Meditaciones 1 para los Misterios Gloriosos
LA RESURRECCIÓN
CONSIDERA resucitado al Señor, y que salió del sepulcro sin resistencia de la losa; porque ya por los dotes de gloria estaba superior a todas las cosas corporales, y así se penetró por la piedra como si fuera de aire; y como dice San Vicente Ferrer, se puso sobre el sepulcro, y mostró su sagrado cuerpo glorioso, vestido de los cuatro dotes, a todos los santos padres, y las heridas y llagas que había recibido en su pasión, vestidas y mudadas en fuentes de luz y claridad inmensa; y ellos postrados todos en tierra, le adoraron y alabaron con estas palabras: Gloria a ti, Dios y Señor nuestro: ¡aleluya!: que resucitaste y levantaste tu santo cuerpo de entre los muertos: ¡aleluya!: gloria a tu eterno Padre: ¡aleluya!; y gloria a tu Santo espíritu: ¡aleluya!: por los siglos infinitos de los siglos: ¡aleluya! Y ahora esta misma consideración del Santo puedes tú acomodarla a tu modo, y considerar, que el Señor puesto sobre el sepulcro, les mostró el santo cuerpo, y les dijo, y a ti en ellos: ¿Habéis visto mi cuerpo en el sepulcro, tendido en aquel poyo, muerto, pesado, y todo desfigurado y cubierto de llagas y heridas? Pues vedlo ahora que claro, que glorioso, que resplandeciente y hermoso está. Has de imprimir en tu imaginación estas palabras, y considerar que le estás viendo, y que de todas aquellas heridas salen rayos de tanta luz y claridad, que no hay cosa con que pueda compararse; y que de aquellas cinco principales llagas salen cinco fuentes de infinita luz, claridad, dulzura, olor, fragancia y suavidad admirable, con que inefablemente se recrean de nuevo todas aquellas almas bienaventuradas, y prorrumpen en nuevas alabanzas, como queda dicho.
LA ASCENSIÓN
CONSIDERA, pues, con San Buenaventura, y San Vicente Ferrer como en aquel último convite que hizo el Señor con sus discípulos, por último les declaró cómo ya era llegado el tiempo en que volviese al que lo había enviado, y dejase el mundo; que aquella era la última vez que comía con ellos en este mundo comida visible y corporal; y que ya pasado aquel día, no le verían más con la vista corporal; que se esforzasen, y avivasen la Fé, para verle con los ojos del alma, a cuya vista no faltaría, porque estaba siempre con ellos, aunque se iba. Habiendo oído los apóstoles estas palabras, fue grande la turbación y susto de sus corazones, y prorrumpieron todos en un llanto muy triste; y derramando muchas lágrimas, le dijeron: bien sabéis, Señor, que por vos dejamos cuanto teníamos, y dimos dejamos parientes, amigos, y todo cuanto podíamos esperar en esta vida, y todo esto lo hicimos con mucho gusto, porque teniéndoos a vos, nos teníamos por dichosos, y bienaventurados; pero ahora, que os vais, y nos dejáis huérfanos y destituidos de vuestra presencia, ¿Qué ha de ser de nosotros? ¿Adónde habemos de ir, a quién nos habemos de juntar; y más cuando todos nos aborrecen, y desean el vernos fuera del mundo? Llevadnos, Señor, con vos, y no nos dejéis en medio de nuestros enemigos. A esto respondió el Señor, consolándolos, y les dijo: No se turben vuestros corazones, hijos míos, ni tengáis miedo, que no os dejo huérfanos ni desamparados como decís. ¿Creéis en Dios? Creed en Mí, que soy verdadero Dios; y si me creéis Dios, también debéis creer que no os puedo faltar. Voy, y vengo a vosotros; porque como os dije antes, ha de venir mi Espíritu sobre vosotros; y viniendo mi Espíritu, vengo Yo, y viene mi Padre, y estaremos con vosotros, y haremos mansión en vosotros; y en aquel día conoceréis como yo estoy en mi Padre, y mi Padre en mí. Si vosotros me amarais, os habíais de alegrar, porque voy a mi Padre; y así, alegraos por esto, y juntamente por vuestro bien; y atended a que os digo verdad, y que siendo Dios, no os puedo engañar. Os conviene que yo me vaya: lo uno porque voy a disponer, y prepararos las sillas, y el lugar en donde habéis de descansar eternamente en mi compañía; y lo otro, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Consolador; mas así que yo me vaya, os le enviare, para que os enseñe, y dé a entender la verdad, y entonces se alegraran vuestros corazones. Estas y otras palabras de grande consuelo y ternura les diría a sus discípulos el Señor para consolarlos, según meditan los gloriosos San Buenaventura y San Vicente. Ve tú ponderando cada palabra de por sí, y conocerás el espíritu de amor, de ternura y compasión que Reina en tu Dios y Señor para con los que le aman y le sirven, y enamórate de tanta bondad y misericordia.
LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO
CONSIDERA cómo habiendo perseverado los sagrados apóstoles y toda aquella santa compañía en oración y recogimiento diez días, al fin de ellos, que era el día de Pentecostés, o el día cincuenta de la resurrección del Señor, como estuviesen todos juntos en el mismo lugar del cenáculo, oyeron un estruendo o sonido del cielo, como de un recio torbellino de viento o espíritu que venía, y llenó toda la casa en donde estaban sentados, y se les aparecieron diversas lenguas, como de fuego; y sentándose sobre cada uno de ellos, quedaron todos llenos del Espíritu Santo. Esto es lo que dice el texto de este divino misterio; y ahora ve tú haciendo sobre ello las consideraciones siguientes. Lo primero, considera, cómo cumplidos diez días, bajó sobre los apóstoles el Espíritu Santo; y por los diez días cumplidos se entiende, dijo Hesichio, el cumplimiento de los diez mandamientos de la ley de Dios, lo cual debe hacer cualquiera que quisiere recibir el Espíritu Santo: por cuanto así lo dijo el mismo Señor a sus discípulos, y en ellos a todos los fieles: guardad mis mandamientos, y yo rogaré por vosotros a mi Padre, y os dará su espíritu consolador, para que eternamente viva con vosotros: por donde claramente se conoce, dijo San Cirilo, que el Espíritu Santo no se promete a todos, sino a aquellos que guardaren los diez mandamientos. Saca, pues, de aquí, que si quieres el mismo Espíritu que se dio a aquellos, has de cumplir estos diez mandamientos, porque como dijo San Bernardo, conforme te dispusieres para recibirle, así se te dará. Atiende, pues, con cuidado lo que hicieron los apóstoles, y que ejercicios juntaron a aquellos diez días, y esos has de procurar tú juntar a la observancia de los diez mandamientos. Míralos pobres, humildes, temerosos, retirados del bullicio, trato y conversación de la ciudad; encerrados en una casa, unánimes y conformes en la caridad, como si en todos estuviera una sola alma y un solo corazón, en silencio, ayunando, velando y en continua oración, juntos con la sacratísima Reina de los ángeles, de cuya sombra jamás se apartaron. Atiende a cada cosa de estas de por sí; y si las juntares todas con la guarda de los diez mandamientos, sin duda, como se dio a aquellos santos, se te dará a ti.
