Ambair. CAPÍTULO IV

in #spanish7 years ago

Un cuento de las cumbres azules, en las montañas andinas
La maestra Doralisa Mora se opuso a que Ambair, Anais y Audio realizaran el paseo a la laguna de Mucubají en horas nocturnas, argumentando que, el paraje era muy alejado de los poblados andinos y además, el frío se hacía muy intenso por las noches. Entonces, escuchando los consejos de su madre, Ambair Mora cambió los planes y la excursión a la laguna de Mucubají, bordeada de frailejones, la iniciarían después del amanecer.
Al llegar a la laguna, en aquella mañana, los tres adolescentes recorrieron las riberas de aquel cuerpo de agua en las alturas de Los Andes de Venezuela, impregnándose sus ojos y espíritu con el mágico hechizo del paisaje. Mientras respiraban el aire límpido del páramo oloroso a bosque y miraban como, las espigas amarillas de los frailejones se moverse con el viento.
Así, los andariegos de la laguna de Mucubají: Ambair, Anais y Audio a media mañana detuvieron su andar para descansar y comer. Entonces, extrajeron de las viandas que les había preparado Doralisa Mora: deliciosos buñuelos de yuca rellenos de queso fresco de oveja y recubiertos con miel de abejas, dulce de lechosa y “Agua Panela”.
Sí, “Agua Panela”: ese líquido obtiene de un rectángulo de azúcar morena de un kilo, que al diluirlo en agua se torna en una bebida para mitigar la sed. Pero a su vez, potencie las energías en las faenas del campo y en las largas caminatas en las montañas andinas.
El descanso les permitió a los tres excursionistas para hablar de sus experiencias de adolescentes y recordar sus días de estudiantes. Y después del descanso y haberse alimentado y casi en el minuto de iniciar la marcha de regreso a casa, Ambair tomando las manos de Audio, entre las suyas, le dijo:
–Audio, te invito mañana al atardecer a “El Mirador”, así lo llaman los paisanos de La Cumbre; pero yo lo bauticé como: ¡El Refugio! Es una faja de tierra enclavada en lo más alto de una loma, que parece un santuario. Está adoquinado con piedras grises y negras, y desde allá puedes mirar a ¡La Cumbre! en toda su belleza y esplendor. Sí lo haces habrás visitado El Vergel que es la entrada al Cielo…-
-¿Y dónde queda El Mirador, Ambair?- -Audio es una terraza muy cerca de aquí. Es un paraje precioso que lo construyó el “Arquitecto del Universo”. Desde allí, podemos ver algunos huertos sembrados de hortalizas y las casitas blanquecinas construidas de bahareque de los labriegos; es un ¡Regalo de Dios!- -O del Arquitecto del Universo, como Tú le dices, Ambair-
Dentro de este marco, de montañas azuladas tocando la lejanía y campos cultivados de flores: se conocieron Ambair y Audio. Y desde el día siguiente y por tres meses se citaron en El Mirador. En El Refugio natural de Ambair; tribuna de rocas hieráticas del precámbrico, donde se enamoraron… Para ella: su primer amor, para él: la promesa de regresar alguna tarde al re-encuentro.

El Mirador. Azul lejanía.

Así que, de nada valieron los regaños de Doña Doralisa, los consejos de Anaís y las ocasionales reprimendas del Padre Bernabé: sobre aquellos encuentros de Ambair y Audio hasta el ocaso, allá en el Mirador. Porque la comunión del amor unió a Ambair y Audio, en intervalos de juvenil pasión…

Audio había llegado a La Cumbre una mañana desde su pueblo costero situado a orillas del Caribe venezolano, cargado con leyendas de marineros y aventuras del mar. Él conocía el océano desde niño porque su padre quien era dueño de una flota pesquera, lo llevaba en ocasiones a sus trabajos de pesquería en los meses de asueto estudiantil; para que el imberbe aprendiera el negocio de la actividad marinera.

Y como Audio había nacido antes de sus dos hermanas, él tenía la obligación de aprender el oficio de la pesca. Por lo demás, su madre estaba muy consagrada a “La Congregación de Las Devotas de la Virgen María” y sus deberes con la iglesia, la alejaban del hogar diariamente.
Igualmente, Ambair y Anaís se hicieron profesoras por vocación. Pero también por compromiso de cristiandad, porque en aquella lejana comarca cordillerana alguien tenía que asumir la responsabilidad de educar a niñas y niños.
Las dos hermanas eran docentes autodidactas, aunque siempre tuvieron la orientación pedagógica de Doña Doralisa Mora; quien se graduó de pedagoga en la capital de la república. De manera que: Ambair y Anaís eran las maestras y catequizadoras de la comarca. Ambas educaban de lunes a viernes a los infantes en la escuela de la comarca, que a través de sus grandes ventanales dejaba observar las tierras labrantías; ahítas de flores. Y las dos muchachas, los sábados en la ermita, se dedicaban la doctrina católica a través del Catecismo para ilustrar a la chiquillería en los fundamentos cristianos.

