Las Trompetas | Relato
No quiero escuchar
Ya no puedo dormir, no puedo comer, no puedo pensar. No sé si es de día o es de noche, tampoco me importa. Me siento al borde de la locura. No, sé que ya he caído en el abismo de la insania porque es la única explicación para lo que me ocurre, para lo que siento, para lo que escucho.
A donde quiera que voy me persiguen, ni al baño me dejan ir sola. El hostigamiento de este infernal cuarteto con sus trompetas que me aturden las ideas antes de que siquiera nazcan. Siempre creí que el infierno sería como el interior de un volcán donde el murmullo de la tierra fuera el único consuelo a mis oídos ¡Qué equivocada estaba! El infierno es la condenada música que se ha vuelto un atroz tormento a mis oídos.
He intentado de todo para librarme de ellos, para acallarlos, pero siguen ahí, me observan y acompañan a cada latido de mi corazón. Al principio pensaba que eran unos locos, unos acosadores que me habían seguido a casa desde aquel día que no quiero recordar… ¡¿Por qué demonios suben el volumen?! ¡Déjenme en paz!
No creo que pueda continuar escribiendo estas palabras, mis manos tiemblan y mi cuerpo se siente al borde del desvanecimiento… ¡sólo deseo dejar de escucharlos! pero aunque los ignore ahí siguen, con sus camisas y pantalones negros, son los zamuros de mi agonizante vida.
Intento evitarlo
No recuerdo en dónde me había quedado en este escrito. ¡Ah sí! En aquel día, Dios mío, aquel día me siguieron a casa desde el cementerio y ya más nunca se fueron. Lo peor fue cuando noté que sólo yo los veía y escuchaba, entonces supe que estaba volviéndome loca y salí corriendo a todo lo que mis piernas me daban, pero ellos como una sombra tormentosa no me perdieron pisada alguna.
Intenté concentrarme en mi trabajo para librarme de este peso tan inmenso y se me hizo imposible. ¿Cómo puede uno redactar un artículo cuando esas trompetas del infierno escarnecen tus oídos constantemente? Mi editor me miró con marcada preocupación y lástima cuando me presenté en su despacho a implorarle que me dejara trabajar de nuevo. Todo lo que atinó a decirme fue que lamentaba mi pérdida y me dio una tarjetita con el número de un psicólogo.
Me habría reído de haber podido ¿un psicólogo? Ya yo estaba lejos de ello, a duras penas le oía entre el barullo de mis acompañantes perennes.
No culpo a mi editor, es un buen tipo. Cuando regresé a casa después de haberlo visitado me vi en el espejo y entendí el motivo de su preocupación: ojeras profundamente marcadas, ojos rojos y hundidos, piel pálida y mi cabello, bueno, una maraña maloliente sobre mi cabeza. Daba asco y pena. Aunque eso no fue lo peor.
No logro escapar
Toqué verdaderamente fondo.
Llevaba días sin poder dormir, la televisión o los videojuegos no funcionaban. Mis verdugos personales nunca dormían, no comían, ni siquiera iban al baño ¡nunca detenían el martirio de su orquesta! Por ello opté por medidas más radicales, fui al bodegón más cercano y compré unas botellas de whiskey. Regresé a casa, bebí hasta que mis sentidos se obnubilaron y finalmente perdí la conciencia. Dejé de oírlos, dejé de sentir… por unos momentos.
Craso error, ese efímero alivio me costaría caro al despertar. No sólo la resaca me golpearía con fuerza, sino que al abrir los ojos estaban ahí, esperándome, me miraron y acto seguido ¡comenzaron a tocas sus trompetas de nuevo! No soporté más, tomé otra botella y la ingerí como agua mientras salía corriendo de mi departamento. Creo que afuera era de noche o quizás ya mi vista era incapaz de captar la luz.
Llegué como pude a una intersección y consideré aventarme a ella para que algún vehículo me sacara de mi sufrimiento, sin embargo, no pude hacerlo y en medio de mi desesperación me tiré al piso y lloré desconsoladamente como no lo había hecho hasta ahora. No le grité a mis verdugos que pararan, no los insulté ni les supliqué que callaran, sólo lloré y lloré tumbada en la acera.
Lágrimas surcaban mi rostro, era como haber roto el dique que contenía todo el sufrimiento que había estado acumulando e ignorando. Sentí mi pecho romperse en añicos y que mis pulmones ardían con cada respiración. No sé cuánto tiempo estuve así, sólo sé que en algún punto una persona se acercó y me preguntó en qué podía ayudarme.
En mi aturdimiento me tomó algunos segundos darme cuenta: había escuchado con claridad las palabras de esa persona. Levanté mi rostro y los vi ahí de rodillas a mi lado, los cuatro, llorando también. Las trompetas repentinamente hacían silencio.
No sé exactamente qué ocurrió después. Perdí el conocimiento.
Escucho
Luego de ese evento desperté en el hospital. Una enfermera me contó que me habían encontrado colapsada en la calle y que habían transcurrido casi 48 horas desde mi ingreso al centro médico. Tras realizarme un chequeo y recomendarme visitar un psiquiatra para ayudarme con mi “problema de insomnio” me dieron el alta.
Al cruzar la puerta de la habitación pude ver en el pasillo al cuarteto de trompetas, sentados, esperándome una vez más. Sin embargo, en esta ocasión fue diferente. Me observaron detenidamente y por primera vez contemplé sus rostros, sus expresiones. Pude palpar en sus ojeras y mirada perdida la verdad: estaban sufriendo. Sufrían igual que yo.
Tomé una respiración, me abracé a mí misma y emprendí camino. Sólo tres de los trompetistas me acompañaron con su música, pero ya no era tan molesta.
En los días siguientes las lágrimas brotaron de mis ojos con mayor libertad. Un día decidí limpiar la casa y entre bonitos recuerdos, nostalgia y lamentos recogí las pertenencias de mi madre para donarlas a la caridad.
Poco a poco retomé el contacto con la familia y amistades. No preguntaron por qué me distancié, tan solo me recibieron con calidez. Descubrí que hablar con otras personas sobre mis sentimientos y compartir anécdotas de mi madre entre risas y añoranza era un impresionante bálsamo para mi corazón. Creo que el par de músicos que me escoltaban sintieron lo mismo.
El día de ayer fui al cementerio. No había regresado desde que ocurriera el entierro meses atrás. Llevé unos lirios y los dejé sobre su tumba, sé que en vida le encantaba la fragancia que estas flores desprendían. Su recuerdo me invadió en ese momento junto al familiar escozor en los ojos y en lugar de sacudirlo, me permití sentir su ausencia.
Debo confesar que realmente no fui sola al cementerio. Mi amigo, el líder del cuarteto me acompañó y tocó para mi madre y para mí una hermosa tonada. Él es el único que aún me sigue a diario, aunque no siempre lo escucho. Sé que algún día me permitiré liberarle también.
Maravilloso texto, muy bien armado y que te atrapa de principio a fin. Mis respetos.
¡Saludos! Muchas gracias por tus palabras. Para mi es gratificante saber que logré captar la atención del lector y que éste se sumergió en el relato.
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¡Gracias por el apoyo!
Un texto agobiante de gran calidad. Te felicito. Un duelo mal resuelto le ocasiona a la pobre mujer una situación casi insostenible. Sólo el perdón le acercará a la tranquilidad y el sosiego. Un abrazo 🤗
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