Checkpoint: Entre el río y Falfurrias - (cuento, que hoy duele)

in #spanish7 years ago

A mi familia, que está al otro lado del río.

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Checkpoint: Entre el Río y Falfurrias


“Buscarás en la ciudad dormida

el sueño que tuvimos

siendo niños”

– La Zamba del Migrante, Ismael Serrano

Checkpoint

Entre el Río y Falfurrias

– American Citizens? – preguntó el Border Patrol con tono amigable y cordial mientras se asomaba por la ventana del coche para verme.

– Buenos días oficial, somos mexicanos– repuso mi madre con el nerviosismo típico que construyen los extranjeros antes de cruzar el puente o pasar por algún checkpoint. Mi madre, con los documentos listos en la mano, extendió con una seguridad casi convincente su ya expirado I-94 y mi tarjeta de DACA.

– Váyanse con cuidado – sonrió – que Dios los bendiga.

El Border Patrol esbozaba una sonrisa que parecía ser legítima. No alcancé a ver la reacción de mi madre, pues con la cabeza alzada buscaba la aprobación en los ojos del oficial, que seguía sonriendo con una franqueza que me resultó incómoda. Mi madre soltó un suspiro hondo que a su paso liberó la tensión que se acumulaba en mis muslos.

– ¿Qué pedo con ese wey? – le pregunté a mi madre con enjundia apenas quitó el pie del freno.

– No sé, estuvo raro ¿verdad?, apenas y revisó los papeles. Yo creo que andaba de buenas. Toma, guárdatela de una vez en la cartera– me dijo al entregarme la tarjeta roja – no la vayas a perder. En la radio Penélope de Serrat.

Tomé la tarjeta roja a tientas, distraído por el zumbido que seguía causándome lo que acababa de presenciar. Volteé buscando la cara del oficial esperando verlo aunque fuese de perfil, pues aunque lo hubiese visto apenas hacía unos segundos, ya se me había olvidado su cara. La verdad, aunque ni mi madre ni yo nos atreviéramos a decirlo, sabíamos que el sosiego venía de la pertinente negligencia del oficial al no revisar el permiso con detenimiento.

El cielo estaba nublado y parecía que la lluvia nos atraparía en plena carretera como cada vez que tomaba la 281 al norte. Siempre era lo mismo, 281 norte: lluvias.

– ¿Ya sabes lo que le vas a decir cuando la veas? – me preguntó mi madre

– No. Creo que no ensayaré nada, a ver qué se me ocurre ya que la tenga en frente.

-Primero te sacas una foto con ella y luego ya le pides los autógrafos, eh – me advirtió con severidad fingida.

– Sip – le dije, divertido e infantil. Hubo un pequeño momento de silencio.

– Nada más acuérdate: – me dijo rompiendo la paz que se había instalado entre nosotros – dicen que no es una persona muy agradable. El padrastro de Irasema me contó que cuando iba a Cancún se hospedaba en uno de sus departamentos porque es muy amigo de su socio, y bueno, el caso es que ya sabes lo que dice: que siempre rechazaba las invitaciones para cenar, que tiene un semblante soberbio y que además es grosera. Una persona difícil de tratar, pues. No te vayas a sentir mal si no te hace mucho caso, ¿okay? Nada más no esperes mucho de todo esto. No dejes que te haga daño – me dijo como advirtiéndome.

– Ya sé, madre, no soy un niño sensible, tengo 26 años – contesté irritado – Pero ojalá sean mentiras, tengo que aprovechar que viene a San Antonio, quién sabe cuándo tenga otra oportunidad así.

– ¡Ah! – agregó mi madre – no se te vaya a olvidar pedirle un autógrafo para tu hermana.

– No madre, claro que no se me olvida, ¿cómo crees hombre?

En la radio Viridiana de Joaquín Sabina.

