En la segunda vida de esta reencarnación decidió, como muchos de nosotros, ser viajero. Nació desde su decisión con la meta inequívoca de moverse con ansias, hacerse alas con el hambre e impulsarse con la angustia que su existencia imponía. Desde el sueño se hizo la trayectoria y se imagino Ícaro triunfante, descubridor del paraíso que miles de Colones ya han descubierto, Aquiles de suela reforzada. Se imagino libertado de la tierra que perecía.

Lejana la vida de fe y lucha en que olía a anhelo: vinagre y gas-pimienta, caucho, humo de caucho, sol y suelo, sudor de huída. Se entrega en la muerte de la esperanza a la resignación mísera, caos que estructura y ordena en el mutismo de los oprimidos. No había ya oposición, ni lucha alguna. Suicidada la valentía, se entrega el juicio a la normalidad perversa. Con la batalla perdida, desaparece el guerrero e iniciamos el viaje.

Nos queda la nueva vida, el desconocimiento de la tierra ajena. Tan solo irnos y dejar trozos regados nos importa poco, casi nada, un mínimo. Aborda el viajero, el tiempo suspendido en la marcha es un placentero limbo. Descansa del purgatorio materno. Recuerda lo que fue y llora por ya no serlo: estudiante contrariado, mártir de la cola hambrienta, hijo del alba urbana, empleado a medio tiempo, teniente de guarimba que se quedó sin ejército, el que perdió a sus hermanos en la guerra…

Se abre la puerta y frente a él el destino: incertidumbre total de lo venidero y necesidad corrosiva por la casa.

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