#ALittleStory: El cuento de Rapunzel
Hola amigos.
Presentando esta oportunidad el cuento más escuchado últimante: Rapunzel y su gran cabello mágico, SUPER LARGOOOOOO.
Érase una vez una mujer llamada Anna que vivía infeliz porque, tras varios años de matrimonio, no había cumplido su gran deseo de ser madre. La falta de esperanza le hacía sentirse tan mal, tan deprimida, que llegó un momento en que todo lo que sucedía a su alrededor dejó de interesarle.
Ya no se le escuchaba canturrear mientras cocinaba su famoso pastel de carne, ni daba largos paseos las tardes de sol. Su día a día se limitaba a subir a la buhardilla y sentarse junto a la ventana a contemplar el jardín que su vecina, una bruja con fama de malvada, poseía al otro lado del muro que delimitaba su casa. Y así, entre suspiro y suspiro, en silencio y casi sin comer, pasaba las horas sumida en la más profunda de las melancolías.
Su querido esposo Robert, que la amaba con locura, estaba realmente preocupado por su salud y se sintió en la obligación de darle un toque de atención.
– Querida, no puedes seguir así. ¡Tienes que animarte un poco o acabarás enfermando!
La mujer parecía ausente, como si alguien le hubiera robado la fuerza necesaria para vivir.
– Anna, por favor, te estoy hablando muy en serio. ¡Reacciona!
Las palabras de Robert hicieron cierto efecto; Anna, con la mirada fija en el cristal, levantó el dedo índice y balbuceó:
– ¿Ves aquellas flores que crecen en el jardín de la bruja Gothel? ¿Las de color azul intenso?
Robert miró a lo lejos y asintió.
– ¡Claro que las veo! ¿Por qué lo dices?
– Tan solo una infusión hecha con sus raíces podría sanar el enorme dolor que habita en mi corazón.
El hombre se angustió al pensar que debía invadir una propiedad que no era suya, pero también era consciente de que, si quería salvar a su mujer, no le quedaba otra que armarse de valor e ir a buscar esas flores. Tragándose todos los miedos, le susurró:
– Tranquila, mi amor; esta misma noche prepararé esa bebida para ti.
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El bueno de Robert aguardó pacientemente a que asomara la luna para salir al patio trasero y llegar hasta el muro. Amparado por la oscuridad trepó por él, descendió por el lado que daba al jardín de la bruja, y corrió hasta donde florecían las delicadas campanillas. Había tantas que en un pispás formó un bonito ramillete.
– Supongo que son suficientes, así que ¡manos a la obra!
Nervioso como una lagartija volvió sobre sus pasos y se fue directo a la cocina. Avivó el fuego para hervir las raíces, y lista la infusión, se la ofreció a su esposa.
– Tómatela despacio y acuéstate. Necesitas descansar.
Anna bebió el contenido de la taza y se fue a dormir. Al día siguiente, Robert se puso contentísimo al observar que su esposa se despertaba con más vitalidad, con las mejillas sonrosadas, y hasta esbozando una ligera sonrisa.
– ¡Qué satisfacción verte un poquito mejor! Seguirás con la medicina hasta que te recuperes.
Trabajó toda la jornada como de costumbre, y en cuanto anocheció repitió la hazaña de saltar al jardín de su vecina. Cuando llegó al lugar donde crecían las flores azules, se agachó para arrancar una docena.
– Diez… once… y doce. ¡Genial, ya las tengo!
Bien poco le duró la alegría, pues en ese mismo instante una voz profunda y desagradable retumbó sobre su cabeza.
– ¡¿Qué es lo que tienes, ladrón de pacotilla?!
Temblando como un flan, Robert se puso en pie y vio una espantosa bruja desdentada que le miraba con cara de odio. Ante tan desagradable encontronazo, solo se le ocurrió poner una falsa mueca de sorpresa y tratar de decir algo amable.
