Hubo un día terrible, como ningún otro, en el reinado de la gran Tut. Ese día, Lhin, centinela de mi abuela, la Protectora Ura, la defendió fieramente. Si hubiera fallado, nuestro mundo hubiera desaparecido. No contaría esta historia; ni tú pudieras oírla. Nuestras almas serían polvo incandescente.

Lhin no es un gato ordinario; aunque su aspecto no es especial, si te fijas cuando hay luna llena, quizá notes una iridiscencia azul flotando en su manto dorado.

Sucedió pues, querido, que ese día aciago la gran Tut fue envenenada por su hermano, Guardián del Tesoro (cuyo nombre está prohibido pronunciar), pues su ambición le llevó a prometer nuestras almas al fuego de Abalám.

Con la excusa de discutir las celebraciones de cosecha, la gran Tut fue invitada a la Tesorería. Mi abuela se mantenía tres pasos detrás de la reina, como correspondía a la Protectora. Lhin seguía a mi abuela, como siempre. Con gran pecado, las copas de hospitalidad fueron impregnadas con Ponzoña de la Araña Errante, que condena a la parálisis, mientras la mente permanece lúcida.

La reina bebió primero, como era su privilegio. Ura no llegó a beber. Lhin derribó su copa. Percibió vaho deletéreo que le ofrecían. También atacó al maldito, y así Ura pudo administrar el elixir sanador a Tut.

¿Te han dicho que el Tesorero murió mucho tiempo después, encarcelado y desfigurado, con las cuencas de los ojos vacías? ¿Sabes que Lhin visitó cada día a aquel preso loco de pavor?

Los viejos cuentan esa historia con cierto orgullo y cierto horror.