Del último recorrido de la aventura caraqueña.
Logramos con los demás lo que no podemos con nosotros mismos. Anestesiólogos del prójimos.
Sucede que un día salí de la residencia con el almuerzo, pero por descuido dejé el tenedor, y estas condiciones fueron los ingredientes de una aventura Caraqueña de mediodía.
Me había ido a vivir a Caracas porque en Maracay no tenía un maestro de canto. En la mañana debía hacer el desayuno y el almuerzo y dejar tiempo para poder ir a pedir un salón con piano y estudiar por lo menos una hora. No todos los días lograba cumplir las tres tareas, fuese porque me despertaba tarde (siete u ocho de la mañana) o debía conseguir dinero en efectivo para poder regresar el viernes a Maracay o simplemente me tardaba cocinando. La cosa era que tenía que hacer todo antes de las doce y media del mediodía, porque debía almorzar y estar libre de una a cinco de la tarde, de lunes a jueves, para la lección de canto.
En otro relato describiré lo a gusto que me sentía en esas lecciones que más que de canto, eran espirituales y para la vida. Los minutos de tranquilidad por los que sacrificaba tantas cosas. Ese día, era miércoles, mitad de semana, día tibio en todos los aspectos. Me desperté, hice desayuno, y mientras desayunaba se cocinaba el almuerzo. Terminé de desayunar, ya el almuerzo estaba listo, lo coloqué en el recipiente de cierre hermético, lo metí en el bolso del almuerzo, y salí apurada con la esperanza de que pudiese viajar en el primer metro que llegase a la estación Miranda.
No viajé en el primero, sino en el tercero. Seis estaciones hasta Colegio de Ingenieros. Me bajé en colegio de ingenieros. Subí a la superficie,caminé los doscientos metros que hay hasta el centro de acción social por la música, entré, y me dispuse a buscar un salón con piano. No encontré, bajé al comedor a las once para calentar el almuerzo, y fue cuando me di cuenta de mi falta.
Desde que me había ido a caracas, no había tenido tiempo para conocerla, primero porque no había hecho muchas amistades, y segundo porque para una chica de veintidós años no es nada seguro pasear sola por una ciudad tan peligrosa. Siempre que me veo en este tipo de aprietos, que son tontísimos, pienso: ¿Que haría tal persona o tal personaje?, y me sorprende lo fácil que se me hace suponer cómo piensa esa persona o personaje. Salí del edificio, y me dirigí a un kiosco, el señor me atendió con mucha amabilidad, pero no tenía solución para mi problema, me dijo:- si caminas hacia esa dirección vas a encontrar muchos locales y panaderías, allí lo podrías conseguir-.
Caminé, entré a una lunchería donde cobraban por calentar la comida, prometí volver (pero no volví). Seguí caminando en la dirección que me había dicho el señor del kiosco, pasé por un templo judío y justo al frente está una iglesia católica, le pregunté a un chico hacia dónde me quedaba una panadería. Seguí la dirección dada, pasé por debajo de un puente, sentí mirada sobre mí, seguí caminando. Llegué a una zona más activa, fui de local en local preguntando, pasé por una frutería, compré algunas frutas, pero no lograba conseguir un tenedor o una cucharilla para poder almorzar.
Vi el edificio de la cruz roja venezolana, lo había visto por fotos, pero estar allí, entre la gente, con los líos de un país es crisis humanitaria, buscando un tenedor, es una cosa que te marca.
Seguí caminando, ya había recorrido casi la totalidad de la calle de locales cuando vi uno, que en otros tiempos de seguro fue una carnicería por las lozas de cerámica en las paredes, pero que en ese momento funcionaba como frutería. Un melón me llamó la atención desde la entrada, aún me quedaba dinero en la tarjeta, así que decidí entrar, y de paso preguntar por el tenedor. Fui directo a la caja, le comenté de mi problema a la cajera, y ella muy amable, sacando la mano de debajo del mostrador me dijo: toma este, lávalo antes de usarlo. Y me dio un tenedor de metal.
Cuanto alivio. Un tenedor de metal para poder comer el almuerzo vegetariano impuesto por la situación. No lo digo a modo de queja, mucho tengo que agradecer por poder comer las tres veces al día en este lío que es más grande que la voluntad de todos los que aún vivimos aquí, los que se han ido y los que observan silenciosamente.
Al final de esa tarde, de regreso a la residencia, pensaba en una frase que me dijo una gran persona en un momento justo: "nadie nunca se ha arrepentido de haber sido valiente". Claro, en esa ocasión sólo me enfrenté al miedo y al calor del medio día en la que según las estadísticas es una de las ciudades más peligrosas del mundo.