Hace un par de semanas, hice un viaje a Madrid para visitar a mi tía y pasar unos días en la hermosa capital de mi país. La última tarde antes de volver a casa, estuve paseando por Plaza de España y Gran vía, y disfrutando del incesante alboroto del gentío, de los hermosos edificios circundantes, así como de sus variadas y variopintas tiendas y comercios.

La gran vía, es una de las avenidas más transitadas de Madrid, y es el epicentro de la actividad sociocultural capitalina, repleta de Teatros, Musicales, bares, restaurantes y un largo etcétera... Mi paseo estaba siendo realmente placentero, pero desafortunadamente, mi estancia en Madrid coincidió con una de las mayores olas de frío en España en los últimos años, por lo que al final de la tarde, conforme el sol se iba marchando, la sensación térmica era tan baja, que decidí entrar en un afamado café en la Plaza de Callao para buscar refugio, tomar algo caliente y poner a cargar mi móvil que se estaba quedando sin batería.

La verdad es que tras un buen rato paseando con semejante frío en la calle, entrar en un sitio con calefacción, sentarme en un cómodo sillón acolchado, tomar algo bien calentito y pasar el rato en internet entreteniéndose con cualquier trivialidad mientras cargaba mi móvil, fue sin duda reparador y reconfortante. En ese cálido ambiente con una agradable música de fondo y un delicioso aroma a café recién molido, las horas fueron pasando y el tiempo avanzó realmente deprisa de forma casi imperceptible. Antes de pudiera llegar a darme cuenta, el cielo se fue oscureciendo paulatinamente hasta hacerse completamente de noche fuera del café. Inmerso en mi letargo, no sabía ni la hora que era, pero los rugidos de mi barriga eran una señal inequívoca de se había hecho tarde y era hora de cenar: había llegado el momento de armarme de valor, cubrirme con mi chaqueta de piel y mi bufanda, y volver a casa.

Al abrir la puerta del café y salir a la calle, el impacto del cambio térmico se sintió como una auténtica bofetada en la cara. Hacía tanto frío, que un lugar tan turístico y transitado como la plaza de callao estaba prácticamente desierto, lo que acababa siendo incluso un tanto siniestro. Miré el termómetro y marcaba -4º, ahora todo tenía sentido: era una de las noches más frías en muchos años.

Salí de Plaza de Callao, y comencé a descender por la Gran Via a paso ligero con la intención de llegar a la cálida casa de mi tía (Ubicada en Plaza de España, al final de Gran Vía) lo antes posible. Pero el frío era tan intenso que casi dolía, y las partes más desprotegidas de mi cuerpo como mis dedos y mis orejas se convirtieron en auténticos cubitos de hielo insensibilizados, por lo que decidí entrar a uno de los muchos comercios para turistas abiertos en el camino (mucho más vacíos de lo normal por causa el frío) y gastarme alrededor de 20€ en un par de guantes y un gorro.

Y fue cuando por fin salí de la tienda totalmente abrigado pensando ya en abrazar el radiador de la casa de mi tia, cuando me encontré con algo totalmente inesperado que cambió radicalmente mis planes de volver a casa y retrasó mi vuelta alrededor de 3 horas para pasarlas en plena calle, a -4º grados, sin cenar y de forma totalmente voluntaria.

Al salir de la tienda, encontré un misterioso grupo de jóvenes ataviados con llamativos chalecos naranjas, cargando bolsas y otros enseres y posicionados de forma un tanto peculiar formando un semicírculo, como si estuvieran rodeando o protegiendo algo realmente importante en el centro. La calle estaba tan vacía, que estos individuos uniformados llamaron poderosamente mi atención, y despertaron mi curiosidad para acercarme a ellos y descubrir de primera mano de que se trataba todo aquello.

Al aproximarme más a estos chicos, logré identificar en sus chalecos el logotipo de Cáritas, una organización que por su inmensa labor social durante los años más difíciles de la reciente crisis económica de 2008 en mi país, cuenta con todo mi respeto y mi admiración. Sin duda, aquellas personas, estaban haciendo algo valioso, y tenía que averiguar que era: para mi sorpresa, al situarme lo suficientemente cerca de ellos como para ver que había en el centro del semicírculo, descubrí que se trataba de un “sin techo”, una persona sin hogar tumbada en el suelo entre cartones, acompañada por su perro y soportando a la intemperie los gélidos -4º de aquella noche

El choque de presenciar aquella escena fue enorme. Ese grupo de jóvenes estaba dedicando su Jueves noche a recorrer las calles de Madrid para asistir a indigentes y personas sin techo, llevandoles mantas, ropa, comida, caldo caliente y sobre todo y lo más importante, conversación y contacto humano. Y lo mejor es que lo hacían cada Jueves, de forma totalmente desinteresada y altruista. Ser testigo de aquello, realmente me conmocionó, y espontáneamente, me nació el sentimiento de también querer ser parte de aquello, por lo que les pregunté a uno de los miembros del grupo si podía unirme a ellos el resto de la noche, lo que aceptaron de buen agrado con una amplia sonrisa.