El cielo comenzó a despejarse tras nosotros pero a lontananza se turbaba el paisaje. Yo me mordía las uñas compulsivamente. Íbamos tarde. Despejé mis nervios y nuevamente invadió mi cabeza la sorpresa que me causó la amabilidad del Border Patrol. Me han tocado, tal vez en un par de ocasiones, agentes tajantes pero educados, esos no están tan mal. Sin embargo la mayoría eran groseros, prepotentes, soberbios y hasta cínicos. Como entrenados para odiarnos y asumir por defecto que somos inmigrantes ilegales, criminales o algo parecido a sus enemigos, a una amenaza, o una desgracia. Se me pone la piel chinita al escribir estas líneas. Los que más me gustan son los otros: los indiferentes. La indiferencia me gustaba en ellos: la indiferencia no es tan mala cuando uno se sabe impotente ante la autoridad. Ojalá fuéramos indiferentes para aquellos que tienen el poder de hacernos daño. Indiferentes para nuestros enemigos. No ser objetivo de perjuicio, no ser nunca meta de desdenes ni depósitos de odios o rencores que marquen. Es triste y hasta cierto punto doloroso porque es una verdad absoluta y vigente en el siglo 21: los agentes fronterizos te pueden joder cuando se les dé la gana, en un segundo, así nada más. Así, con la facilidad con la que puedes tocarte la nariz con el dedo pulgar. Imagínense, pueden arruinarme la vida y lo sé y me da miedo saber que tienen el poder. Lo tienen. Lo reconozco: no podemos hacer nada para defendernos, ni se hable de buscar justicia. Si se les da la gana me quitan la visa y encima me la rompen en la nariz para que me dé cuenta que me tienen en sus manos y que atestigüe su autoridad irreverente al revolcarme por dentro ante las ganas de meterles un putazo por abusar la autoridad, por carecer de valores humanos, de ética, de moral, de empatía y tolerancia. Pero no nos queda más, así están las cosas hoy por hoy: ellos tienen el poder y viajar como inmigrante es un riesgo constante. Te deportan y goodbye all that you’ve worked for. Si tu pasaporte tiene una águila estampada en fondo azul, ya chingaste. Si está estampada en verde, ya te chingaste. Entenderán mis lectores mi conmoción: nunca me había tocado un Border Patrol amable, mucho menos uno que sobrepasara los límites de la amabilidad para rozar en lo agradable. “Váyanse con cuidado – sonrió – que Dios los bendiga”. Ay cabrón.

La radio tenía buena música. Sonaba Olivia de Silvio. Mi madre mascaba su chicle de manera contundente y el chasquido de su saliva comenzaba a desesperarme. Subí el volumen y comencé a tararear una canción que no conocía pero que era lo suficientemente predecible para tararear. Creo que era una canción de Cerati.

¿Existirá alguna pregunta suficientemente poderosa para atrapar la atención de alguien que normalmente atrapa la atención de todos con sus afirmaciones? ¿Cómo la abordaría? Tal vez me acercaría y le diría disculpe señora Soriano, ¿podría por favor firmarme este libro? ¿Y este también? Es que uno es para mi hermana que le admira mucho también pero no pudo venir. Este libro lo leí hace unos años y me encantó. A mi hermana le gusta más este, pero yo soy más de cuento. Hace algunos años usted visitó mi universidad invitada al festival de literatura. Allí le conocí. Dio un taller de escritura creativa pero yo no pude ir porque tenía examen a esa hora y mi maestra no me dio chance de ir, además debo confesar que en ese entonces aún no conocía su obra, que por cierto, me parece fascinante. Perdón, si ya se lo he dicho, no pretendo adularla, pero quiero que sepa que realmente admiro su obra. ¿Me los firma?