Ambair además de su alma fantasiosa y alegre, tenía la virtud de la inspiración para escribir y en esa perspectiva: contemplaba a su caserío, donde había nacido, desde El Refugio su territorio de amparo y escondite en las horas de soledad.
En aquel espacio se extasiaba su ser, al mirar a su idílico pueblito matizado con la eufonía de sus acuarelas pastoriles.
Es por eso que en aquella atalaya, réplica de catedral granítica, esculpida en los picachos del collado andino por la erosiva lluvia y el gélido viento, Ambair se conmovía con las pinceladas del paisaje: De suaves laderas combinadas con cerros empinados que se deshacían en la distancia de un azul marino.
En aquel lugar llamado El Refugio, Ambair y Audio se embriagaron con su amor, en momentos de juramentos y quimeras. En sus propias palabras, se fundieron la utopía y la realidad en una dicotomía de promesas entre ambos; cuando el sol iba apresado por el crepúsculo y las alcahuetas luciérnagas les recordaban a los amantes que debían volver al caserío.

¡Y Llegó el día de la despedida! Audio se marchaba a la mañana siguiente, debía regresar a su ciudad natal, las obligaciones llamaban al retorno de su vida cotidiana:
-Ambair, de ti me llevo el encanto esmeralda de tus ojos y el embrujo de la flor de tus labios rojos-
-Y de ti Audio, me queda el sortilegio de tu amor, tu recuerdo marinero…-
Los dos enamorados tomados de la mano bajaron de El Refugio por el sinuoso sendero que conducía al poblado y caminaron hasta la casa de Ambair. Había llegado el momento de la despedida de Audio y Ambair, mientras sus manos, amorosamente se apretaban en un trémulo adiós.

-Adiós Ambair regresaré, yo regresaré- Gritaba Audio Montiel, mientras se iba. Y se esfumaba la tarde andina, casi arropada por la noche y la figura de Audio, en la calle, se convirtió en bruma hasta desaparecer rumbo a la casa parroquial. En aquel instante, en La Cumbre las farolas titilantes apartaban las tinieblas nocturnales.
¡Y los años pasaron! Bernabé Mora y Doña Doralisa Mora murieron tiempo después y otro clérigo ocupó el curato en La Cumbre. Anaís enlazó su vida con la de Juan de Dios Rangel; joven comerciante, como su padre, de la región andina. De aquel matrimonio nacieron dos hijos y Anaís dejó la enseñanza en la escuelita, para dedicar su vida: a sus niños, su marido y al negocio familiar.

Sin embargo, las granjas continuaron atiborradas de perfumadas flores; una de las fuentes económica de La Cumbre. Así mismo, las aves montañeras con su rapsodia melódica, cada mañana, siguieron acompañando el colorido mosaico de las rosas húmedas de rocío

Siguió el sol naciente de Los Andes, lamiendo los pétalos de las flores y los techos rojizos de las cabañas. Y en aquel lapso del amanecer, como todos los días, los afanados campesinos habrían nuevos surcos a la tierra para sembrar la simiente.

El Catecismo continúo impartiéndose en la iglesia de La Virgen de la Montaña los sábados; comenzaba a las 2: 00’ PM. Y cuando finalizaba la actividad religiosa, las campanas del templo tañían anunciando las cuatro de la tarde. Poco después del último tañido de la campana, una mujer subía por la ruta de El Mirador.
Iba aquella mujer en peregrinación como todos los sábados; se dirigía a esperar el ocaso del sol, en la tarde andina. Ella en el asilo de sus recuerdos, ya sin llanto en sus ojos y acongojado el espíritu, se transportaba con la musa de su poesía:

/Aquella tarde que el sol moría. / La mano blanca de la niña despedía. / Al barco que del puerto partía. / Llevando al marino que quería. / Esperó un día y otro día. / Cuando el sol moría / Al marino que partió y no volvería. / A los brazos de esa niña que lo quería. /

Aquella mujer que los sábado en la hora del ocaso, llegaba a El Mirador, no era otra sino, ¡Ambair Mora. Y además, hubo otros acontecimientos en La Cumbre: el sacerdote de La Cumbre enfermó y se marchó del lugar. Y en consecuencia, La Diócesis enviaría a un nuevo párroco para continuar con la obra religiosa. La noticia corrió por todo el poblado montañés, como el humo que arrastra el viento o parapara en calle empedrada. Y el heraldo de transmitir la información, no podía ser otro que: “Buche de Tamo” (expresión de los Andes venezolanos). “Buche”: porque era el chismoso del pueblo y “Tamo”: por su cabello peinado, semejando un globo de briznas de paja. Así, apodaban en La Cumbre al pequeño hombrecito, “Buche de Tamo”, que hablaba rápido con frases cortas. Siempre andaba perfumado y usualmente vestido con ropas limpias y bien planchadas. Usaba pantalón beige, camisa blanca y alpargatas de negro pabilo en sus pies. Aquel típico y cordial personaje lugareño de La Cumbre, cumplía la función de corresponsal habitual en esa villa.

“Buche de Tamo” averiguaba el más mínimo acontecimiento de aquella sociedad aldeana. Por lo tanto, escribía los hechos en una libreta que llevaba en su bolso de lona y solícitamente difundía la noticia en las apartadas cumbres. Montaba siempre su briosa y fuerte mula, para hacer su labor de publicitario local; se puede decir que “Buche de Tamo” era el cronista de La Cumbre. Continuará...

Coin Marketplace

STEEM 0.17
TRX 0.15
JST 0.029
BTC 60250.23
ETH 2335.37
USDT 1.00
SBD 2.52