Denme espacio, por favor
quien presta un libro es un pendejo, y más pendejo quien lo devuelve . Dirán pocos que la tan consabida sentencia refleja en el que recibe el libro cierta pasión por las obras literarias y que abusará de la solidaridad del prestamista para despojarlo de él. Nada más lejos de eso. Solo la mala intención y el deseo de provocar desazón.
Esta vez no fue el caso. Un día recibí de vuelta Los jardines de Salomón. Limpio, con su portada verde militar intacta y sus hojas tan blancas como lo presté. Supuse en mi alegría por la devolución que mi amiga había sido muy cuidadosa mientras lo tuvo. A la pregunta qué le había parecido salió con un decepcionante no lo leí. Así es ella. Libro que le presto es devuelto sin haber sido abierto o haberles dado una mínima ojeada a sus profundidades. Debe tener otro fin para ellos, el de amantes que llenan un espacio en su cama, ojalá. Mis ganas de debatir sobre la historia fueron cortadas de plano.
Así que esta mañana cumanesa —de esas bochornosas—, en el asiento del autobús, me concentré nuevamente en la lectura de Los jardines de Salomón. Con el tráfico irregular de la ciudad, podría el menos leer tres cuentos. Los tres primeros, por supuesto. Mi metodología para la narrativa jamás me impulsa a leer desordenadamente una obra. Mi pudor literario no tiene tales aventuras. Comencé con El Dólar, cuento cuya primera impresión fue la de preguntarle a mi padre si era verdad que Hemingway había estado en Cumaná. Ese señor que leía el periódico en la mecedora sólo pudo responder con una gran interrogante en el rostro. Luego seguí con El perro de Nina Hagen. El relato más curioso de todo el libro, según creo, porque el personaje al que hace referencia el título lo había conocido en videos musicales durante mi etapa roquera. Y fue con esta historia que ocurrió una revelación. O reflexión cumanesa a diez de la mañana. Sucedió mientras Guillermo y su hermana competían con Nicolás para demostrar quién había presenciado la escena más impactante (¿o grotesca?) del día. En ese momento la idea ocupó mi cabeza: Liliana Lara. La autora del libro, que desde hace algún tiempo vive en Israel. ¡Qué descubrimiento¡ Leías un libro escrito por fulana y pensaste en fulana.
Ella incita a Nina Hagen bailar en Cumaná, en un autobús, con gente que viene del mercado, del centro; la deja sentarse junto a la señora gorda que mete un ojo de vez en cuando en las páginas del libro, mientras que con su voz (más esencial que la voz narrativa) declara el anhelo de mejorar un lugar en el mundo: Israel.
Este mestizo acá no sabe nada de Israel que no sea los colores de su bandera, la asociación con la palabra judío y su casi eterno conflicto con Palestina. Liliana es venezolana, ha vivido nuestra propia guerra diaria y a qué responden algunas pasiones nacionales. Ahora conoce Israel, lo suficiente —aunque nunca es suficiente— en su política, su economía, su lengua. También sabe que no es fácil vivir en una región con riesgos fronterizos, potencialmente mortal cualquier día. Cuando por puro gusto saboreo sus textos, Liliana hace valer su derecho y el de millones por puro gusto a la vida, amor al equilibrio social. Lucha en una tierra que le brindo parte de su vida. Aquí en Cumaná, las adolescentes, la señora gorda, el chófer tienen otros pensamientos. Sí, a su manera, pudiesen tratarse igual del alto costo de la vida, lo caro que está comprar carne, un repuesto o el celular de moda. Ellos no imaginan que una parte de Israel viaja en el mismo autobús. En esencia, por supuesto. Que en esos minutos la autora de un libro que un individuo absorbe ensimismado está en la candela.
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