Y ella tal vez me respondiese: “¡Claro! ¿Traes una pluma? Es que la mía no sé a quién se la preste y no me la devolvieron. Gracias. ¿cómo te llamas? Andrés, muy bien. ¿Y tu hermana? Para Adela, okay, qué bonito nombre, ¿qué le ponemos? mmmm… A ver, agarra este que ya firmé para acomodarme, tengo la letra bien fea, ya sé – diría riendo – ¿de veras te gustó? Ya ni me acuerdo qué cuento era, ¿tú crees? Pero qué bueno” Si me alcanza el valor, también le diré: “Ah, y otra cosa, ¿podría voltear hacia allá? Mi madre está lista ya para tomarnos unas fotos. No le quito ni un minuto. Ándele, para mí es bien importante.” Voltearíamos a la cámara que mi madre tendría ya preparada y me tomaría varias fotos, una tras otra, rápidamente, esperando que una, una sola, saliera bien y cumpliera con mis exigentes requisitos de narcisista vanidoso. Ella me daría una sonrisa sincera y yo sonreiría tras haber logrado mi cometido y haberle dado un abrazo lleno de admiración y agradecimiento por todo lo que me había hecho sentir y por la inspiración que había traído a mi vida esa noche en el campus de mi universidad. Me desapendejé de tanta fantasía y le advertí a mi mamá que bajara la velocidad, afuera empezaba a chispear.

Eran las 9:47 de la mañana. La lectura comenzaba a las 11 y todavía nos faltaban 80 millas. No la íbamos a hacer. “Y quién sabe cómo nos tocará el tráfico en San Antonio” advirtió mi madre, impaciente. En la radio sonaba Yolanda de Pablo Milanés con Silvio.

– Ojalá no sea ella la primera que lea.

– ¿Cómo? – replicó mi madre – ¿van a leer varios o qué onda?

– Sí, creo que son como 5 escritores invitados, todos muy reconocidos, al menos en el círculo que separa a los amateurs y los que ya están publicados. Ojalá no sea Soriano la primera.

– ¿Y no hay algún programa u orden de lectura?

– Sólo sé que a las 11 es la lectura de narrativa breve y que ella estará allí. Mañana va a dar un taller de escritura creativa en la mañana.

– Sí, eso sí me contaste, pero no había cupo ya, ¿verdad?

– No, pero a ver si me cuelo. Si no como quiera ya le dije a Gonzalo que grabe el taller, especialmente cuando intervenga Soriano.

– Ay Andrés, ojalá que todo te salga como quieres – dijo con mortificación.

– Vas a ver que sí.

-Bueno, pásame el encendedor antes de que se venga el aguacero y déjate esas pinches uñas, te vas a lastimar. Esa canción me gusta, súbele. En la radio sonaba Ana de Ismael Serrano.

Llegamos a la Universidad de Texas en San Antonio a las once con doce minutos y aunque era viernes, el estacionamiento estaba llenísimo.

– No la vas a hacer, bájate aquí y ahorita te alcanzo – sentenció mi madre – nada más déjame el paraguas porque traigo blusa blanca y se me transparenta con el agua. Ahorita te mando un Whatsapp para que me digas dónde mero es.

– Es en la sala 111, pero si te pierdes le preguntas a cualquier guardia o estudiante. Toma te dejo el mapa como quiera. Ahorita te veo, no te tardes.

Abrí la puerta del coche y me bajé con prisas, conteniendo la emoción. Mi paso atropellado aunado al piso resbaloso por el agua que seguía cayendo a cántaros, provocó que me deslizara y me diera un santo chingadazo bien dado en las nalgas cuando caí de sentón. Apenas llegué al zaguán empezó a escampar. Eran las once con diecinueve minutos. Me pregunto qué canción estarán pasando en la radio. Se me antojaba una rumba de Melendi.

La sala 111 estaba llena. Había mucha gente en la parte de atrás recargada en la pared esperando momentos oportunos para escabullirse cuando nadie se diese cuenta y no interrumpir. Del lado izquierdo, en la cuarta fila, casi pegados al pasillo, hallé los únicos dos lugares vacíos que había en el lugar. Me apuré a ocuparlos. Una vez acomodado y desprendido de esa ansiedad tan propia en mí, exploré el alzado escenario buscando la figura de Sandra Soriano. Por fin la vi: estaba entretenida mientras miraba al público sin asombro pero con la fascinación de un niño que va al circo por primera vez, con una sonrisa divertida y un meneo de cabeza apenas perceptible pero que traía consigo una distracción infantil. Su barbilla, bien definida y redonda como una naranja y arrugada por una sonrisa ancha ancha, se apoyaba sobre la cuna que formaban sus dos manos fuertes. Su mirada contenía un brillo amplio y demoledor. Me sentí contento de veras. ¿Cómo puede ser – pensé – que sea una persona grosera y pesada? Están pendejos.