LA ASUNCIÓN A LOS CIELOS DE NUESTRA SANTÍSIMA MADRE
CONSIDERA en el transito y gloriosísima muerte de nuestra soberana Reina y Señora; y ante todas cosas advierte, que lo que de este punto digo, y lo mismo de su gloriosísima Asunción, no consta del sagrado texto, sino que lo dicen grandísimos santos y autores fidedignos, como San Dionisio Areopagita, San Juan Damasceno, Nicéforo, Simón Metafraste, Vicencio Velvacense, San Vicente Ferrer, Cartagena, Bernardino de Bustos y otros muchos. Y así has de pensar, que estando nuestra Señora tan entregada a la contemplación de la vida, muerte y gloria de su santísimo Hijo, según queda dicho en la consideración antecedente, cada día se le inflamaba más el alma en una llama de amor inmenso; y de esa llama se originaban en su purísimo corazón vivísimas ansias y deseos ardentísimos de salir de este mundo, y gozar de la presencia de su santísimo Hijo en el reino de su gloria. Estas ansias arrojaban como encendidas flechas y tiernísimos suspiros, que por instantes sonaban y se oían en el trono de la inefable, beatísima y Santísima Trinidad, con los cuales, movidas las entrañas piadosísimas de su Divino Hijo, queriendo dar cumplimiento a los deseos de su Madre, le envió al arcángel San Gabriel, que como dice San Vicente Ferrer, fue siempre el nuncio y embajador de Dios para nuestra Reina y Señora. Se le apareció ese glorioso arcángel con una palma en la mano de excesivo resplandor y de admirable hermosura: venia lleno de tanta gloria, que puso en admiración a la Reina de los ángeles, y puesto en su presencia con grande reverencia y alegría, le dijo: el Altísimo te saluda, María: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo: Dios te salve, de las criaturas la mas bendita: Dios te salve, templo del Señor: Dios te salve, arca de la vida: Dios te salve, Reina del paraíso: la majestad de tu divino Hijo te espera con todas las milicias del cielo: oyó tus tiernos suspiros, y quiere satisfacer tus ansias amorosas, y dar cumplimiento a tus deseos: de aquí a tres días pasarás de esta vida mortal a la eterna. Ya toda la corte celestial se queda disponiendo para recibirte con triunfo y majestad, suprema Reina: recibe esta palma, que del paraíso de Dios te traigo, como blasón de las tres victorias que alcanzaste del mundo, por el abismo profundísimo de tu humildad: del demonio, por tu altísima pobreza; y de la carne, por el candor purísimo de tu virginidad. Considera, que fue tanta la alegría que tuvo nuestra Señora con la nueva de su muerte, que no hay lengua que la pueda explicar. Mandó traer muchas velas y antorchas, limpiar la casa, y adornar y componer su aposento y lecho, como quien esperaba las bodas y eterno desposorio de su alma, que en breve se había de consumar. Mandó convocar a los parientes, amigos y vecinos, para que se alegrasen de su alegría, y la diesen el parabien de su dicha. ¡Qué de cosas tienes, alma cristiana, que pensar, y qué de provechos que sacar para tu mayor bien! Pon primero los ojos de tu consideración en aquellas ansias y abrasados deseos que tenía de verse con su santísimo Hijo; pues, eran tales, que la hacían suspirar y clamar de noche y de día, no obstante que tenía tan seguro el premio, la gloria y el descanso: con cuanta más razón debemos nosotros clamar sin cesar; porque nuestros pecados son muchos, y nuestro fin incierto, y nuestra causa dudosa, y de su conclusión pende la eternidad de vida o de muerte.