– ¡Oh, señora, qué enorme placer conocerla! Varios años siendo vecinos y es la primera vez que nos vemos las caras. ¡Es usted más atractiva y esbelta de lo que me habían contado!
– ¡Déjate de monsergas y dime qué estás haciendo en mi finca!
– Verá, mi esposa está muy débil y solo podrá curarse si bebe infusiones preparadas con las campanillas de su jardín.
Presa de la indignación, la bruja bramó:
– ¡¿Pero cómo te atreves a invadir mis tierras y robar mis más preciadas flores?!
– Tiene usted toda la razón, no debí hacerlo, pero deje que me lleve algunas. ¡Usted tiene un montón y no las echará en falta!
– ¡No, no, y mil veces no! ¡Tendrás un castigo que no vas a olvidar!
– ¡Tenga piedad, por favor! Anna es una bellísima persona y yo solo quiero que vuelva a estar sana, a ser feliz como antaño.
La bruja Gothel estaba enfadadísima, pero de repente, se dio cuenta de que podía sacar tajada de la situación.
– ¡Cállate ya, que me estás sacando de quicio con tanto gimoteo! Para que veas que no soy tan mala persona, dejaré que hoy y solamente hoy, te lleves todas las campanillas que quieras.
– ¡Oh, qué bien! Es usted una bru… ¡una dama encantadora!
– ¡Silencio, no he terminado! Como puedes suponer, esto no es un regalo.
– ¿Ah… no?
– Claro que no, majadero, esto es un trato.
– ¡¿Un trato?!
– Escucha con atención: a cambio de las campanillas tendrás que prometerme que si en un futuro tu esposa y tú tenéis descendencia, me darás el bebé en cuanto nazca.
Robert se quedó pensando que después de tantos años esperando un hijo eso ya no ocurriría, así que respiró aliviado y aceptó el acuerdo sin problema.
– Un trato justo, señora. Tiene mi palabra de que así será.
– ¡Pues no se hable más! ¿Ves ese saco? Es para ti. Coge todas las flores que necesites y lárgate de aquí antes de que me arrepienta.
Robert llenó el saco y regresó a su hogar radiante de felicidad. Ya a solas, la bruja retornó a su mansión, y en cuanto cerró la puerta, soltó una estruendosa carcajada.
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Gracias a las infusiones diarias Anna recuperó la salud y el buen humor hasta el punto de que sucedió algo inesperado: se quedó embarazada, y a los nueve meses dio a luz a una lindísima niña a la que llamaron Rapunzel.
La felicidad de la pareja era tan grande que Robert ni se acordó del pacto con la bruja. La malvada Gothel, en cambio, lo tenía muy presente: nada más escuchar el llanto del bebé, se dio prisa por ir a reclamarlo.
– ¡Je, je, je! Ha llegado la hora de hacer una visita a los vecinos. ¡Menuda sorpresita se van a llevar!
Sin mostrar ni un ápice de compasión, la muy miserable se coló sigilosamente en la vivienda de Robert y Anna. Como era de esperar, los encontró mirando embelesados a la chiquitina que dormía plácidamente en su cuna de madera. Al feliz papá le dio un vuelco el corazón cuando vio a la bruja entrar como una rata mugrienta en la habitación.
– ¡¿Qué hace usted aquí?!… ¡Fuera de mi casa!
Gothel, sin inmutarse, se encaró con él.
– ¿Qué me vaya?… Sí, pero cuando cumplas tu palabra, queridísimo vecino. Hicimos un trato, ¿recuerdas? Tu mujer está sana gracias a mis flores, así que esta niña es mía.
Anna, que no sabía nada del pacto, se puso delante de la cuna y gritó:
– ¡Nunca te daré a mi hijita, vieja loca!
De nada sirvió. Gothel la apartó de un empujón y la pobre fue a caer sobre Robert, quedando ambos tirados en el suelo. Aprovechando ese estado de indefensión, la miserable bruja raptó a la recién nacida y se la llevó a un lugar donde sabía que nadie la iba a encontrar.