Sonreí para mis adentros pues supe que la había alcanzado. Pensé en lo mucho que me gustaría que Adela, mi hermana, estuviera aquí. Pero como ella decidió hacer la prepa en Monterrey, cuando llegó a los Estados Unidos tenía 17 y ya no era candidata para DACA. Adela la tiene peor que yo: está encerrada entre la línea que dibuja el Río Bravo y el checkpoint de Falfurrias. Por el este la limita la Isla del Padre y por el este, el dinero, pues no nos alcanza para ir hasta Los Ángeles. Una vez fuimos a Zapata para Thanksgiving, pero Adela no nos acompañó porque le dio una diarrea tremenda, según ella. Yo creo que más bien estaba triste como casi siempre. Nunca tuvo facilidad para hacer amigos, hasta que en la prepa le crecieron las boobies. Con su cara bonita y su grande trasero pronto se convirtió en un símbolo sexual que atrajo a todos los chicos. Pero eso nunca le dio libertad, ella sigue encerrada entre el río y el checkpoint de Falfurrias. “Que se lleven el checkpoint más al norte, yo quiero estudiar en San Antonio” solía decir en un quejido hondo y tan doloroso como la herida de un cuchillo. Lleva ya 9 años así. En ocasiones ha estado a punto de regresarse a México pues se le acaban las fuerzas muy a menudo, y me da miedo constar en este relato las consecuencias que el acto de cruzar la frontera que dibuja un río traería a nuestras vidas. Todo cambiaría. Ella lo sabe y por eso contiene las ganas de irse. Pienso en lo mucho que le gustaría estar aquí. Ay Adela, voy a regresar con tu libro firmado, ya verás, pensé. Recuerdo los versos de Rossy Lima: que pueda recoger el río con mi manos para guardarlo en mi boca. En mi mente sonaba Zamba del Migrante de Serrano con Mercedes Sosa.

Admiré a Soriano con determinación, paciencia y algo de ternura. Me acuerdo de aquella noche en el campus de la universidad. Su cuento me tocó. Me hizo sentir algo. ¿No debería ser ese el objeto último de los cuentos, las novelas, de la poesía, de la literatura en sí? ¿De qué le serviría al hombre leer algo que no se fundamenta en la empatía o en la apatía hacia lo malo, incluso? Claro, supone una invitación al juicio crítico, a la creación de un juicio. Buscar acabar con la exclusividad y la segregación de las ideas que dividen a la raza. Creo firmemente que la literatura en su expresión es una de tantas maneras de pensar a través de una autopista que ya fue trazada, al lector sólo le toca despegar. Nos debe hacer sentir. Da igual. Que nos invite a reconocer en lo que sea que se lea que somos humanos capaces de hacer todo lo que no pueden hacer otras especies. Que tenemos consciencia, juicio, decisión, independencia. El fin último de la literatura no debe ser otro que contener en sus páginas la universalidad del ser humano como tal. La literatura sólo debería perseguir una misión: humanizarnos.

