La tarta de manzanas | relato
Lα ƚαɾƚα ԃҽ ɱαɳȥαɳαʂ
Aun podía observar la proyección de la luz a través del cristal de la segunda habitación a la izquierda. Como todas las noches, era encendida a las 12 am en punto, sin demora en ninguna oportunidad y permanecía de esa forma hasta la 1 am. Ante la mirada inexperta de cualquiera que cruzara inocentemente la calle en ese preciso lapso temporal no tendría ningún sentido particular la simple luminosidad provocada por una lámpara envejecida ubicada justo al lado de la ventana. Para él, no representaba una mera casualidad.
Si le contase a alguien, probablemente dirían que estaba atravesando un nuevo episodio psicótico, producto del estrés laboral. Dirían que se había obsesionado con una dulce ancianita ciega que no hacía nada más que respirar, pero era eso mismo; su existencia, lo que tanto le preocupaba, lastimosamente, en esta oportunidad, el tener antecedentes clínicos no facilitaba el proceso en absoluto.
Desde niño sufría de insomnio, pocas eran las ocasiones en que lograba conciliar el sueño y descansar, para él era reposar en un letargo pesado y frustrante, en donde abundaban las pesadillas de una mujer ciega que cocinaba siempre al atardecer, un jugoso pie de manzana. A veces le parecía que la realidad se deformaba, y que eran esos delirios de consciencia los que dominaban su vida. Eran sueños terroríficos, que le despertaban temblando de miedo y le impedían volver a dormir.
Pero ahora, tantos años después, había olvidado que era lo que le producía ese pánico que le asfixiaba en la infancia. Tal vez por ello, fue que decidió convertirse en psiquiatra.
Un día, después de una sesión particularmente angustiosa con un paciente esquizofrénico, tomo un largo desvió a pie para poder pensar con más calma sobre el caso particular. Tras largo rato deambulando, observo la que en otros tiempos debió ser una hermosa mansión colonial, con grandes ventanas y una gran puerta pintada de negro. Sus paredes, que seguramente solían ser de una blancura impoluta, ahora yacían manchadas, la pintura desprendiéndose en cascaras. Lo que había sido una preciosa propiedad en otros tiempos, se limitaba a ser los huesos olvidados de un caserío abandonado. Con excepción de la anciana mujer que aun vivía allí y que en ese momento se vislumbraba desde la calle.
La primera vez que la vio fue a través de la ventana de la cocina, justamente, la segunda habitación a la izquierda. Tenía, por supuesto, vista hacía la avenida y un bonito alfeizar en donde la anciana dejó para que se reposara un aparentemente apetitoso pie de manzana. Algunas personas que pasaban por allí, al percibir el dulce aroma del postre se interesaban por la casa cuya existencia no habrían notado de no ser por el inocuo pastel, pues la zona ya no conservaba propiedades habitadas; el vecindario era ahora una un área de producción y comercio que había consumido a todas las mansiones de antaño de la ciudad para ser transformadas en grandes empresas. Bueno, todas menos esa.
El olor despertaba un apetito voraz en algunos transeúntes, no en todos los que por allí pasaban. Pero funcionaba de manera inexacta desde su perspectiva, lo sabía de primera mano. Su instinto le demandaba que estirara la mano, solo un poco y tomara una rebanada de suculento alimento y entonces, estando el atrapado en su conflicto sensorial, nadie más notaba su presencia y su lucha por evitar lo que su cuerpo le exigía. Estaba tentado a hacerlo pero siendo el hombre que era, siempre lidiando con sus emociones, navegando constantemente entre lo real y lo ficticio, se abstenía habitualmente de muchas cosas. Aunque, debía admitir que en esta ocasión le costó demasiado no seguir las demandas de sus sentidos. Su raciocinio le llamaba a gritos, obligándole a retener las manos crispadas por el esfuerzo a una distancia prudencial de lo que no le pertenecía.
Fue entonces, mientras luchaba contra el llamado exigente de su ser, cuando se percató de la ciega que lo miraba desde la mesa de la sencilla cocina. Si, la ciega le observaba fijamente con sus terribles ojos blancos. Sabía perfectamente que ella no podía verle, pero por esa razón, el que mantuviera su pétrea mirada sobre él, con una expresión anhelante, deseosa. Despertó en él, la misma sensación de terror puro de su infancia. Ella quería que tomara el pastel ¿Por qué quería la ciega que cogiera el pastel?
