La invitación
La invitación estaba sobre la mesa, asomando una esquina desde la montaña de correos que se apilaba a un costado de la lámpara de lava. Al menos una vez al día me descubro deshipnotizándome del movimiento errático de ese globo fluorescente, en su incansable subir y bajar en la antigravedad de lo que flota.
Las llamas chisporroteaban desde la estufa, consumiendo los últimos dos leños de la reserva del garage. Me incorporé en el sillón y comencé a armar un tabaco, mirando de reojo el sobre, como aguardando el momento correcto para abrirlo y enterarme de los detalles.
¿A quién se le habría ocurrido proponer un reencuentro de egresados un día como hoy? Las luces navideñas aun deberían estar tibias dentro de las cajas.
Lunes. Nunca es fácil la transición hacia la rutina. Hay quienes aman su trabajo y encuentran en el organizado periplo de 9 a 5 la tranquilidad de saberse dentro de un sistema que nos contiene, nos dispone a una tarea y nos “libera” en un ciclo homogéneo y formalizado por la norma. ¿Cuántos de mis ex compañeros se encontrarán dentro de este grupo de ciudadanos ejemplares, motivados y productivos?
Veinte años desde la ceremonia de graduación. ¿Cómo me habrán localizado? ¿Para qué? ¿Quién habrá recordado la cara que ocupaba el último lugar de la última fila del aula? Quizás nadie recuerde aquél episodio a la salida de la fiesta de promoción, cuando el flamante auto del capitán del equipo apareció, misteriosamente, bañado en pintura blanca. Aún tengo su imagen, llorando como un niño, hecho un ovillo y balbuceando algo acerca de su padre y un castigo de muerte.
Ahora que lo pienso, la nostalgia me invade y una de las pocas situaciones que pueden motivarme a abandonar mi refugio en este bosque tranquilo, sin más vecinos que los pájaros y algunos castores, es volver a ver el patético berrinche del mayor acosador de mi generación, el hijo del cirujano que, por supuesto, también es cirujano.
Empiné la copa de vino y la vacié en dos tragos. Bajé al sótano. Debajo de una lona, detrás de las máquinas del jardín, encontré el balde de 20 litros de pintura que compré de más, por un cálculo exagerado. Nunca me llevé bien con las fórmulas. Cargué el balde en el baúl de la camioneta, subí corriendo las escaleras, tomé mi abrigo, las llaves, y el bendito sobre. Dejé la lámpara encendida y salí al encuentro de mi pasado.
Una vez alguien me dijo que en la vida, todo vuelve. Entonces no se trata de venganza, sino de karma. Lo que no me dijo es que para que esto suceda, a veces es necesario un pequeño empujoncito.
¿Qué fue lo que sucedió al final? Se los cuento en el próximo post. Saludos y buen retorno.