No me atrevo a decir que Soriano es mi escritora favorita porque sería mentir, pero es todo un personaje que sabe transmitir lo que quiere a través de la empatía – y no la apatía como muchos otros que también son efectivos – lo que a veces nosotros no seríamos capaces de sentir por nosotros mismos, al menos no sin ese estímulo, esa chispa, ese personaje ficticio o escena fantástica. Me gusta su audacia y su feminismo que no voltea a ver al hombre, su descaro, su manera impúdica y lúdica de decir las cosas, pero más que nada, me sigue maravillando esa credibilidad que me contagia cuando es ella quien le da voz a su obra. Me gusta incluso su cara redonda y su pelo tintado que disfraza las canas de sus sesenta y cinco años. No importa si me está engañando o si me echa mentiras, yo le creo todo y esa credibilidad no solicitada me causó la misma fascinación que me sentí la primera vez que mi papá me llevó a nadar con delfines. En la cocina hay una foto donde sale un delfín besándome la cara y estoy feliz, lo sé ahora.

Despabilé mis pensamientos y con la temblorosa determinación de quien se reconoce a sí mismo pasajero de un tren suicida, como la fugacidad de la felicidad, me instalé en el momento que estaba viviendo sabiendo que se convertiría en letargo, que aunque me acercase a mi muerte con cada segundo que pasase, también me estaba salvando la vida al reconocerme capaz de llevarme lo que yo elija de mi presente a mi futuro. Y tal vez sin estar consciente de ello, me dispuse a prestar la atención necesaria para capturar el momento y llevármelo intacto al futuro. Así podría recordarlo cuando se me diera la gana. Estaba listo para verla otra vez. Estaba impaciente. Venga, que empiece ya, me dije.

Mi compañero de butaca me intrigó desde que llegué y lo vi sentado en esa pose de militar amenazado. Traía el gesto serio y una pose de militar que desentonaba con el evento. Parecía ser un jugador de americano o un luchador a juzgar por su estatura, su espalda erguida y sus manos callosas. Desde que hube llegado tenía esa jeta amargada instalada con neutrales que a uno le resultan incómodos cuando se espera la empatía. Sólo aplaudía y aceptaba sobriamente alguno que otro comentario de la maestra de ceremonias moviendo su casi calva cabeza. Como había llegado tarde, y me intrigaba tanto saber qué era eso que lo tenía así, le pregunté sin remedio:

– Buenos días, ¿me perdí de algo?

– “Just started. Acaba de comenzar.”

Contestó tajante en un ademán que me decía implícitamente: “no interrumpas, de cualquier manera no te voy a poner atención”. Nunca despegó los ojos de la maestra de ceremonias. Me di cuenta que era pocho. Quiero explicar a mis lectores que pudiesen sentirse ofendidos por el empleo de la palabra pocho, que la utilizo desde la posición que me toca como miembro intruso que se cuela en una escena ya montada. Reconozcamos que aunque a muchos de nosotros, los ajenos, no nos guste enteramente, es una realidad absoluta: el pochismo es una cultura. Existe, es recurrente, es constante, viene de tiempo atrás y hay un sentido de identificación. Hay que aceptarlo, ¿no? Es la historia de todas las lenguas desde la Torre de Babel: transformación constante. Habrá quién diga degradación y habrá quién diga evolución. Eso ya no me toca a mí juzgarlo, pero sea como sea creo que es importante no solamente reconocerlo, sino aceptarlo.

Por su acento pocho y esa constante repetición de lo dicho en el otro idioma (tal vez se trate de una consideración por parte del pocho por si nosotros no entendemos el inglés, ¿no?), supe al instante que aunque de ascendencia latina, él no se siente mexicano. Lo exploré discretamente (según yo) con la mirada. La maestra de ceremonias anunció al primer lector – por fin – : no recuerdo su nombre. El hombre seguía con la mirada dura y sentí pena por él, pido perdón.