Un instinto superior a la gula provocada por una conjunción entre su sentido de la vista, el olfato y el gusto le hizo perder el apetito, sentía mucho miedo. Miedo de la ciega y la forma en que lo observaba, casi pidiéndole sin palabras que hiciera exactamente lo que su cuerpo le pedía. Inmediatamente, el pánico le hizo huir despavorido, de la calle, de la ciega y del tan ansiado pay. Pasó las siguientes noches cavilando sobre lo ocurrido ¿Por qué habría de asustarlo tanto una anciana y además invidente? No tenía sentido, fácilmente podía tomar el pastel y desaparecer para siempre de su alcance. Después de todo, ella no saldría corriendo tras de él para recuperarlo. Pero lo sabía, había sido la expresión de la mujer lo que le había asustado tanto, no le había gritado como sería normal en un caso como ese, ninguna amenaza había brotado de sus labios, simplemente lo había mirado con una mirada de vamos, tómalo. Ambos sabemos que quieres cogerlo
Después de ese episodio, comenzó a seguirla; llevaba visualizando el comportamiento de la mujer que habitaba la vieja casona, que alguna vez fue imponente y magistral, desde hacía casi una semana. Casi no dormía y había faltado a muchas de sus consultas, pronto se sintió obsesionado por aquella ciega mujer y su rutina extravagante. La había visto seguir los mismos pasos día tras día sin aparente falta. Salía siempre a las 5 am, emprendiendo su camino hacia el mercado principal del pueblo, golpeando con su alargado bastón blanco ligeramente la acera. Tanteando con sumo cuidado la altura de la superficie y los posibles desniveles que podrían ocasionar una caída. Al principio, solo la observaba salir a hacer las compras, como si de cualquier situación completamente normal se tratase, pero le empezó a parecer extraño el hecho de que la anciana mujer solamente comprara los mismos ingredientes todos los días: Exactamente seis manzanas de un color rojo muy brillante, harina, azúcar, mantequilla, huevos, varias ramas de canela y un limón de un vivo color amarillo. Jamás compraba nada más que los ingredientes de la tarta que colocaba en el alfeizar de la ventana religiosamente cada día a las 5 de la tarde. Jamás salía a ninguna otra parte ni recibía visitas premeditadas. Y en vista de sus compras, solo se debía alimentar de pasteles de manzana.
A pesar de no recibir visitas, cada día era testigo de cómo algún incauto guiado por su instinto más básico, alzaba la mano y cogía un trozo de tarta. Lo comían deprisa, famélicos, como si no hubiesen probado alimento en todo el día. Una cosa en común en cada ocasión, era que al terminar la primera porción todos y cada uno de los hombres que probaban el pastel trataban de coger una segunda pieza, era entonces cuando se encontraban con la en apariencia dócil ancianita ciega ofreciéndoles una taza de té y una nueva rebanada si entraban a la casa a compartirla con ella, con una dulce sonrisa en los labios y sus ojos blancos centelleantes.
Él los observaba desde su escondite, uno a la vez cada día. Comían en presencia de la mujer casi en su totalidad la tarta, con la excepción de una rebanada que permanecía reposando en el alfeizar. A la cual veían con una vehemencia absoluta, un ferviente deseo que no se vería disminuido hasta que culminaran su labor y comieran ese último trozo. Los individuos salían desorientados de la casona, con una mirada delirante y apariencia enfermiza. Sudorosos y angustiados, arreglando la corbata, ajustando la camisa y el cinturón, por dicha aspecto, no resultaba extraño que regresaran por ese último trozo de pay, siempre a la medianoche. La anciana los despedía desde la enorme puerta negra invitándolos a regresar cuando gustasen a hacerle compañía y ¿por qué no? A degustar otro poco de su especialidad.
Los imaginaba llegando a casa, turbados, con un deseo que causaba escozor en cada extremidad. Quizás intentaban evitarlo, descansando ineficazmente junto alguna amante o esposa dormida apaciblemente, pero en esencia, se encontraban solos, luchando en vano contra el ansia de volver por la restante rebanada de pastel.
Al final, las exigencias inexplicables guiaban a los pobres individuos, por un sendero que no serían capaces de caminar de regreso a la tranquila existencia de la cual provenían.
Al llegar, Ella encendía la luz de la cocina y les servía el pecaminoso trozo de pastel que aún, después de tantas horas descansaba en el mismo platón frente a la ventana. Y nada más. Lo último que podía visualizar desde la seguridad de su madriguera era a la ciega con una sonrisa de satisfacción apagando la envejecida lámpara junto a la ventana justo a la 1 am. Nunca nadie volvía a salir de la antigua mansión.
El sentía una incesante necesidad de conocer que era lo que ocurría en el interior, que haría la vieja mujer con los pobres hombres que caían en su dulce red de cazadora, pero le aterraba al mismo tiempo acercarse demasiado y no poder escapar.
Llamó a la policía en un par de ocasiones, colocando una denuncia de que un amigo había desaparecido después de ir a la casona, pero a pesar de sus intentos, los oficiales llegaban al sitio y parecían incapaces de reconocer que a pocos pasos de distancia se encontraba la única vieja mansión colonial que aún permanecía fuera de la industrialización de la zona.
Incluso entonces, la ciega colocaba el pastel en la ventana, ignorando completamente la presencia de las autoridades.
Después de dos semanas apreciando pacientemente la desaparición de más de una docena de sujetos y varios intentos poco eficaces para develar el comportamiento errático de los hombres que allí acudían, se armo con el poco valor que poseía y decidió intervenir.