LA CORONACIÓN DE NUESTRA SANTÍSIMA MADRE EN LOS CIELOS COMO REINA DE TODO LO CREADO
CONSIDERA cómo sentada nuestra Reina en el trono, le habló el Hijo santísimo de esta manera: Dulcísima Madre, y esposa carísima, tres son los imperios eternos de los cielos, y siendo tres, son uno: el primero es el paternal; el segundo es el filial; y el tercero el espiritual. De estos tres imperios os habéis de coronar eterna emperatriz, y como a tal es Mi voluntad que os reconozcan y adoren todas las criaturas. En esto vio el Santo, que venían quince reinas de suprema potestad y grandeza, cada una con cincuenta doncellas de incomparable hermosura; y estas, postradas a las plantas de la emperatriz soberana, en nombre de todas las creaturas, la adoraban: y en reconocimiento del supremo dominio, que sobre todas las celestiales, terrestres e infernales tiene, le presentaban las cinco primeras Reinas cada una, una rosa de incomparable grandeza y de milagrosa hermosura, en cuyas hojas se veían escritas con letras de oro las palabras del Ave María. Ofrecidas las rosas, y recibidas por la suprema emperatriz, postradas de nuevo en su presencia las quince Reinas con sus damas, le ofrecía cada una, una piedra preciosa de tanta grandeza y hermosura que de todas las del mundo no se podía componer una de aquellas. Tenían estas piedras en sus varias labores esculpidas las palabras del Ave María con milagroso artificio. Las recibía de igual modo la soberana emperatriz con demostración de grande estimación y agradecimiento; y haciendo nueva reverencia con profunda humildad, le ofrecía cada una, una estrella de tanta claridad y hermosura, que excedía incomparablemente a la hermosura del sol. De los rayos, y resplandores de estas estrellas, se formaban milagrosamente las palabras del Ave María. Recibió la soberana Princesa, con las rosas y piedras preciosas, las estrellas, y volviéndose al eterno Padre con profundísima reverencia y humildad, le consagró las rosas que le habían ofrecido, y le saludó diciendo: Gózate Padre eterno, ente primero, de donde proceden todos los entes, Ser incomparable, de quien todo ser depende: Gózate, Padre eterno, soberano Rey de las eternas luces: Gózate, eterno Padre, magnífico y graciosísimo Rey de la eternidad: Gózate, eterno Padre, Rey potentísimo, Señor de infinitos tesoros y riquezas: Gózate, Padre eterno, omnipotentísimo Señor y Creador universal de todas las cosas. Recibid las rosas que me han ofrecido las cinco Reinas, las cuales os ofrezco por mí y por todos los que en la sucesión de los tiempos me las ofrecieren, alabándome con la angélica salutación, con que tu altísima majestad dispuso me alabasen los hombres y los ángeles. Vuestras son, Señor, y así es justo que yo las vuelva a cuyas son. Recibió el Padre eterno las rosas, y dijo: ¡Oh que dignas, gloriosas y excelsas rosas son las que me ofreces, Hija mía! Uno es mi imperio, que se llama paternal, debajo del cual tengo cinco reinos: el primero de mi paternidad, el segundo de mi unidad, el tercero de mi poder, el cuarto de mi eternidad y el quinto de mi omnipotencia creativa de todas las cosas. De hoy en adelante te constituyo emperatriz de este imperio, y te hago Señora de mis cinco reinos. Reina eres del reino paterno: yo soy Padre y Rey; y tú eres la Reina y Madre, y como tal quiero, y es mi voluntad, que seas venerada, reverenciada y adorada de todo ser creado. Reina eres del reino de mi unidad: yo soy único Rey; y tú eres única Reina; y como única sin segunda, quiero que a tus plantas se rinda todo el universo. Reina eres del reino de mi poder: yo soy Rey poderoso, a cuya potencia está sujeto todo poder; y tú eres asimismo la Reina, a cuya potencia quiero estén sujetas todas las potestades celestes, terrestres e infernales: sobre todas tienes dominio y poder para ordenar, disponer, hacer y deshacer a tu voluntad. Reina eres del reino de mi eternidad: yo soy eterno Rey, cuyo dominio ni tuvo principio ni fin; y tú eres Reina, cuyo dominio, aunque tuvo principio, mas eternamente durará sin fin. Reina eres del reino de mi creación: yo soy el Creador, y tú la Reina y Señora de todo lo creado: y diciendo esto, le dio el cetro y corona con autoridad y dominio sobre los cinco reinos de su imperio paternal; y mandó a todos los cortesanos del cielo la aclamasen, recibiesen y adorasen como tal. ¡Oh qué fiesta! ¡qué regocijo ¡qué alegría! ¡qué voces! ¡qué alabanzas de toda la corte celestial! Todos postrados ante el trono, llenos de gozo y alegría, humildes y reverentes, le dieron la obediencia, y la confesaron emperatriz y Señora de los cinco reinos paternales.
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