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La vida abunda en retos de todo tipo. A algunas personas los más monumentales se les presentan después de recorrer un buen trecho de la carretera de la vida. En mi caso, el principal desafío que he tenido que afrontar se me dio a conocer poco después de nacer y me acompaña hasta el día de hoy. Soy ciego.
Los médicos nunca han logrado determinar la causa exacta de mi ceguera, ni han podido hacer nada para remediarla. El impacto que tuvo en mí esta discapacidad fue especialmente penoso durante mi infancia. Una ocasión destaca por sobre las demás. Yo tenía siete años. Mi familia me leía la Biblia, y yo estaba habituado a sostener el libro en las manos con bastante frecuencia. Mis padres me consiguieron entonces una Biblia en braille. En lugar de palpar un único libro, mis dedos recorrieron una pila de 18 tomos enormes. Por si fuera poco, cada página contenía línea tras línea de puntos en relieve. No comprendía cómo aquellos puntos sin sentido aparente estaban de alguna manera relacionados con los versículos que oía cuando mis padres me leían de su biblia.
Hubo muchos otros momentos en que la realidad de mi situación me golpeó, como cuando no podía participar en muchas de las actividades recreativas de mis compañeros, o era incapaz de comprender plenamente las conversaciones centradas en un color, en la moda o en otras cosas para las cuales la visión es fundamental. También estaba el hecho de que requería más asistencia de otras personas para desenvolverme… La lista era interminable. Fue doloroso darme cuenta de que carecía de un sentido que todas las personas de mi entorno poseían.
Por la misma época, mis padres recibieron una carta de unos misioneros que habían oído hablar de mí y llevaban algún tiempo orando por mí. Le habían pedido a Dios una revelación sobre mi caso, y Él les respondió. Les dijo que, aunque era capaz de devolverme la vista, tenía previsto servirse de mí tal como era. Comparó mi situación con la del apóstol Pablo y su «aguijón en la carne», descrito en 2 Corintios 12:7–10, y me alentó a andar «por fe, no por vista».
Aquello me dio una nueva perspectiva. Mi madre —decidida como ella sola— encontró un libro sobre el sistema braille y lo estudió hasta que fue capaz de leer braille con la vista. Luego se esforzó por enseñarme a leer con los dedos. Fue una tarea tediosa, pero en poco más de tres meses, yo ya leía.
Los años que siguieron estuvieron salpicados de muchas otras dificultades y también de triunfos. Aprendí a tocar varios instrumentos musicales y desde entonces me he valido de ese don para atraer a otras personas al reino de Dios.
Cuando tenía 20 años mi madre falleció, y me encontré en el fondo de un profundo valle. Aunque con el tiempo logré salir de ese abismo, no llegué a aceptar plenamente lo que había sucedido. Más tarde Dios me llamó la atención instándome a mostrarme más agradecido con Él, no solo cuando las cosas salían bien, sino incluso con respecto a lo que había perdido.
Cuando por fin, con el rostro bañado en lágrimas, lo hice, Él me libró de mi resentimiento y mi dolor mediante un torrente de alegría que no puede explicarse con palabras terrenales. Fue entonces cuando el mensaje de 2 Corintios 5:7 —«por fe andamos, no por vista»— adquirió un nuevo significado. Solo después de «andar por fe», agradeciéndole a Dios cosas que anteriormente no había sido capaz de agradecerle, fui premiado con el maravilloso don de ver con el alma, cualidad que me condujo a una profunda relación con Aquel que me conoce, me ama y me cuida como nadie.
Soy de la opinión de que todos nos enfrentamos a un reto universal: aprender a mirar con los ojos de la fe más allá de lo que percibimos físicamente a través de la vista o de la lógica. La pregunta no es si somos o no capaces de ello, sino más bien si estamos o no dispuestos a hacerlo. Si optamos por permitir que el Creador abra los ojos de nuestra alma y mejore nuestra visión, nos encontraremos en un mundo nuevo y sin límites, con un sinfín de posibilidades.
Cuando se quiebra la fortaleza exterior, la fe reposa sobre las promesas. Cuando nos embarga el pesar, la fe saca de la desventura el aguijón y quita la amargura de toda aflicción.
Richard Cecil (1748–1810), clérigo anglicano
Edifica este día sobre un cimiento de pensamientos positivos. Nunca te afanes por las imperfecciones que temes que coartarán tu progreso. Recuérdate a ti mismo, tanto como sea necesario, que eres creación de Dios y que tienes poder para hacer realidad cualquier sueño elevando tus pensamientos. Podrás volar cuando decidas que eres capaz de hacerlo. Nunca más vuelvas a considerarte derrotado. Deja que la visión de tu corazón forme parte del proyecto de tu vida. Og Mandino (1923–1996), psicólogo y escritor estadounidense
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Guaooo Interesante... muy alentadoras tus frases, definitivamente debemos ser agradecidos por existir... ciertamente estamos y existmos por algo y debemos estar a disposición de entenderlo y lograrlo... Saludos @toby1727