Soriano fue la tercera en leer. Como hacía tres años, esa vocecita juguetona atrapó al público desde el primer momento cuando empezó su impudoroso cuento erótico que tenía preparado para el tan esperado evento. Creo que nadie se esperaba un cuento tan sensual. La primera línea que leyó causó que mi madre, siendo una mujer pudorosa y apegada a la religión, tras haber sido educada por las estrictas enseñanzas pueblerinas de mi abuela Lola, pelara los ojos y me voltease a ver incrédula y sorprendida, como diciendo “¿qué pedo con esto?” Eso sí, en mi familia somos bien maldicientos y mi mamá nunca nos regañó por decir maldiciones. Yo tampoco voy a regañar a mis hijos, claro, asumiendo que no salen tan brutos como yo, pues a mí se me han salido algunas y me metí en problemas innecesarios. Igual gracias, ma, porque también me dieron la gracia que después resultó en la seguridad que más adelante me permitiría conquistar a Alejandra. Era realmente buena. Soriano, digo. La última vez me había conmovido hasta las lágrimas y me había subido y bajado en sus libros y llevado de la risa al llanto desmedido. Ahora, mientras me acomodaba el pantalón para disimular mi notoria erección que me había provocado el pasaje inicial, me desbordaba de lujuria y lascivia (tan diferente a la pasión y el deseo). Soriano en su cuento hablaba de sexo como quien habla de política o de educación en México, a pata suelta, a trapo tendido, como si estuviera en la sala de su casa. Sus referencias eran tan explícitas que me costó trabajo no imaginar, sobre todo al escuchar el cuento en su peculiar voz de niña traviesa, cómo mis manos empezaban a explorar, al compás de sus personajes, el pequeñito cuerpo arrugado de la autora y me regañé por permitirme tener tales pensamientos. Esa noche me masturbé tres veces para quitármela de la cabeza.

Pude ver a la gente divirtiéndose. Nadie sacó el teléfono, eso me pareció admirable. Estábamos todos en una comunión casi de íntima interacción con la autora. Mi mamá estaba sonriendo, no sé si por admiración, ternura o – me da ñañaras decirlo – excitación. Durante la cena, y me adelanto un poco, después de habernos embutido una Whataburguer con doble carne, papás fritas y un refresco grande que nos ofrecieron por 50 centavos más, mi madre me confesó que en ese momento recordó – hablaba con la voz quebrada y como si tratase ya de una causa perdida y de un veredicto fijo e inconsolable– que además de ser madre y esposa, alguna vez también se sintió mujer. Se reinstaló en terrenos que le parecían de otros tiempos. Reconocer el dolor en mi madre me impacientó. Mis muslos se tensaron y me lleve la mano derecha a la boca para arrancarme las uñas y destrozarlas con mis dientes. Yo le dije que mi papá volvería pronto, que las leyes cambiarían, que Trump no nos afectaría, que el negocio pronto iba a levantar las ventas, que se trataba sólo de una mala racha. Ella me dijo que no, que desde hacía muchos años que su parte de mujer se había desviado de su vida y nunca volvió a reencontrarse con ella. Con otras palabras, claro, me dijo que en el relato de Soriano logró redescubrir en sí misma sensaciones que estaban dormidas y fueron despertadas no por la cachondez de la historia, sino por el rol que asumían las mujeres en su historia. Se sintió con poder, con autoridad para hacer con su cuerpo lo que se le diera la rechingada gana y yo no lo reprobé, ni me sentí mal por escucharlo. “Yo nunca te voy a juzgar. Has sido buena madre, no tienes por qué dejar de ser mujer porque un pendejo le rompió la visa a mi papá”.

– Es desde mucho antes. Si tu papá estuviera aquí, sería totalmente lo mismo. Y no te digo que no lo ame, o que me vaya a ir a acostar con otro cabrón, pero parte de esa pérdida nació de mi enajenación a la mujer que llevaba dentro. Dejé de hacer muchas cosas que una mujer debe hacer por sí misma, y que en un ejercicio de autocomplacencia es lo que finalmente los atrae a ustedes los hombres. Cuando uno pierde su sexualidad es porque el otro lo permite y no despierta a la pasión cuando ha notado sus bostezos.