Un nuevo día inició y fue testigo de cómo la anciana abandonó la casa a la misma hora de siempre. 5 de la madrugada. El era totalmente consciente de que con su lento andar de ciega tardaba exactamente una hora en elegir los ingredientes para su trampa y regresar a la antigua residencia. Él usaría ese tiempo para investigar que ocurría en el interior. Todo estaba perfectamente cronometrado, el riesgo era mínimo. Al menos eso era lo que creía.
La entrada fue muy sencilla, al ser un excelente observador, había notado que la anciana nunca cerraba con llave la puerta, ni trababa ninguna de las ventanas, así que unos minutos después de que ella había salido con dirección al mercado, giro el pomo de la puerta principal, e ingresó a la casona.
El interior era tal lo había imaginado, las paredes derruidas, basura inundaba el pasillo y un vaho de putrefacción se colaba a través de la piel de quien atravesaba el lugar.
Empezó a caminar apartando las cosas amontonadas, abriéndose paso en la jungla de objetos abandonados. Maletines, chaquetas, batas, instrumentos musicales, mochilas y otros cientos de artefactos allí dejados. Trató de avanzar rápidamente, buscando el final pero cada vez se hacía más difícil continuar el camino. Desesperado, comenzó a empujar con brusquedad los inmundos elementos que bloqueaban lo que aparentemente resultaba ser el pasillo. Con rapidez, logró interceptar la primera puerta que se cruzó, la cual resultó ser justamente, la de la cocina. En ella resaltaban la enorme estufa a leña, la mesa donde la anciana se solía sentar y el alfeizar. No parecía haber nada particularmente extraño en la habitación.
Comenzó a sentir ansiedad producto del ambiente de encierro que dominaba el aire del caserío. Cada vez le costaba más respirar, y su reloj le avisaba que el tiempo que en un principio le pareció suficiente, estaba a punto de terminar.
Junto a la cocina había otra puerta, la cual decidió seguir, imaginándose que por allí seguramente encontraría la respuesta que tanto anhelaba. Ya poco le interesaba sobrevivir, se aferraba solamente a la idea de descubrir el secreto de la ciega. Abrió la puerta y un nuevo pasillo repleto de objetos apareció ante sí. Comenzó a atravesarlo, golpeando con desespero todo lo que se encontraba en su camino. Una nueva puerta lo guió hacía una habitación sin ventanas, completamente a oscuras, en donde imaginaba, dormía la vieja.
Tanteando la pared con las manos encontró la perilla de una nueva puerta, que lo llevó a otro cuarto repleto de objetos, que esta vez ya no podía distinguir. El reloj en su muñeca le avisó que ya solamente faltaban 5 minutos para las 6 de la mañana.
Cólera invadió su espíritu, no era lógico ni posible que no llegase al final de la trama. Que no lograse descubrir lo que allí ocurría. Descargó su furia contra la pared y ¡vaya suerte! Sintió entre sus dedos el pomo de la siguiente puerta.
Su vista no estaba completamente adaptada a la oscuridad, pero no era necesario ya. La corriente de aire le guiaba en sentido descendente. Allí había unas escaleras. Colocó ambas manos sobre las paredes y descendió deprisa, sin poder esperar un segundo más por el final del recorrido.
Supo que estaba allí cuando sintió la brillante luz de la vieja lámpara envejecida que alumbraba sus noches. Justo al lado de la ventana, en donde reposaba en el alfeizar la jugosa tarta de manzanas que ya no causaba en él, el mismo deseo. Se sentía desorientado, ¿Cómo acabó en el principio? Atravesó muchas puertas, luchó contra los instintos de acumuladora de la ciega y descendió las escaleras hacía lo que creyó sería el mismísimo infierno.
El reloj finalmente marcó las 6 de la mañana, pero a través de la ventana solo se vislumbraba oscuridad cerrada, se dio la vuelta buscando eso que marcara el fin y fue entonces cuando se la encontró frente a frente. Sus ojos blancos centelleantes lo miraban sin ninguna expresión, pero su cuerpo le daba la impresión de que la anciana sentía un notable apetito por lo que observaba.
—Llegaste, finalmente llegaste—Dijo la ciega. Las largas uñas de sus manos comenzaron a rasgar la superficie de la mesa del comedor— Me hiciste esperar demasiado — Una sonrisa se extendió en sus labios, revelando unos brillantes y filosos dientes blanquísimos— Ahora dime, ¿Quieres un trozo de tarta, o debemos comenzar ya?
Su garganta estaba seca, no podía emitir palabra. Observó sus manos fijamente, buscando la herramienta que le salvaría, pero claro, no encontró nada en ellas dirigió una mirada anhelante a su cazadora, y se entregó, como la presa que siempre fue.
—Supongo entonces que debemos comenzar— La anciana levantó su pequeña mano arrugada y llena de manchas, cruzo los dedos medio y pulgar y emitió el breve e inocente sonido de un chasquido de dedos. Entonces se apagó la lámpara e inició el verdadero festín.
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