiánicos a veces ignoramos que la hiel de la ceguera puede ser un ocaso crepuscular, o que la vaciedad acústica de la sordera es porque la vida, aquella fornitura de la multiplicidad de ideas, es una divinidad Chaplineana donde la mudez es la eclosión de las palabras luego de nacer.

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La abundancia de discursos, mágicos y edificantes, religiosos, serenos y afables, ideológicos y románticos, todos, absolutamente todos, aspiran a una definición en la historia; aspiran a un lugar en la cuartilla de asignaciones de un historiador: este exceso de humo verbal, lógicamente distribuido como las progenies de las algas originarias, aún más cancerígeno que las volutas de un cigarrillo y tan anestésico como los perfumes de cloroformo, aspiran a la quietud de los pupitres y la modesta sabiduría de los maestros. Los discursos, a pesar de tratarse de un tránsito de oraciones transidas de sentido que sólo se representan a sí mismos, son elogiados luego de que son objeto de elucubraciones titánicas y lícitamente son parte de las asignaturas del futuro, bien que se traten de enseñanzas del bien o el mal, imitan a las progenies dispersadas en el viento antes crecer en un huequecillo húmedo, para encontrar una mente para colonizar y trazar una frontera esclerótica: de allí en más, la liviandad de las horas sólo emplazan a la pasión el llamado a iniciar el incendio discursivo de cada profeta.
No hay forma de prorrogar el sadismo de los profetas que nos conducen desde adentro: en toda lógica domina una moral consustancial a la crueldad.

Los profetas no merecen nuestros derechos naturales. Primero que vean la luz por vez primera eyectándose naturalmente del útero. Y cuándo nazca de esa forma, y tú, querido lector, reconozcas en fulano o mengano el profeta que lleva dentro, ofrecele sexo para que olvide la insanía del yo aspirando a ser sustantivo, masa.

Eso es todo. Sexo y Rock & Roll.

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