Escuché en mi madre una tristeza transparente que no tenía miedo de ser identificada o descubierta. Claro que estaba incómodo, era mi mamá, pero la conversación escaló de tal manera que pronto nos dimos cuenta que no estábamos hablando con una madre o con un hijo, sino un ser humano con otro ser humano, y eso nos hizo perder el pudor familiar y nos fortaleció. Sentí que mi madre se sentía culpable, que se acordó de placeres que le parecían ajenos o prestados o como si sentirlos tuviera algo de prohibido y estuviera mal, incorrecto, ilegal. Se reconoció así misma como mujer y sonrió. La mirada seguía triste pero iluminada. Sé que pensaba en mi padre. Hacía más de tres años que no lo vemos porque le destruyeron la visa una vez que quiso pasar y le encontraron un recibo de luz de una casa que rentábamos cerca de Harlingen, antes de mudarnos a McAllen. Todos lo extrañamos, pero mi mamá la lleva peor que todos: mi mamá está sola. Su vida es una canción de José Alfredo.

La gente comenzó a aplaudir y un estrépito de vítores inundó la sala y me ahogó de emoción. A lo mejor si yo lo hubiera leído nadie me hubiera tirado un pedo, pero a ella le creíamos y la empatía nos hizo unirnos en una ovación que calentaba el alma de los presentes. Unas demoledoras ganas de echármele encima me inundaron, pero me contuve porque soy un hombre civilizado, según mi madre. Esperé a que terminaran de leer los otros participantes, que debo confesar, me conmovieron hasta las lágrimas y me arrancaron risotadas sinceras impropias en mí. Valió la pena el viaje, le dije a mi madre.

La gente comenzó a salir y la sala 111 se veía cada vez más vacía. Apenas quedaban unas veinte personas. Después de un par de minutos mordiéndome las uñas tras no encontrar la figura de Soriano, la vi preguntándole algo a un wey que nada qué ver con el evento (creo). Estaba sola y sabía que era el mejor momento para abordarla. Cogí los libros en mano y ese valor tan impropio en mí, y como buenamente pude, corrí hacia ella pero me detuve poco antes de llegar a su encuentro. La vi acercarse a un joven de unos veinte años. “Oye” así, sin saludo ni el protocolo que le antecede a una primera interacción “¿sabes dónde se puede fumar?” La persona, con sorpresa le señaló el pasillo y le hizo un generoso comentario de su cuento. Ella sólo sonrió, y sin decir nada, se salió con su andar chistoso. Yo le iba persiguiendo los pasos esperando que nadie la interceptara. Antes de llegar a las escaleras, me apresuré a su encuentro y le dije con cara de disimulo (ahora que lo pienso, qué pendejo me he de haber visto):

– Oiga, ¿sabe dónde se puede fumar? –

– Ay, ¡qué buena idea porque no tengo encendedor! – me dijo con firmeza – Aquí nadie fuma, ¿verdad? – preguntó ahora con su tono cantadito distintivo de Torreón.

– No, aquí casi nadie fuma. Han hecho buena labor, pero nosotros los mexicanos somos más necios.

– O más pendejos – repuso divertida.

-Permítame ayudarle con su bolso. (Que parecía más bien maleta playera pero me callé la boca)

– Gracias – pronunció.

– Oiga, me encantó su cuento, qué bárbara. La verdad no me esperaba algo así.

– ¿Y qué te esperabas o qué?

– Pues por lo que he leído de usted, me esperaba algo más no sé… menos mmm… ya sabe.

– ¿Y qué has leído de mí? – preguntó sorprendida.

– Pues todo, menos claro este último material que aún no publica. De hecho mire, mi hermana y yo admiramos mucho su obra y quería ver – le decía mientras abría la enorme puerta de madera que daba al exterior – si me podría hacer el enorme favor de firmármelos.

– Ay claro – dijo nuevamente con ese tono cantadito de señora adinerada – qué bueno que te gusta. ¿Mañana vienes al taller? Te regalo uno de mis libros.

Le expliqué que no alcancé a registrarme mientras le encendía el cigarrillo.

– No pasa nada, me buscas temprano y te metes conmigo. Si la hacen de pedo te paso como mi nieto – rió con sinceridad. Felicidad. Fugacidad.