Pese a que tenía algo de frío (cubierto con mi chaqueta de piel, mi bufanda y mi gorro y guantes nuevos) y algo de hambre (aun no había cenado pero había comido opíparamente en un restaurante con mi tia a medio día), el contraste con la cruda realidad de aquella gente, me hizo reflexionar y darme cuenta que, en realidad, no tenía ni frio ni hambre. Realmente, no había tenido frío y hambre de verdad en toda mi vida. Era un privilegiado, como toda persona con techo y comida, y hasta ese momento no era consciente de ello.

En el transcurso de la noche, hablamos con numerosas personas sin hogar. El procedimiento siempre era el mismo: acercarnos de forma tranquila respetando su espacio, ofrecerles ropas, enseres y comida (que aceptaban de buen agrado) y sobre todo, y sin duda lo más importante, ofrecerles conversación, preguntarles por su historia, por su vida, por sus sueños e interactuar con ellos de iguales a iguales, en el plano más humano posible.

En las tres horas que estuve con estos chicos recorriendo las calles, escuché historias de todo tipo. Verdaderos dramas humanos que te ponían los pelos de punta: enfermedades, falta de oportunidades, desempleo, muertes de seres queridos o rupturas amorosas eran el denominador común detrás de todas ellas. Sin duda hablar y compartir con alguien sus historias era terapéutico para esta gente, y más allá de la enorme carencia de alimentos o dinero, la verdadera carencia era humana, de comunicación, de contacto con personas que les dieran valor aunque fuera por un rato.

La mayoría de las personas con las que hablamos, nos confesaron que se sentían “invisibles” de cara a la sociedad, que la gente les trataba con absoluta indiferencia y desprecio, y que las ayudas del gobierno para obtener un albergue cada vez eran más escasas. Hablar con ellos, les hacía sentir “visibles” de nuevo, les ponía una sonrisa en la cara, y en ocasiones, también a nosotros. Recuerdo con cariño la simpática historia de Dimitri, un leñador ruso que perdió su trabajo en Portugal y decidió probar suerte en España, quien afirmaba que -4º era “Verano” para él comparado con las temperaturas habituales de -30º de su Siberia natal.

Sin duda, esta fue una experiencia muy intensa que me marcó profundamente y me hizo reflexionar bastante en los días posteriores. Es evidente que algo falla en los valores de una sociedad cada vez más egoísta, deshumana y que cada vez se mira más el ombligo. Participar en algo así de una forma totalmente espontánea, me hizo darme cuenta de que pequeños gestos, pueden significar mucho para mucha gente. De un modo u otro, todos podemos poner nuestro granito de arena para conseguir un mundo mejor, por pequeño que este granito sea.

En mi caso, tras conocer a estos chicos, nos intercambiamos los números para mantener el contacto telefónico y les manifesté mi interés de participar en algo parecido en la ciudad donde resido. Ellos me orientaron, y actualmente estoy buscando asociaciones que desempeñan alguna labor parecida. Incluso me planteo hacer algun tipo de voluntariado de Cáritas u otras asociaciones. Y lo haría por puro “egoísmo”, ya que tras esas tres horas sintiendo que ayudaba a alguien, me sentí tan increíblemente bien y tan lleno, que me olvide hasta de cenar. Ahí fue cuando comprendí que “entregando, se recibe el doble”.

Si te ha gustado mi post y también te planteas participar en algo parecido o ya lo haces actualmente, me encantaría saber tus comentarios abajo. También te animo a visitar la página de voluntariados de Cáritas, que es bastante interesante y hay muchos ámbitos en los que colaborar: https://www.caritas.es/que-puedes-hacer-tu/hazte-voluntario/ (En España) o https://www.caritas.org/ (Internacional)

Sin más me despido y espero que les haya gustado mi historia! Un abrazo a tod@s amigos! Nos vemos en el próximo post! :)

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