Pasamos un par de minutos hablando de otras cosas que nada tenían que ver con la literatura o su obra. Me platicó de su nieta Paulina, a quien ahora quiero conocer con ansias, y antes de que pudiera terminarme de contar acerca de su viaje hacia San Antonio, un oficial, que más bien era un guardia del campus, se acercó y nos pidió que apagáramos el cigarro, que todo el campus era espacio libre de tabaco. Que ya no se podía fumar en campus. Huevadas, repuso Sandra. Afuera hacía un calor impactante por la humedad que dejó la lluvia. Que me pongan un lugarcito con calefacción y así a toda madre, no afectamos a los demás con el humo exhalado y nosotros no nos achicharramos ni sudamos como puercos. Sandra tiró el cigarrillo después de haberle dado tres pitidos más con el oficial allí enfrente. Yo, debo reconocer, no soy tan valiente. A mí me quitan la visa y goodbye all I have and all I could have. Miró al piso en un ademán desafiante y de desaprobación. Le dio la espalda al oficial, quien se mostró indiferente y yo me reí. Me di cuenta que no era grosera, sino valemadrista, como diría mi papá. Me ofrecí a abrirle la puerta pero me detuvo de un jalón.

-Espera – me dijo mientras se detuvo a explorar su bolso. Ya valió madre, pensé. Aquí nos va a amanecer en lo que encuentra lo que anda buscando.

– Discúlpame, es que el pinche teléfono nunca sé dónde lo dejo. Mi marido siempre me regaña. Viejo huevón. Ah aquí está. Vamos – me dijo, pero no se movió. Detuvo todos sus movimientos de golpe. Sandra me miraba no sé si con asombro o curiosidad, como si me acabase de reconocer.

– Oye flaco, te pareces a Marc Anthony. Además me caes re bien. Vamos a sacarnos una foto.

Yo reí con fuerza y tomé su celular para tomarnos una selfie que le pedí me enviara por correo electrónico, que momentos más tarde anotó en su agenda con ganas palpables. Le abrí la puerta y terminó de contarme acerca de su viaje y cómo el día anterior “el pendejo del Border Patrol” le había hecho pasar un mal rato porque según él, Sandra llevaba mota bajo el brassier. Viejo pendejo – me platicaba – si yo ni uso brassier (rió con picardía ante la confesión). La verdad es que me eché un churrito en el baño del hotel de McAllen antes de salir y pues yo creo que se quedó impregnado en mi ropa porque el chingado perro horrendo que tienen ahí en el checkpoint de Falfurrias luego luego la hizo de pedo con sus ladridos y me bajaron del coche. Qué mamada de animales, ¿no? Ches narices cabronas que tienen. Y luego los batos sin más ni menos me desmantelaron el coche buscando drogas y me encueraron con la cosa de que llevaba mota bajo la ropa interior. ¿a quién chingados se le ocurre? Si tuviera 20 años diría que fue un intento de violación. Ahorita digo eso y peligro me meten a la cárcel por difamación y mentirosa. Ahí estuve, en el checkpoint de Falfurrias, por más de dos horas viendo cómo hacían de mi persona, de mis cosas y de mi tiempo lo que se les daba la chingada gana y yo aunque les hacía jetas, no podía decirles nada. A cualquier otro wey ya me lo hubiera puesto pero en friega. Nomás porque no quiero que me rompan la visa pero ¡que chinguen a toda su madre los putos por inhumanos! Después de haberme encuerado y visto lo que tú todavía estás muy chavo para conocer en una mujer, ¿qué edad tienes, unos quince, dieciséis? Cuando se cansaron de buscarme me dijeron que podía irme. No me pidió ni una disculpa. Yo iba que me llevaba la chingada, y el muy puñetas todavía tuvo el descaro de decirme con su sonrisa pendeja: “Que Dios la bendiga.” ¿Quién se cree ese cabrón huevón hijo de su chingada madre?” Deja que me case con un gringo y verás como te evidencio, puto.

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